lunes

Segunda Presentación




Retorno 2012 o Cómo sobrevivir a una invasión de zombis fue subido a Internet el 28 de Diciembre de 2010. El propósito era poner a disposición de todos la lectura del libro, el cual se podía descargar gratuitamente. Lo único que yo pedía a cambio era un comentario del lector y, si el libro le había gustado, que lo recomendara a otros.

La respuesta fue muy pobre. Aunque el sitio ha recibido cerca de 130 visitas, sólo se ha descargado el libro 20 veces y he recibido sólo dos comentarios, los cuales reproduzco a continuación, ya que con el rediseño del blog éstos se perdieron:


Anónimo comentó (el 4 de enero): 
En el capitulo 17, el libro no permite soltarlo, felicidades, va muy bien... 100% recomendable.


Luna Azul comentó (el 6 de febrero):
Lo devore, esta excelente, te felicito por la fluidez del escrito y por el humor acido que no todos los escritores saben controlar, no no te aburre nunca, siempre saca algo nuevo, habia pocas o nulas probabilidades de adivinar cual era la sigueinte parte, un diez para es te libro, y pido una disculpa, ya que yo misma no he fomentado la descarga del libro, la verdad lo he mandado por correo a mis amigos, en lugar de pedir que lo descarguen, pero con sinceridad te digo que es una historia que vale la pena leer, Felicidades. solo un comentario, para pulir la redaccion, hay un sutil abuso de la palabra ¨*DE* cayendo un poco en cacofonias. por lo demas no podria arrepentirme de haberla leido.

Un gran saludo.

gracias por compartirlo.

Agradezco estos comentarios. Creo que si hasta la fecha no han habido más ha sido por alguno de los siguientes factores: 

1) Como se trata de un libro de zombis, muchos pueden pensar que no vale la pena leerlo. A esto lo que puedo decir es que, precisamente por ser una historia de zombis, tuve que hacer un esfuerzo por "elevar" el tema (los zombis son monstruos muy aburridos) y escribir un thriller en el que no falta la acción, el romance, la intriga y el misterio. El resultado fue bastante divertido.

2) Las mujeres superan a los hombres como lectoras. Sin embargo, una novela que involucre política y zombis puede resultar muy poco atractiva para las lectoras. A esto yo les digo a las potenciales lectoras que no tengan miedo (ya vieron el comentario de Luna Azul). Retorno 2012 o Cómo sobrevivir a una invasión de zombis no es un libro masculino. Créanme, se van a emocionar.

3) No todos están dispuestos a descargar un libro de Internet, aunque sea gratuito. Ya sea porque les de pereza o porque no sepan hacerlo, en realidad son muchos que dudan a la hora de descargar algo de la red. Es por eso que he decidido dejar la descarga gratuita de la novela para el que lo desee, pero también poner a disposición de todos la novela completa en el presente blog, para que la puedan leer directamente. (Algo que no me salió es el número de cada capítulo. Sin embargo, en el archivo aparecen los títulos de cada capítulo en orden. Así que les pido que me perdonen este error involuntario).

Así que ya sólo me queda decir lo siguiente: El libro trata la crónica de la invasión de zombis en México de los últimos meses de 2011 y principios de 2012 que pone en peligro la existencia misma del país, y en el que un puñado de valerosos individuos intenta impedir la catástrofe.

El contagio y la propagación del virus mutante es lo más importante de la crónica y sus efectos se presentan iguales sin importar el país del que se trate, por lo cual puede ser leído y disfrutado también por cualquier lector fuera de México.

Aunque el estilo del libro es el de una crónica seria, el trasfondo será cutre. Es una especie de película de El Santo literaria. El tono que impera se puede resumir en la siguiente cita del inspector Palomino Estrada en el capítulo 14 del libro: “Como si esta historia de zombis, espías, policías corruptos y políticos conspiradores no fuera ya de por sí estrafalaria, ahora tenemos que agregar la posibilidad de que por ahí anden rondando los nazis”.

Lo único que pido a cambio es lo siguiente: Hazme llegar tus comentarios acerca del libro —usa el espacio de comentarios de la presente entrada— y si el libro te gusta, recomiéndalo a tus amigos y conocidos para que lo descarguen.

Quiero que Retorno 2012 o Cómo sobrevivir a una invasión de zombis se convierta en un libro viral. Que el virus zombi se extienda por todo el mundo.

En tus manos está el poder de hacer real la próxima invasión zombi.





¡Entren, Santos peregrinos!






