lunes

Tenebra






El inspector Estrada salió de la sala de juntas con Tomás Carrington, dejando solos a Gloria y a Armando, que de seguro se pondrían a discutir. El inspector tenía la certeza de que Gloria terminaría por convencer a Armando de aceptar su descabellado plan, de la misma forma en que los había convencido a Tomás y a él. Eran tiempos difíciles, que requerían mentes difíciles, como la de Gloria.
Armando estaba sentado muy quieto, con los antebrazos apoyados sobre la mesa y la mirada al frente. Se sentía ofendido y pensaba que no sería él el que realizaría el primer movimiento. No esta vez. Ya estaba cansado de que Gloria lo manipulara. ¿Quién se creía ella que era?
—¿Por qué me tratas así? —le dijo Armando a Gloria, sin poder contenerse a pesar de su resolución. —Hemos estado juntos en esto por muy pocos días, pero estos pocos días han sido muy intensos. Apenas nos conocemos, cierto, pero tú me gustas y creo que yo a ti también. ¿Crees que no me he portado a tu altura o que yo no soy capaz de establecer conexiones y de hacer planes como tú?
Gloria se le quedó viendo a Armando con una mirada que podía significar muchas cosas, pero en la que destacaba la tristeza. ¿Por qué eran así los hombres?, pensó. Mientras ellos se sentían protectores se comportaban en forma valerosa y audaz, maquinaban planes al vuelo, establecían directrices, superaban obstáculos difíciles… Pero apenas aparecía una mujer que no se limitara a querer ser defendida, sino que buscara también participar en el ataque, y los hombres se replegaban en sí mismos y rechazaban toda ayuda posible.
Gloria se levantó de su asiento y se acercó a Armando. Se sentó a su lado y le puso con delicadeza una mano sobre las de él, que las tenía entrelazadas. Luego, con un tono de voz suave, le dijo:
—Armando, no eres más que un cerdo machista.
Las palabras de Gloria tuvieron en Armando el efecto de una bofetada. Él había esperado, después de ver la ternura con que lo miró y la forma tan cariñosa con la que había tomado sus manos, que Gloria le dijera otra cosa, quizá una disculpa por su comportamiento hacia él. Pero no, le dijo él era un cerdo machista.
—Desde ayer lo había notado —continuó Gloria, que apenas podía contener la risa al ver la cara de Armando —, pero te había dado el beneficio de la duda. Sin embargo, hoy lo confirmé: no eres más que un cerdo machista que no puede concebir que una mujer piense y pueda elaborar algún plan medianamente aceptable.
—Yo nunca dije eso, Gloria —se defendió Armando.
—No lo dijiste, pero lo pensaste —la voz de Gloria se endureció. —Tu actitud es la de un niño a quien una niña le ha ganado a las vencidas. Simplemente no puede aceptar que una niña más débil que él lo derrote. Sin embargo, las vencidas no son sólo cuestión de fuerza. También hay algunos trucos que se pueden utilizar para ganar. Si quieres te lo demuestro —. Gloria soltó a Armando y puso su codo sobre la mesa en posición de jugar vencidas, como retándolo.
Armando se le quedó viendo, divertido. No estaba dispuesto a enfrentarse a Gloria en un duelo de vencidas, porque no estaba seguro en un cien por ciento de ganarlo.
Gloria vio el cambio en Armando y supo que había hecho bien en enfrentarlo. Necesitaba su energía. Necesitaba su cooperación. Lo necesitaba.
—¿Cuál fue esa magnífica idea que te llevó a pensar un plan capaz de convencer a un inspector de policía y a un director de Interpol de que podía funcionar? —le preguntó Armando a Gloria, aceptando que nunca podría con ella.
—En realidad yo sólo desarrollé el plan —dijo Gloria, sentándose derecha. —Pero la idea original fue tuya. Al parecer los cerdos machistas también pueden pensar.
—¿A qué te refieres? —preguntó Armando, intrigado.
—Estuviste magnífico cuando te enfrentaste al cerdo comandante —dijo Gloria, evocadora. —Creo que ese fue el momento que me enamoré de ti. No sólo te atreviste a llamar imbécil a un cerdo que te tenía a su merced, sino que le demostraste que era un imbécil. Fuiste muy valiente.