Antes de salir hacia el Palacio Nacional, Armando Guerra decidió dar un último vistazo a su atuendo. El evento de esa noche era crucial para sus planes. Cualquier error de su parte y ya se podía despedir de la posibilidad de conseguir detener el caos.
Bajo la mortecina luz que arrojaba el foco que pendía de un cable (era un milagro que hubiera corriente eléctrica) Armando se colocó frente al espejo de su cómoda y se observó detenidamente. Su cara estaba extremadamente sucia, producto de tres semanas sin asearse y de la tierra de sus macetas, con la cual se restregó todo el rostro en un momento de inspiración. Su pelo, desordenado y crespo, enmarcaba a la perfección sus facciones regulares que, ocultas bajo una capa marrón de diversas tonalidades, se convertían en una suerte de máscara.
Sobre sus hombros se sostenía a duras penas un raído saco negro, roto en diversos lugares y cuya manga izquierda había unido con grapas. El conjunto le recordaba a Armando al de un pordiosero que deambulaba por el Mercado de la Merced cuando él era niño y a quien todos llamaban piojo.
Armando sonrió satisfecho por el resultado. Tomó la invitación que había dejado sobre la cama, apagó la luz y salió al oscuro pasillo. Bajó con gran cuidado la estrecha escalera y pasó junto a la cabina del portero, que miraba absorto la pequeña pantalla de un minúsculo televisor. El portero tenía la boca abierta y un hilo de baba se escurría sobre sus flacas manos, que mantenía entrelazadas sobre su regazo.
Armando se le quedó viendo un momento. Recordando que había suministro eléctrico en el edificio, Armando se acercó hasta el televisor y lo encendió. Pasaban una reposición de “Pepe el toro”. El portero ni se inmutó. Continuó babeando.
Saliendo deprisa a la calle, Armando se preguntó que le convenía más: ir caminando hasta el Palacio Nacional, que le quedaba relativamente cerca o tomar un taxi. Ambas opciones entrañaban bastantes riesgos.
La calle estaba en penumbras, ya que sólo funcionaba una luz mercurial que parpadeaba a mitad de la cuadra. Armando se dirigió a la titubeante luz y acercó la invitación a sus ojos. El mensaje de la invitación era escueto y estaba impreso en una especie de cartón de muy baja calidad: “La presidencia de la República se complace en invitarlo a nuestra posada navideña el sábado 17 de diciembre 2011 a las 9:00 P.M. Etiqueta rigurosa”. Eso era todo.
Sin embargo, fue suficiente para que Armando se decidiera por el taxi. Estaban por dar las ocho y aunque corriera todo el camino no llegaría a tiempo (eso si lograba llegar con vida). El problema con el taxi era que… Armando decidió mejor no pensar en ello.
La calle estaba vacía y era muy probable que ningún taxi hubiera pasado por ahí en meses. Así que se dirigió a paso rápido hasta la avenida más cercana, donde debían de circular vehículos a esa hora.
En efecto, la avenida estaba repleta de vehículos en sus dos sentidos, aunque era difícil adivinar cuáles de éstos circulaban y cuáles estaban varados. Armando observó que uno de los carriles internos del flujo del tránsito que se dirigía al Zócalo parecía avanzar a buen paso. Así que cruzó la avenida, saltó la barrera del camellón y se colocó ante un auto varado, siguiendo atentamente el movimiento de los vehículos en el carril libre que quedaba frente a él, intentando localizar un taxi.
Para su fortuna, el auto varado ocupaba una parte del carril, lo que hacía que los vehículos disminuyeran su velocidad. Esto era mucho más efectivo que un agente de tránsito, los cuales ya habían desaparecido, irónicamente, a fuerza de mordidas.
Los vehículos pasaban lentamente frente a Armando, que después de ocho minutos vio acercarse a un taxi. El taxi estaba ocupado, pero eso no era problema. Armando corrió a un lado del taxi, abrió la puerta trasera del lado derecho y jaló de la blusa a la pasajera, tirándola a la calle. Luego trepó al taxi y cerró la puerta.
La mujer rodó por el pavimento unos metros y se detuvo a centímetros de donde había estado parado Armando, frente al vehículo varado. Luego se irguió y se quedó sentada sobre el pavimento. Salvo la ropa manchada y el pelo revuelto, quedó en la misma posición que tenía en el taxi, sólo que con las piernas extendidas.
Armando apenas si echó un vistazo a la mujer. Sintió alivio al ver que ésta había quedado a salvo de ser atropellada, pero después la sacó de su mente. Tenía que asegurarse de que el taxi iba en la dirección correcta y de seguro la mujer no se daría cuenta que ya no iba sentada dentro del taxi hasta muchas horas después. O quizá nunca.
El taxista parecía ajeno a todo el asunto. Seguía manejando tranquilamente con la mano izquierda sobre el volante mientras con su mano derecha daba vuelta al dial del radio del auto pasando de una estación a otra. Sólo permanecía unos tres segundos en cada estación para luego cambiar.
Esta actitud del taxista molestó un poco a Armando. Sin embargo, lo único que le interesaba es que el taxi llevaba el rumbo correcto, así que dejó de concentrarse en el taxista y se puso a ver por la ventana.
Había muchos vehículos varados, la mayoría de ellos aún con sus ocupantes dentro, los cuales no parecían haberse dado cuenta de que no avanzaban. Multitud de peatones iban de un lado a otro sin rumbo fijo. Algunos invadían los carriles por los que avanzaban los autos y eran atropellados. Otros ofrecían mercancías a voz en grito sin que nadie los mirara siquiera.
Las aceras estaban plagadas de basura y escombros. Aquí y allá humeaban las ruinas de algún local comercial abandonado. Armando se preguntó por cuánto tiempo más podría subsistir la Capital del país antes de quedar completamente muerta. Ya la provincia había dado muestras de que las cosas no hacían más que empeorar cada día. El norte de México estaba sumido en el caos y ese caos se había extendido hasta la Capital, que arrogantemente se había creído a salvo del cáncer que había atacado a México.
Conforme aumentaba la oscuridad, las personas empezaban a formar grupos compactos, los vendedores ambulantes subían aún más el sonido de sus voces y un ambiente de tensión se hacía casi palpable.
—¡Dele más rápido, hombre! ¿No ve que llevo prisa? —le gritó Armando al taxista, que no le hizo el menor caso. Siguió conduciendo tranquilamente mientras cambiaba constantemente de estación. Armando resopló, impotente, y se arrebujó en su asiento. No le quedaba más que esperar.
El taxi continuó su camino. Algunas veces se detenía bruscamente, para luego continuar su marcha. Cuando faltaban unas diez cuadras para llegar al Palacio Nacional, el taxista dejó de cambiarle al radio del auto y cambió de carril rápidamente. Estuvo a punto de chocar con un camión, que ni siquiera reaccionó con el claxon. Bruscamente alcanzó una salida y se metió a la calle lateral de la avenida.
Armando soltó una maldición al ver que el taxista cambiaba de rumbo. Dos cuadras más Adelante de la salida, el taxi viró a la derecha y se internó en una zona residencial. Luego, con un chirrido de llantas se estacionó frente a un edificio de departamentos de cuatro pisos.
Armando tardó un momento en comprender que ahí era donde vivía la mujer que él había arrojado del taxi. Habían llegado a su destino.
¿Qué hacer? El taxista permanecía quieto, con sus dos manos en el volante. No decía palabra. Sólo esperaba. Armando supo entonces que esperaba el pago del viaje. Armando no traía dinero, así que buscó en el interior del taxi algo que pudiera utilizar para el pago. Tras buscar bajo los asientos encontró el cadáver de un ratón. Esperó que eso fuera suficiente.
Armando le entregó el ratón muerto al taxista, que lo tomó con una mano. Le echó un vistazo rápido y se lo llevó a la boca. Lo masticó unos momentos y se lo tragó.
Armando esperó durante un rato para ver si el taxi reemprendía la marcha. Nada sucedió. Quizá el taxista esperaba que le dijera a dónde quería ir, así que le dijo: —A Palacio Nacional, por favor. El taxista no se movió.
Era inútil. Armando abrió la puerta y bajó del taxi. No le gustaba para nada la idea de caminar el resto del camino, pero no le quedaba otra opción. Consultó su viejo reloj de pulsera (¡cómo extrañaba su Smartphone!) y vio que eran las 8:47 PM. Debía apresurarse.
Caminó a paso rápido por la calle vacía. Casi al llegar a la esquina escuchó unos ruidos que le pusieron los pelos de punta. Eran una especie de gruñidos mezclados con un estrépito metálico. Se paró en seco.
¿Qué debía hacer? Ya casi era la hora de la posada en Palacio Nacional. No conocía muy bien la zona donde se encontraba. Si no atravesaba la calle de donde procedían los ruidos tendría que dar un rodeo y quizá se perdiera.
Así que Armando se armó de valor y dio vuelta a la esquina. Vio a un grupo de unos veinte zombis que intentaban derribar una valla metálica tras la cual se habían refugiado un grupo de unas seis personas, de seguro huyendo de los zombis, los cuales en esos momentos utilizaban sus manos , tubos y palos contra la valla.
“¡SMES!” pensó Armando, maldiciendo su mala suerte. Este tipo de zombis eran de lo más peligroso. Les encantaban las vísceras. Y tenían un apetito insaciable. Se les llamaba “SMES” porque era lo que repetían constantemente cuando buscaban su alimento. Era como un grito de guerra que los diferenciaba de otros zombis, que gruñían o avanzaban hacia el asesinato en completo silencio.
Lo primero que pensó Armando fue en cruzar la calle sin hacer ningún ruido para no llamar su atención y luego echar a correr. Sabía que los SMES, una vez localizada su víctima, no se detenían ante nada hasta alcanzarla y comerse sus vísceras. Había escuchado aterradoras historias acerca de zombis SMES que continuaban avanzando aún y cuando se les habían cortado ambas piernas, arrastrándose con las manos.
Sin embargo, había algo que no cuadraba: si las seis personas que estaban dentro de la valla habían buscado refugio (una idea tan loca que tuvo que deberse a la desesperación) eso significaba que no eran Ciudadanos —personas en proceso de zombificación como el portero, el taxista y la pasajera, que actuaban en forma automática siguiendo rutinas establecidas y quienes no reaccionaban ante el peligro de ninguna especie— sino individuos no contaminados, como él mismo.
Armando no podía dejar que esos individuos perecieran a manos de los zombis. Lo peor de todo era que había salido completamente desarmado. ¿Qué hacer?
Armando se acordó entonces que el taxista no había arrancado su vehículo. Así que se regresó corriendo, abrió la puerta del conductor y arrojó a éste a la calle. Subió al taxi y arrancó con un chirrido de llantas.
Dio vuelta a la esquina y, afianzándose en el volante, aceleró al máximo dirigiendo el taxi hasta del grupo de zombis que gruñían ¡SME! ¡SME! ¡SME! mientras golpeaban la valla.
El impacto fue tremendo y la mayoría del grupo de zombis salió volando por los aires. Dos de ellos golpearon en el parabrisas del taxi, que se destrozó por completo.
Apenas avanzó unos treinta metros, el taxi se estrelló contra una barda al otro lado de la calle, aplastando a tres zombis. Armando a duras penas bajó del taxi. Sólo porque su ataque había sido premeditado alcanzó a superar el shock.
Los zombis SMES habían sido tomados por sorpresa y aún no alcanzaban a reaccionar. Armando corrió hacia la valla. Cojeaba de su pierna izquierda, que le dolía espantosamente. Sólo rezaba para que no se le hubiera roto.
Cuando llegó a la puerta de la valla, los refugiados se agazaparon, aterrados. “¡Maldita sea!” pensó Armando, “¿por qué no reaccionan? ¿Acaso se había equivocado y esos seis no eran individuos, sino Ciudadanos?”.
Entonces cayó en la cuenta de su error: él mismo se había disfrazado de zombi. Todo había pasado tan rápido para esos pobres infelices, que aún no comprendían que un zombi viniera a salvarlos.
—No soy un zombi —les dijo Armando, mientras utilizaba un tubo para forzar la cadena que mantenía a la valla unida. —Soy uno de ustedes, que tiene prisa, ya que estoy invitado a la posada en Palacio Nacional. Así que, ¡afuera, rápido!, que estos zombis están por reaccionar.
El alivio de los refugiados fue patente. Con sonrisas y palmadas le agradecieron a Armando su rescate. Luego se fueron corriendo lejos de ahí.
Armando los vio alejarse unos momentos y él mismo echó a correr en sentido contrario, dejando atrás a los aturdidos SMES que, fieles a su terquedad, se levantaron como pudieron y volvieron a arremeter contra la valla, que ahora estaba abierta… y vacía.
Armando corría todo lo que le permitía su pierna herida. Todavía le dolía bastante, pero al parecer no se la había roto. Conforme avanzaba, su cojera iba disminuyendo, hasta casi desaparecer por completo cuando llegó a una esquina del Zócalo.
En el trayecto Armando procuró no pensar en nada. Sólo concentró sus cinco sentidos en sobrevivir. Siluetas, sonidos y olores lo hacían avanzar más rápido, detenerse, cambiar de rumbo, agacharse, buscar la sombra.
Así que Armando se sorprendió encontrarse de pronto en el Zócalo. Consultó su reloj de pulsera y vio que había llegado cuarenta y cinco minutos tarde. Sólo esperaba que no le fueran a impedir la entrada.
Armando caminó lentamente ante las rejas de la Catedral Metropolitana, recuperando algo de sus fuerzas y preparándose mentalmente para enfrentar a los guardias del Palacio Nacional.
La seguridad era estricta, lo cual se evidenciaba porque la plancha del Zócalo se encontraba prácticamente desierta. Sólo quedaban los sempiternos campamentos de protesta y la réplica en miniatura del volcán Popocatpetl, última extravagancia del Gobierno del Distrito Federal para mantener entretenidos a sus habitantes.
Armando llegó a la entrada al Palacio Nacional. Un contingente de soldados formaba una apretada fila frente a la entrada, formando un muro.
Sin embargo, Armando se dio cuenta de que sus temores eran infundados: los soldados eran todos Ciudadanos. Armando sacó su invitación y la colocó delante de la cara de uno de los guardias. De inmediato, la fila se abrió y Armando entró tranquilamente al Palacio Nacional.