—No entiendo —dijo Armando, que se sintió raro al oír hablar a Gloria de él de esa manera.
—Le demostraste al cerdo comandante que tú no eras Rolando Mota cuando le mencionaste lo del trasmisor que traías en tu mochila, ¿recuerdas? Tu argumento fue el siguiente: Si él (el cerdo comandante) había utilizado un trasmisor para seguirle el rastro a Rolando Mota, ¿cómo habría podido secuestrar éste al profesor Chilinsky sin que él se enterara? ¿Acaso no sabrían ya, gracias al trasmisor, dónde estaba secuestrado el profesor Chilinsky? Y la puntilla: Si tú eras Rolando Mota, como él decía, ¿qué sentido tendría que regresaras al lugar del secuestro?
—Y lo llamé imbécil —dijo Armando, que se estremeció al recordar el momento.
—No, se lo demostraste —dijo Gloria, que volvió a tomar  las manos a Armando.
—¿Y cómo fue que desarrollaste un plan a partir de eso? —preguntó Armando, confortado por el gesto de Gloria.
—Ayer que me dejaste no podía dormir… —dijo Gloria.
—¡Juventud, divino tesoro! —exclamó Armando. Todavía se acordaba de cómo él se había dormido de inmediato nada más puso la cabeza en el catre.
—¡No te hagas el viejo, no te queda! —lo regañó Gloria y continuó —: No podía dormir y me puse a pensar en todo lo que había pasado el día de ayer. Entonces caí en cuenta de que el cerdo comandante había muerto convencido de que tú eras Rolando Mota, y que no tuvo tiempo de avisar a sus superiores que te había localizado, ni que el profesor Chilinsky había sido secuestrado. Después me puse a pensar que te habría matado sólo porque le llamaste imbécil y lo sacaste de sus casillas, pero que esas no eran sus órdenes.
—¿Qué quieres decir?
—Las órdenes que había recibido el cerdo comandante —continuó Gloria —eran las de localizar, no eliminar, a Rolando Mota, ya que éste los llevaría a encontrar al profesor Chilinsky.
—¿Y…?
—¿No entiendes? Si al cerdo comandante se le ordenó localizar a Rolando Mota fue para que los guiara al escondite del profesor Chilinsky. Y eso significa que querían al profesor Chilinsky y no a Rolando Mota.
—¿Y para qué querrían ellos al profesor Chilinsky? —preguntó Armando.
—Para que les diera la cura del virus zombi —respondió Gloria.
—¡A ver, a ver…! —dijo Armando, levantándose de la silla. —Si no estoy equivocado, los jefes del comandante son los políticos de los que me habló Rolando Mota. Y esos políticos, según me explicó, lo que buscan es obtener la presidencia de la República dentro de unos meses, aprovechándose de los infectados zombificados y de los zombis. Si esto es así, ¿por qué habrían de querer la cura? ¿Qué sentido tendría utilizar a los zombis para después curarlos?
Armando se volvió a sentar, sintiendo que le había mostrado a Gloria de que él también podía razonar como ella.
—¿A ti te gustaría ser presidente de zombis? A mí no —dijo Gloria, sepultando con ello las esperanzas de Armando de tener su misma capacidad de raciocinio.
Gloria tenía razón. No era posible gobernar un país de zombis. Una cosa era utilizarlos para llegar al poder y otra muy distinta el de intentar gobernarlos.
—Así que tu plan es hacernos pasar por Rolando Mota e Isabela y llegar así a donde están los conspiradores —comentó Armando, cambiando de tema. —Ellos no saben que el profesor Chilinsky y su hija han sido secuestrados, quizá por la CIA, y nosotros pensamos aprovechar dicha ignorancia. Pero, ¿cómo? ¿Qué les podemos ofrecer?
—No les podemos ofrecer nada —dijo Gloria.
—¿Nada? —se asombró Armando. —¿Y entonces a qué vamos?
—Sólo vamos a negociar.
—¿Negociar? ¿Qué vamos a negociar?
—Nada.