En México las tradiciones cuentan. No importa lo mucho que se haya logrado avanzar, siempre hay un vínculo muy estrecho con el pasado. Es una carga muy pesada la que arrastramos en México con la cadena de la tradición.
Y es pesada por el hecho de que mucho de ese pasado que arrastramos los mexicanos es un pasado ficticio, ilusorio: sentimos nostalgia por una edad de oro que nunca existió. Una edad de oro en la que las tribus indígenas habitaban un paraíso que no había sido hollado por invasor europeo alguno, donde todos vivían de acuerdo a la sabiduría emanada de los dioses, donde se construían templos magníficos y se elaboraban exactos calendarios; una edad de oro habitada por héroes patrios a quienes no les importaba nada más que el bien de la Nación; una edad de oro donde se realizó la revolución que habría de terminar con todas las injusticias; una edad de oro en la que todos sus pacíficos habitantes se burlaban de la muerte, eran los mejores anfitriones del mundo, poseían un ingenio sin igual y hacían los mejores festejos. En suma, una edad de oro formada de deseos no realizados.
La enorme sala donde tenía lugar la posada navideña de Palacio Nacional de 2011 había sido engalanada para la ocasión de acuerdo a esos principios tradicionales; el problema era que la decoración se había dejado en manos de Ciudadanos, que por lo visto seguían sus rutinas adquiridas antes de su contagio.
El resultado era una espantosa mezcla de estilos y motivos que poco, o nada, tenía que ver con una posada navideña: un altar de muertos coronado por una figura de Santa Claus; pinos de navidad adornados con flores de cempasúchil; guirnaldas de papel con figuras de brujas; alebrijes; piñatas con forma de tarros de cerveza, toros y gallinas.
El menú era lo que quizá hubiera sido lo mejor planeado por los Ciudadanos encargados, dado los tiempos que corrían: bufete de tacos de seso o tuétano, así como una gran variedad de huesos. Para tomar, pulque, tequila y sangría.
Armando tomó asiento en una mesa cercana al podio en el que el presidente Felipe Calderón, anfitrión de la noche, daría su discurso. Sus compañeros de mesa eran desconocidos para él, aunque en el lugar abundaban las figuras relevantes de la aristocracia mexicana.
Lo primero que se dio cuenta Armando cuando recorrió el amplio salón con su mirada era que había muchos Ciudadanos en los que el estado zombi parecía muy avanzado. No sólo sus movimientos eran torpes, sino que sus facciones se asemejaban cada vez más a una máscara llena de cicatrices, quizá causadas por ellos mismos.
Además, comían de una manera que hacía pensar en una jauría de perros salvajes (aunque algo lentos), masticando ruidosamente, esparciendo pedazos de tortilla y sesos por todos lados e incluso gruñendo cuando algún mesero se acercaba para cambiarles el plato.
¿Se estaría acelerando el estado de zombificación? ¿Pasarían aquellos Ciudadanos a convertirse en unos cuantos días en unos zombis asesinos?
Unas risas casi histéricas atrajeron la atención de Armando. A tres mesas de donde se encontraba creyó ver a la maestra Elba Esther Gordillo departiendo la velada con algunos de sus allegados, aunque no estaba seguro: después del resultado de las pasadas elecciones en el Estado de México, muchos políticos parecían haber cambiado de prioridades y no estaban presentes. Además, aún y cuando aquella fuera la maestra Gordillo era imposible establecer su estadio de zombificación. La pobre era tan fea que siempre le había parecido una zombi a Armando.
También creyó ver a algunos empresarios destacados, como Carlos Slim y Emilio Azcárraga, pero no podía estar seguro. Estaban bastante zombificados y en realidad a él no le importaba ver a ninguna figura pública. Lo que le interesaba a Armando era encontrar a Rolando Mota, quien era su contacto y la razón por la que estaba ahí esa noche.
Rolando Mota era un personaje peculiar. Operador político de infinitos recursos, su falta de ideología le había permitido trabajar con todos los partidos políticos. Era temido y respetado por todos, lo cual le había permitido llegar muy alto en el ambiente político. Por esa razón, sus servicios habían sido requeridos, en forma separada, por los tres principales partidos políticos de México, a fin de que los ayudara a preparar el escenario de las elecciones a gobernador del Estado de México en Julio 2011.
Pero algo extraño pasó. Dos meses antes de la elección, Rolando Mota presentó a sus empleadores su renuncia, de manera tan repentina que fue objeto de las más diversas especulaciones, las cuales se vieron multiplicadas por el hecho de que un buen día Rolando Mota desapareció sin dejar rastro.
Nadie había sabido nada de Rolando Mota hasta el pasado día de muertos, cuando corrió el rumor de que había regresado, esta vez no como operador político, sino como líder de una célula clandestina de la llamada “Resistencia zombi”.
Aunque el nombre de “resistencia” no tenía nada de original y se había utilizado repetidamente después de la Segunda Guerra Mundial por cualquier grupo minoritario que se opusiera a un poder autoritario —emulando con ello a la original “Resistencia” francesa ante los nazis— la “Resistencia zombi” estaba integrada por individuos no contaminados que pretendían detener la invasión zombi en México.
Armando Guerra era uno de los escasos “no contaminados”. Se había topado a la Resistencia zombi de manera accidental, cuando unos miembros del movimiento impidieron que Armando fuera devorado por un grupo de zombis.
Ahí fue cuando Armando se integró al movimiento y supo de la existencia de Rolando Mota, del cual nunca había oído nada, ya que voluntariamente se mantenía alejado de todo lo que involucrara política.
Por medio de sus nuevos compañeros, Armando se enteró que la Resistencia zombi había tenido su origen en el norte del país, en Monterrey, y de ahí se había extendido al resto de la República.
Excepto en Yucatán, Tlaxcala y en algunas poblaciones diseminadas aquí y allá por el territorio nacional, en donde la existencia de zombis era prácticamente nula, en el resto de los estados se habían formado pequeños grupos de individuos no contaminados que luchaban por restablecer el orden en un país invadido por zombis.
Tenían que actuar en forma clandestina, ya que al parecer la invasión zombi no se extendía en forma aleatoria: al parecer había un poder oculto tras la invasión.
La sospecha de que había una “mano negra” tras la invasión zombi creció a la luz de los acontecimientos de los meses recientes. Simplemente, resultaba muy extraño que en los estados donde se celebraron las elecciones intermedias el número de Ciudadanos hubiera crecido de forma exponencial, en tanto se mantenía casi sin cambios en los demás estados.
Eso hacía pensar que quien (o quienes) formaban ese ente oculto utilizaban a los Ciudadanos con el fin de alcanzar el máximo escalón de poder en la imaginería mexicana: la presidencia de la República. En otras palabras, alguien estaba creando y utilizando a los zombis para gobernar al país.
Cuando se lo comentaron a Armando, pensó que era la sospecha más ridícula que había escuchado en toda su vida. Sin embargo, eso cambió cuando se había encontrado cara a cara con Rolando Mota.
Sucedió tras la reunión que habían tenido los miembros de la resistencia zombi capitalina tres semanas antes de la posada en Palacio Nacional. Se habían reunido treinta miembros (hombres, mujeres y niños) en una biblioteca pública, ya que era uno de los lugares más seguros de la Capital. Al parecer a los zombis no les atraía la lectura.
Después de ponerse de acuerdo para establecer refugios y grupos de vigías en diversos puntos de la Capital, el grupo se deshizo y cada quién se fue por su lado.
Armando se colgó al hombro su raída mochila (formaba parte del paquete básico de supervivencia) y empuñó su machete, el cual había empezado a utilizar como arma defensiva después del ataque de zombis que sufrió y que fue frustrado por sus compañeros de la Resistencia zombi. Armando enfiló hacia la puerta pensando en si le convendría poner una nueva tranca a la puerta de su departamento.
—¿No quedaste muy convencido, verdad?— Armando se volvió hacia la voz y se encontró con un sujeto que había visto en las tres reuniones a las que había asistido, pero que nunca había abierto la boca o intentado siquiera participar.
—¿A qué te refieres? —preguntó Armando, a la defensiva. Hasta ese momento no había tenido ningún roce con ninguno de los miembros de la Resistencia zombi.
El sujeto pareció captar la reacción de inquietud de Armando y sonrió. Era un sujeto anodino, con una calva incipiente que le imprimía un aire de contador público. Usaba lentes de montura gruesa y un traje que parecía no haber conocido nunca la tintorería. Pero había algo en su persona (¿La voz? ¿La sonrisa?) que parecía desmentir su apariencia anodina, descubriendo lo que realmente era: un disfraz.
—Vamos Armando, siéntate —lo invitó el sujeto con un gesto, señalando una silla vacía frente a él. —Tenemos que hablar.
Armando se acomodó en la silla, preguntándose qué era lo que “tenían que hablar”.
—Rolando Mota —se presentó el sujeto, estrechando la mano de Armando en un firme saludo y exhibiendo aún su luminosa sonrisa. —Sé que no me has visto participar en las reuniones y que te preguntas qué es lo que tenemos que hablar, ¿no es así?
Armando no contestó, aunque ya no sentía inquietud, sino curiosidad.
—Bien, el motivo de esta breve charla —continuó Rolando, sin ofenderse por el silencio que mantenía Armando—, es para dejar claro dos cosas. Uno: yo soy el que organiza todo el movimiento de la Resistencia zombi en la Capital, y dos: existe una conspiración para llevar a los zombis a elegir un líder supremo en Julio del próximo año.
—Eso último es lo que se me hace increíble —contestó Armando, que omitió mencionar que tampoco podía creer que un tipo tan anodino como Rolando Mota fuera un líder.
—¿Por qué? —preguntó Rolando.
—Pues porque los zombis carecen de organización alguna. Sólo son muertos vivientes, a los que lo único que los mueve es un apetito insaciable por todo ser vivo.
—Pero esos son únicamente los zombis que están en su etapa final —respondió Rolando Mota— los cuales, para nuestra fortuna, aún forman una minoría. Los zombis a los que yo me estoy refiriendo son a esos que hemos llamado “ciudadanos”, o sea, aquellos que están en proceso de zombificación.
—Eso es lo que menos alcanzo a comprender —dijo Armando, alzando las manos en un gesto de impotencia. —Sabemos que están contagiados, eso es obvio, pero ¿por qué no se han convertido en zombis completos aún?
—Nadie lo sabe, Armando —respondió Rolando, levantándose de su silla. Caminó hasta uno de los estantes de la biblioteca y pareció buscar algo. Mientras lo hacía, continuó hablando: —Sin embargo, hay una posibilidad. Como lo sabes (porque ya lo hemos comentado en las reuniones) es que aquellos que logran sobrevivir al ataque de un zombi se convierten en zombis completos sólo tres días después. ¿Qué nos indica esto? Que el causante de la zombificación es un virus, pero que éste sólo actúa de forma inmediata al ser inoculado directamente al cuerpo de una persona por medio de una herida causada por el zombi, el cual viene a ser así el agente portador del virus, que tiene un período de incubación de setenta y dos horas.
—Pero eso no explica a los Ciudadanos —replicó Armando.
—A eso voy —contestó Rolando, que tomó una carpeta metálica del estante y volvió a sentarse en su silla. —Los Ciudadanos no fueron heridos por ningún zombi, lo que significa que se contagiaron con el virus por otro medio. De alguna manera, esto debilita al virus, haciendo que su período de incubación sea mucho más lento. Se ha calculado que a una persona contagiada de ésta manera le toma entre tres y seis meses alcanzar el estado zombi completo.
—¿Y es posible detener ese proceso? —preguntó Armando.
Creemos que sí —respondió Rolando al tiempo que le pasaba a Armando la carpeta metálica que había tomado del estante. Era un folleto intitulado “Síndrome atáxico neurodegenerativo de deficiencia de la saciedad” cuyo autor era Steven C. Schlozman, profesor de la Universidad de Harvard.
—Lo encontré en Internet ya hace tiempo, en 2009—explicó Rolando. La explicación resultaba superflua, ya que en México se había bloqueado el acceso a Internet en abril de 2011. Lo único que no le quedaba claro a Armando era el por qué Rolando se había interesado en zombis desde al menos el 2009. Guardó la carpeta metálica en su mochila  —Es un ensayo que habla acerca de los síntomas que presentaría un zombi —continuó Rolando—, y viene a colación porque aquí en México hay un científico que trabajaba en el mismo estudio del síndrome y creemos haberlo localizado.
Esto alegró a Armando, que le preguntó si podría ayudarlos.
—¡Por supuesto! —exclamó Rolando. —Pero antes déjame responderte a tu inquietud inicial: el por qué estamos casi seguros que existe una conspiración para utilizar a los Ciudadanos para obtener el poder. Como sabes…
En ese momento, Rolando fue interrumpido. La puerta de la biblioteca se abrió violentamente y tres de los miembros de la Resistencia zombi entraron corriendo.
—¡Rápido, huyamos! Un grupo de zombis nos pisan los talones —gritó uno de los miembros, tomando del brazo a Rolando Mota y dirigiéndose a la puerta trasera. Armando tomó su mochila y su machete mientras los otros dos miembros vigilaban la puerta. Luego todos salieron corriendo de la biblioteca.
La puerta trasera del edificio daba a un callejón. Cuando se cercioraron de que no había peligro, corrieron hacia la calle. Mientras corrían, Rolando Mota le alargó un papel a Armando y le dijo: —Toma, estás invitado a la posada navideña en Palacio Nacional. Búscame entonces y ahí seguimos con la plática y se te darán tus instrucciones.