—¡Nada! ¿Entonces?
—Armando, recuerda una cosa: esos canallas son políticos. Y los políticos siempre negocian. ¿Y qué negocian? Nada. Ahí está su fortaleza y su mayor debilidad. Nosotros vamos a aprovecharnos de eso.
Armando no entendió nada y se cubrió las manos con la cara. No podía hacer nada más que confiar en Gloria. Confiar en ella y rezarle a su Matka Boska.


Se dice que el poder corrompe. Y también se dice que el poder absoluto corrompe absolutamente.
Existen dos maneras de alcanzar el poder: por medio de la fuerza y por medio de la persuasión. Ambos son efectivos. Sin embargo, la segunda de estas maneras ha demostrado ser la más efectiva. Porque cuando se obtiene el poder por medio de la fuerza se arriesga a perderlo todo en manos de los oprimidos. La opresión crea vengadores. En cambio, al obtener el poder por medio de la persuasión no se arriesga nada. La persuasión crea cómplices.
Desde hace más de ochenta años, en México se ha obtenido el poder por medio de la persuasión y del engaño. Primero se le convence al pueblo que el poderoso va a resolverle todos sus problemas y después se le engaña, haciéndole creer que dichos problemas no pueden ser resueltos a menos de que el poderoso conserve el poder.
La persuasión crea cómplices. Y los cómplices ven cómo se las gasta el poderoso sin hacer nada por impedirlo. Ven ese círculo de poder que se agranda hasta el infinito sin saber que es un círculo, que el poderoso es el mismo, que es una enorme serpiente que se muerde la cola. Por eso cambian los colores y cambian los partidos y todo sigue igual.
El político profesional, aquél aborto del Siglo Veinte, encontró en México su paraíso terrenal. Porque no hay otro lugar en el mundo en donde sea posible  ejercer el poder político con tanta impunidad. Ni en Afganistán, Zaire o Burkina Faso es tan patente la complicidad del pueblo para mantener a los poderosos en su ciclo interminable de poder.
Y de eso están conscientes aquellos que están reunidos en una mansión de la colonia del Valle, intercambiando impresiones. Están inquietos porque las cosas no han venido desarrollándose de la manera en que habían previsto.
¿Quiénes son aquellos poderosos reunidos? ¿Cuáles son sus nombres?
¿Acaso importa? Baste con saberse que todos ellos forman parte de la piel la serpiente. De esa enorme serpiente que se muerde la cola.
Ahí, en esa elegante mansión de la colonia del Valle están reunidos ex presidentes, ex gobernadores, ex regentes, ex candidatos y un grupo de cómplices que buscan ser candidatos, regentes, gobernadores, presidentes… la serpiente mudando de piel.
Mudando de piel, sí, pero sin cambiar su naturaleza.
¿De qué hablan?  ¿Qué los inquieta?
Hablan del feo cariz que están tomando las cosas. De rumores de ataques de zombis que atacan en grupo de manera coordinada. De amenazas ya no tan veladas de cerrar la frontera por parte de los Estados Unidos. De filtraciones que amenazan con descubrirlos. De amistades y traiciones. De pactos y acuerdos. De la falta de resultados en la búsqueda del profesor Chilinsky. De reparto de escaños. De negocios turbios ya cerrados. Del destino de la Primera Dama. De sobornos. De extorsiones. De lo buena que está la cena esa noche. De su futuro. De su pasado. De la manera de seguir distrayendo a la opinión pública, la poca que queda.
A punto de terminar la reunión, los nervios en tensión y las promesas en el aire de mantener el contacto, se recibe la noticia esperada: Rolando Mota ha sido localizado. Lo mantiene preso la policía y piensa entregárselos. Pero Rolando Mota se ha rebelado de nuevo: si quieren al profesor Chilinsky, tienen que pagar. ¿Cuánto? Mucho. ¿Y cómo sabemos que no nos engaña de nuevo y que tiene a Chilinsky? Tiene a su hija. ¿Cuánto? No sabemos. ¿Qué quiere de nosotros? Negociar.