…Y Armando seguía sin recibir sus instrucciones: Rolando no se veía por ningún lado. Además, el coro de niños contratados para cantar durante la posada estaba a punto de volverlo loco. Desde que Armando había llegado a la posada (con cuarenta y cinco minutos de atraso) el coro de niños no había cantado otra cosa que el villancico “Los peces en el río”, una y otra vez. Y lo peor de todo es que no la cantaban, más bien la gritaban.
Armando se tapó los oídos con las manos y cerró los ojos. Total, nadie parecía interesarse por su presencia ahí. Se sentía inquieto. Quizás debía haberse disfrazado como un Ciudadano y no como un zombi casi completo. La pierna volvía a dolerle y eso acentuaría su condición de zombi. ¿Y si Rolando Mota no lo había localizado precisamente por no reconocerlo? Armando pensó que quizá había cometido un grave error.
Un movimiento de sillas a sus lados le obligó a abrir los ojos. Sus compañeros de mesa se habían levantado y miraban hacia el fondo del salón. Armando se levantó a su vez y miró también. Casi pega un grito de espanto al ver a acercarse al podio al presidente Felipe Calderón acompañado de su familia.
El presidente y su familia parecían estar muy cerca del estado zombi completo. Su avance era torpe y los rostros de todos se veían marcados con las heridas que acompañaban la última etapa de zombificación. Al ir avanzando, miraban a la concurrencia con esa especie de mirada sicópata de los zombis.
Tardaron un buen rato en llegar hasta el podio. Margarita Zavala, la primera dama, tuvo que ser alzada hasta la tarima, ya que fuertes cadenas sujetaban sus miembros. Quizás el Estado Mayor presidencial lo había considerado conveniente, ya fuera para evitar que se dañara a ella misma o dañara a otros. Sin embargo, era la visión de los hijos del presidente lo que más impacto causaba.
Armando se sorprendió cuando el presidente Calderón inició su discurso. Esperaba oír la serie de gruñidos propios de un zombi y en su lugar se escuchó de manera bastante clara el consabido “Mexicanos y mexicanas; sean ustedes bienvenidos a esa posada navideña en donde…”
Alguien agarró el brazo izquierdo de Armando, que se volvió bruscamente. Se encontró con el rostro repulsivo de un zombi. Su primer impulso fue golpear a su atacante, pero una inconcebible sonrisa en el rostro del monstruo lo dejó paralizado.
El zombi lo atrajo hacia sí y le susurró: “Ven conmigo”, para acto seguido llevarlo hasta una mesa apartada. Armando se dejó llevar para no atraer la atención, aunque esto hubiera sido superfluo, ya que la atención de todos estaba centrada en el discurso del presidente. Ni siquiera se habían vuelto a sentar.
Armando y el zombi llegaron hasta una mesa vacía al fondo del salón y se sentaron.
—Buen disfraz —comentó el zombi.
La voz de Rolando Mota le confirmó a Armando su sospecha inicial: los zombis no sonreían ni susurraban. Sin embargo, todo había sido tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar.
—Lo mismo digo —respondió Armando. —¿Pero, por qué te disfrazaste de zombi?
—Esa pregunta me corresponde más a mí que a ti —dijo Rolando Mota. —Yo me disfracé de zombi por una cuestión estratégica que sólo yo y unas pocas personas más conocemos. Lo impresionante es que tú, que no conoces nada acerca de esa estrategia, hayas decidido pasar por zombi. Así que te pregunto, Armando, ¿Por qué te disfrazaste de zombi?
—No lo sé —respondió Armando, con sinceridad. —De alguna manera, sentí que estaría más protegido si en mi camino hacia aquí la gente pensaba que yo era un zombi y no un simple Ciudadano.
—¿Y funcionó?
—Más o menos —respondió Armando, con una sonrisa y le contó a Rolando Mota su encuentro con los zombis SMES.
—¿Estás seguro que eran SMES? —le peguntó Rolando, visiblemente preocupado.
—Eran SMES. Ya sabes: ¡SME! ¡SME! ¡SME!... ¿Por qué, es importante?
—Mucho —respondió Rolando Mota y se quedó muy serio.
Armando dejó un momento de ver a Rolando Mota y dirigió su atención hacia el podio. El presidente Calderón había terminado su discurso y permanecía muy serio, con su familia a su lado.
—Nunca me imaginé que vería al presidente de México en ese estado —comentó Armando. —Quiero decir, en los noticieros y en los periódicos se le ve con otro semblante, más sano.
—Ten en cuenta de que ha tenido un sexenio muy duro —dijo Rolando. —Por otra parte, el que aparezca en los medios con ese semblante más sano es propaganda. Pretende gobernar el infierno como si fuera el paraíso.
 A continuación, alguien del equipo presidencial anunció que daría inicio el acto de pedir posada.
Hubo un confuso movimiento mientras un grupo de Ciudadanos se abandonaba sus lugares y ocupaban su lugar frente a la puerta del salón, la cual se cerró. Acto seguido, los del grupo encendieron unas pequeñas velas y miraron hacia la puerta cerrada.
De repente, tras la puerta cerrada se oyó un estridente canto: “¡E-e-en-el nombre del cie-e-e-lo, o-o-os pido posa-a-a-da…!”, mientras todos en el salón guardaban silencio.
Cuando les llegó el turno de cantar a los del salón, el canto se elevó a niveles de ruido. El intercambio de cantos entre los de la posada y los peregrinos pareció calentar el ambiente, ya que los asistentes se removieron inquietos en sus asientos, como indecisos entre quedarse sentados o pararse y unirse al grupo de los cantores.
La apoteosis llegó cuando llegada la estrofa de: ”¡Entren santos pee-regrinos…!” la puerta del salón saltó por los aires y un grupo de zombis entró en el salón y empezó a devorar a los asistentes.
Como la gran mayoría de éstos eran Ciudadanos, los zombis se dieron un festín. Armando quedó horrorizado al ver cómo un zombi atrapaba a un anciano y le arrancaba un brazo, mientras otro abría el vientre de una mujer joven y le devoraba las entrañas.
—Vámonos de aquí —le dijo Rolando Mota a Armando y se dirigieron hacia la puerta. Como los dos parecían zombis, nadie reparó en su huída.
El Palacio Nacional era un caos. Gritos, gruñidos, zombis, objetos que volaban, gente corriendo por todos lados, sin rumbo. Enormes llamas brotaron de las ventanas del ala izquierda del edificio cuando Armando y Rolando salieron a la plancha del zócalo, que ya no estaba vacía, sino que contenía a una multitud de zombis.
—¿Qué hacemos? —preguntó Armando, que calculaba en mil el número de zombis.
—Tenemos que ir a reunirnos con el profesor Chilinsky —le informó Rolando Mota mientras lo guiaba por una calle secundaria. —Está en una casa de seguridad.
—¿Y quién es el profesor Chilinsky? —quiso saber Armando.
—Es nuestra última esperanza —contestó Rolando Mota y echó a correr, seguido por Armando.





El origen






En una noche sin luna de abril 2011, un convoy de seis camionetas blindadas atraviesa un camino rural en la zona conocida como Los Altos de Jalisco.
En México, al igual que en otras zonas del mundo donde el estado de derecho brilla por su ausencia, un convoy de vehículos blindados es el mejor camuflaje posible, ya que, como el nuevo traje del emperador del cuento, sólo los tontos lo ven.
Nada detuvo o retrasó el convoy de las camionetas hasta que se detuvieron delante de una enorme hacienda llamada El mojón. El edificio principal estaba rodeado por un muro de cuatro metros de altura y cincuenta centímetros de espesor.
Al igual que el convoy de camionetas, El mojón era ignorado por todos los lugareños, que ni siquiera volvían la vista cuando atravesaban el camino de acceso, el cual era custodiado por cinco sujetos fuertemente armados.
Las puertas de las camionetas se abrieron y ocho hombres descendieron de ellas. Entraron a la hacienda sin ser molestados por los guardias o siquiera intercambiar un saludo o algún gesto con ellos. Era la cuarta reunión en tres años a la que asistían y ya no era necesario confirmar identidades.
Sin embargo, en esta ocasión no dejaba de sentirse un ambiente cargado de tensión que no se había presentado antes. La causa principal era que la presente reunión había sido convocada con carácter de urgente. Algo muy grave debía de haber pasado.
Las reuniones en El mojón se habían iniciado tres años atrás, en 2008, antes de que empezara realmente la escalada de violencia relacionada con el narcotráfico. A ellas asistían representantes de los tres poderes que se habían adueñado del país: político, mediático y narco.
El propósito de las reuniones era el de establecer límites de acción al crimen organizado. De esta manera, se mantenía al  país en tensión —a fin de obtener concesiones para implementar ciertas acciones que favorecían los intereses particulares de cada bando— sin caer en el caos.
Por supuesto, no todos los políticos, comunicadores y narcos mexicanos estaban representados en El mojón. Muchos de los integrantes de esos tres poderes incluso ignoraban su existencia. Esto había ocasionado desequilibrios importantes en diversos momentos (como el incendio de la guardería ABC en Hermosillo o el reclutamiento de sicarios sin preparación, que habían derivado en la muerte innecesaria de civiles inocentes). Estos hechos causaron un profundo enojo y repudio de la sociedad mexicana, pero siempre se había logrado el siniestro propósito de las reuniones en El mojón: mantener la tensión necesaria en el país para impulsar agendas particulares.
Los ocho hombres recién llegados pertenecían al mismo número de cárteles de la droga. Habían mantenido un breve contacto al reunirse esa mañana en la ciudad de Guadalajara para organizar el convoy y creyeron saber el motivo de la reunión de emergencia. Así que llegaron preparados.
Sabiendo perfectamente a dónde se dirigían, atravesaron salas, pasillos y escaleras y penetraron en un gran salón, el cual contenía una enorme mesa de madera de encino rodeada por quince sillas de altos respaldos, siete de las cuales estaban ocupadas.
Una vez que intercambiaron saludos y todos estuvieron sentados, alguien cerró la puerta por fuera y la reunión empezó.
—Antes de cualquier otra cosa, quiero agradecerle a todos los recién llegados su asistencia a esta reunión —exclamó ceremoniosamente un sujeto sentado en la cabecera de la mesa al fondo del salón. Vestía el uniforme de comandante de la Agencia Federal de Investigaciones y fumaba tranquilamente un puro. —Ahora bien, dicho esto, ¡¿alguien me puede explicar qué chingados está pasando en Michoacán?!
El grito de furia del comandante desató una tormenta de voces. Todos los de la mesa se pusieron a hablar al unísono. Los gritos, maldiciones, regaños y acusaciones mutuas los mantuvieron ocupados cerca de tres minutos, hasta que el comandante reclamó silencio.
—No perdamos el tiempo en idioteces, señores —exclamó, utilizando un tono de voz conciliador. —Lo único que interesa saber es quién está violando la tregua que teníamos acordada. Se acercan las elecciones y a nadie nos conviene que las cosas se calienten.
—Ninguno de los nuestros ha roto el pacto —dijo el representante del cártel de Juárez, un tipo con pinta de ganadero. —Y, por lo que sé, ninguno de los otros cárteles tampoco. Hasta ahorita, las cosas funcionan bien para todos. Así, ¿por qué habríamos de romper la tregua?
—¿Entonces, cómo es que se encontraron once cadáveres destripados en una plaza pública en Oaxaca? —preguntó un sujeto al que todos conocían como “el míster” y que representaba los intereses de la empresa Televisa.
—También algún grupo de sicarios atacó un poblado en la sierra de Guerrero y mató a cerca de veinte personas —añadió el representante del gobernador de ese estado.
—Ese tipo de acciones… —empezó a decir otro de los presentes cuando su teléfono celular sonó. Los demás lo voltearon a ver, molestos, ya que por un acuerdo tácito no se hacían o recibían llamadas durante las reuniones. —¿Bueno?.. ¡Ya te he dicho que no me…! ¿Qué? ¿Aquí?... ¡Que pasen, hombre! —se volvió hacia los presentes y dijo: —Creo que ahora vamos a saber qué está pasando.
En ese momento, la puerta del salón se abrió y entraron tres hombres. Uno de ellos se adentró al salón, en tanto los otros dos, que tenían toda la facha de campesinos, se quedaron a unos pasos del umbral de la puerta.
—Caballeros —anunció el que había contestado el teléfono—, les presento a Esteban Rico, quien es mi operador financiero. Trae noticias muy importantes.
Esteban Rico se aclaró la garganta y dijo, con el tono de quien está acostumbrado a hablar en público: —Hace dos semanas se perdió un cargamento de metanfetaminas que había sido interceptado por los Zetas y que después el ejército se los requisó a éstos en Nuevo Laredo. La droga fue llevada a la Ciudad de México para servir como prueba y luego ser destruida y también se llevaron detenidos a seis integrantes de los Zetas. Pero el helicóptero donde se llevaba la droga y a los detenidos sufrió una falla mecánica y se estrelló en la sierra.
—Eso ya todos lo sabemos —interrumpió el representante de los Zetas. —El cargamento era de ese loco del 19. Mis muchachos fueron los que interceptaron el cargamento y los pinches militares se los agandallaron. ¿En dónde está lo importante, pues?
—Lo importante está en el hecho de que el cargamento de metanfetaminas al parecer estaba contaminado —respondió Esteban Rico.
—¿Contaminado? —preguntó el comandante de la AFI, que nunca había oído nada parecido.
—En vista de lo que pasó, eso creo —respondió Esteban Rico. —No es necesario explicarles a ustedes quién es el 19. Sin embargo, para que se entienda lo que está pasando, necesito hablarles acerca de éste. ¿Están de acuerdo?
Todos estuvieron de acuerdo, por lo cual Esteban Rico continuó: —El cártel del 19 nació apenas el año pasado. Su líder es un loco que antes trabajaba como investigador en la industria farmacéutica. Nadie sabe qué pasó, pero lo despidieron de su trabajo en 2009 y quedó muy afectado. Tenía muchas deudas y su esposa estaba muy enferma. Total, el tipo enloqueció o algo por el estilo. Se le hizo fácil entrar al negocio de la droga, ya que tenía los conocimientos y todo eso. Estaba loco, pero no era idiota. Sabía que no podría competir con los cárteles, así que decidió crear una nueva droga. Estuvo preguntando aquí y allá hasta que encontró alguien dispuesto a facilitarle dinero y materia prima. Era un conocido suyo que trabajó en la Secretaría de Salud de Guadalajara hasta que también lo corrieron, ya que lo acusaron de haberse robado unas muestras de la cepa de la influenza porcina, la famosa AH1N1. Así que trabajaron juntos en un laboratorio en la casa del amigo y lograron producir treinta kilos de una clase nueva de metanfetaminas. Pero hubo un accidente y el laboratorio explotó. Afortunadamente para los dos socios, lograron recuperar diez de los treinta kilos de droga. Los hicieron pastillas y las mandaron a la frontera, con el resultado que ya conocemos.
—¿Y cuándo se contaminó el cargamento? —preguntó el comandante.
—Lo más seguro es que en el incendio.
—¡No entiendo! —exclamó “el mister”— ¿Qué tiene que ver todo eso con lo que estamos tratando aquí en la reunión? ¿Qué tiene que ver con los cuerpos destripados de la plaza en Oaxaca? ¿Qué si la droga estaba contaminada?
—Que a los cadáveres no les sacaron las tripas. Sus tripas fueron devoradas.
Todos se voltearon hacia el que había hablado. Era uno de los dos hombres con aspecto de campesino que habían permanecido cerca de la puerta, aparentemente abrumados por el lujo de la hacienda y por el aspecto de los concurrentes a la reunión.
—Cuénteles a todos lo que vio, Fulgencio —le dijo Esteban Rico—, para que comprendan lo que les quiero decir.
Fulgencio se armó de valor e inició su narración.
—Vivo en un poblado de la sierra llamado La Ascensión. Somos ciento cincuenta personas y nos dedicamos a la elaboración de barro cocido. Somos pobres, pero ahí la llevamos. Hace como cinco días, un helipótero del ejército se cayó, en un lugar llamado La barranca, que está como a tres horas de La Ascensión. Yo y mi compadre Matías aquí presente decidimos ir a ver qué había pasado. No sabíamos si se había estrellado un avión o un helipótero, ya que en el radio sólo dijeron que una nave del ejército había caído por el rumbo de La barranca. Total que nos fuimos y nos encontramos con otros compañeros y llegamos al lugar del accidente. El helipótero había explotado y había muchos restos de metal por todos lados, así como partes de cuerpos y muchos muertos. Contamos siete militares y cinco hombres completos. Muertos. Encontramos también muchas armas y nos las llevamos para venderlas después. Tuvimos problemas con unos que viven en La Chona que también es una comunidad de la zona y estuvimos a punto de pelearnos. Pero ellos nos dejaron las armas y se llevaron unos paquetes cafeses que tenían pastillas rojas y azules con forma de estrellas. Después nos regresamos a La Ascensión. Hace dos días mi compadre Matías y yo llevamos las armas al mercado para venderlas a alguien y al pasar por la plaza oímos muchos gritos y disparos y vimos a mucha gente que corría. Tiramos las armas y nos subimos al quiosco de la plaza y vimos que unos demonios mataban a la gente y les abrían la panza y se comían las tripas. Nos dio mucho miedo. Pero lo que nos dio más miedo era que los demonios eran dos militares y cuatro de los hombres del helipótero que se había caído. Entonces…
—¡Momento, momento! —Interrumpió a Fulgencio el representante de los Zetas—, ¿no dijiste que cuando fueron a ver lo del helicóptero caído todos estaban muertos?
—Sí, todos muertos. Los que estaban muertos, pero completos, con sus piernas y brazos y cabeza y manos, eran siete militares y cinco hombres. Así los contamos.
—¿Entonces por qué dices que esos muertos eran los que estaban matando gente y comiéndose sus tripas en la plaza?
—Porque eran los mismos —dijo el compadre Matías, que hasta ahora no había hecho otra cosa que darle vueltas a su sombrero entre las manos mientras asentía a todo lo que contaba Fulgencio. —Yo hago figuras de barro y soy muy bueno para las caras. Sé reconocer las caras de todos aunque estén manchadas o llenas de cicatrices como las de los demonios de la plaza.
—Además, traían puesta las mismas ropas que vestían en el accidente —dijo Fulgencio. —De los seis, dos estaban vestidos de uniforme militar y los otros como buchos. Así les dicen a los señores narcos, ¿no?
En ese momento todos se pusieron a hablar al mismo tiempo. Nadie entendía qué estaba pasando ni por qué esos dos campesinos hablaban de muertos que mataban a otros. Esteban Rico les pedía calma a todos los presentes, pero nadie le hacía caso. No fue sino hasta que el comandante de la AFI sacó su arma y cortó cartucho, que todos guardaron silencio.
—No entiendo nada de lo que cuentan éstos dos, Esteban. Así que más vale que nos lo expliques —dijo el comandante, volviendo a guardar su arma.
—Yo tampoco lo entiendo, comandante —respondió Esteban —, pero tenemos sospechas de que algo tiene que ver con la droga que estaba en el helicóptero.
Esteban Rico se acercó a un mueble que servía de bar y se sirvió una copa de tequila, la cual se tomó de un trago. Luego, acercó una silla a la mesa y se sentó.
—Si hace rato mencioné lo de la droga contaminada fue porque han sucedido otras cosas que apuntan en ese sentido y que pueden explicar qué está pasando —dijo Esteban, sin dirigirse a nadie en particular. —Ya Fulgencio y Matías nos contaron cómo fueron al lugar del accidente y lo que vieron. No sé ustedes, pero yo les creo. Y les creo por la sencilla razón de que ésta historia tiene cola.
—¿A qué se refiere con eso? —preguntó un representante perredista, que hasta entonces había estado callado.
—A lo que pasó después con la droga que algunos se llevaron del lugar del accidente —respondió Esteban Rico y continuó—: Esa droga fue vendida al cártel del Golfo, el cual la repartió en varios lotes pequeños y la mandó para el norte del país. Esa droga nunca llegó a pasar  la frontera. La causa fue que de alguna manera la droga al parecer era realmente maravillosa. Tenía el efecto de euforia que la cocaína más pura, pero sin sus efectos secundarios. Aquellos que la probaban inmediatamente quedaban enganchados a la droga. Así que se vendió al menudeo antes de llegar a la frontera. Sin embargo, a los pocos días algo empezó a cambiar. Se empezaron a obtener reportes en varios estados del país, no sólo en el norte, acerca de personas que caían enfermas con síntomas de influenza, lo que obligó a las autoridades a levantar una alerta sanitaria.
—¿Y eso qué tiene que ver con éste asunto? —preguntó “El míster”.
—A eso voy —respondió Esteban—, la mayoría de esas personas infectadas por la influenza habían sido consumidores de la droga robada en el lugar del accidente. Esto lo supimos por un médico de la Secretaría de Salud que nos ha prestado algunos servicios anteriormente. Como sea, los que sufrían de éste brote particular de influenza no evolucionaban de la misma manera que los infectados por esa enfermedad, sino que entraban a un estado que el médico de que les hablo calificó como “hipnótico”. Por otro lado, también se habló de unos ataques horribles que ocurrieron en la sierra de Guerrero, aquél en donde murieron veinte personas. Pues bien, lo que no se dijo de ese ataque es que a esas personas las mataron y también les comieron sus vísceras y a algunos sus cerebros. Y tampoco que once personas que fueron heridas en los ataques se convirtieron en zombis a los tres días.
—¿Zombis?
—Así es, zombis.
Todos se quedaron callados ante la revelación. De alguna manera, un asunto que pudo ser solventado fácilmente (identificar al culpable de haber roto la tregua) se había convertido de pronto en un problema insoluble.
—Pero si los zombis no existen —comentó el comandante de la AFI —, son como los vampiros, o como el chupacabras. A menos de que se trate de los zombis del vudú. ¿Cómo es que explica eso, eh?
—Mire comandante —replicó Esteban Rico con brusquedad —, yo no sé cómo explicarlo ni si los zombis pueden existir o no. Yo sólo soy un operador financiero que trabajo para uno de los aquí presentes y creo que ya he hecho mucho de mi parte investigando este asunto y trayendo a éstos dos señores ante ustedes para que contaran lo que habían visto.
—Esteban tiene razón, caballeros —exclamó su jefe. —Les propongo que levantemos la reunión y nos mantengamos en contacto. Este asunto de los zombis parece complicado. Así que les recomiendo que todos utilicemos nuestros contactos y veamos qué se puede hacer o si hay alguna manera de sacar provecho de la situación. Si nadie tiene algo que decir, entonces levantamos la sesión y nos vamos.
Por supuesto, nadie dijo esta boca es mía. Todos estaban muy confundidos y no sabían si lo que acababan de escuchar era una broma de mal gusto, un problema real o una fuente potencial de ganancias.
Después de todo, los representantes de los cárteles en la reunión pensaron en que si era cierto lo que habían escuchado, el tipo aquél que había inventado esa nueva droga todavía estaba vivo en Guadalajara y podían tratar de reclutarlo…
Los representantes de los medios vieron en la historia una verdadera mina de oro, ya que a la violencia del asunto se le agregaba un ingrediente de misterio con eso de los zombis…
En cuanto a los representantes de las principales fuerzas políticas, sólo había una palabra que los había hecho poner atención: hipnotizados. Si la gente no moría después de contraer el virus y quedaba en un estado de elevada sugestión…
Todos abandonaron El mojón prometiéndose mantener en contacto y esperando secretamente ser los primeros en aprovecharse de la supuesta aparición de los zombis.