Al escuchar la palabra mágica, la serpiente se relajó. Siguió mordiéndose la cola, pero ahora estaba tranquila: si algo sabía hacer, era negociar. Así que la reunión se extendió y la serpiente se puso a esperar.


El inspector Estrada se paseaba de un lado al otro de su despacho, incapaz de serenarse ni estarse quieto. No recordaba algún otro día de su vida (y eso que tenía 58 años) en que hubiera estado tan nervioso. En un principio, el plan de Gloria le había parecido descabellado, pero factible. Sin embargo, a medida que pensaba más en éste, menos posibilidades le veía.
Con respecto a Anastasia Silovenka estaba más tranquilo. Su amigo Tomás era un profesional de Interpol y sabría arreglárselas. Pero, ¿Gloria? Gloria era una chica muy inteligente, pero no era una profesional. Según recordaba de su plática de esa mañana, Gloria estaba estudiando el último semestre de su maestría en psicología.
¡Una psicóloga! ¿Cómo podía confiar tanto en una psicóloga que estaba por terminar su especialización? Y también estaba Armando, un hombre joven un tanto impulsivo y quién se dedicaba a vender material eléctrico. ¡Un vendedor!
¿Y en esos dos estaba el futuro del país? ¿Juntos iban a poder derrotar definitivamente a los hombres más poderosos de México?  ¡Eso no era posible! Era una locura, una verdadera locura…
—Si sigue paseando de esa manera me va a marear, inspector —le dijo Gloria en tono de broma, intentando calmarlo. Estaba sentada en el sillón del despacho de inspector Estrada, preparando su mochila.
—¿Cómo puedes estar tan calmada, Gloria? —le preguntó el inspector.
—Estoy tan nerviosa como usted, inspector —dijo Gloria —. Sin embargo, ¿por qué exagerar el asunto? Vamos con esos políticos intrigantes, nos enteramos de sus verdaderas intenciones, les decimos que le paren a su carro y los amenazamos: de no hacerlo, no les entregamos al profesor Chilinsky.
—¡Pero si no sabemos ni siquiera dónde está el profesor! —exclamó el inspector, levantando las manos en un gesto de desesperación.
—Pero su amigo Tomás lo va a encontrar, ¿no es así? —dijo Gloria. La ironía se asomaba en sus palabras. —Él es todo un profesional, claro, mientras que Armando y yo sólo somos un par de atolondrados que no sabemos a qué nos enfrentamos.
El inspector Estrada se detuvo de golpe.
—Soy psicóloga, inspector, no adivina —dijo Gloria, que sonrió al ver el rostro asombrado del inspector, que la miraba. —¿Cree que no me di cuenta de cómo trataba a Tomás Carrington y el tono que se daba usted al hablar de sus éxitos en Interpol? Por el contrario, cada vez que habla con Armando o conmigo (pero sobre todo con Armando) emplea un tono que deja ver que nos considera un par de desadaptados. No confía en nosotros.
El inspector Estrada fue hasta su escritorio y se sentó. Pareció buscar las palabras adecuadas antes de hablar.
—Discúlpame Gloria, pero eso no es del todo verdad —le dijo. —Es posible que lo referente a Armando sí sea como dices. Lo considero un buen hombre, pero es muy impulsivo. Pero en lo que respecta a ti, te considero fuera de serie.
—¡Vaya, gracias!... Pero no me tiene confianza, ¿verdad?
—No es eso, Gloria, es sólo que…
—Mire, inspector —dijo Gloria, levantándose del sillón y sentándose en una silla frente al escritorio del inspector. —Lo que pasa es que usted no ha podido dejar de pensar como mexicano. ¿A qué me refiero con esto? En este país, la clase política se ha forjado un prestigio inexistente. Escudados por su fuero, los políticos se pasean por la hacienda como si les perteneciera y en realidad ni a peones llegan. Más de la mitad de los políticos estudió la carrera de Derecho, a lo Juárez, ya que dicha profesión se presta muy bien a sus propósitos. Pero muchos otros estudiaron Ciencias Políticas, que vaya usted a saber qué les enseñarán (porque la política no tiene nada de científica) o simplemente estudiaron cualquier cosa. ¿Y cuál es el resultado? Ninguno. Los escaños los obtienen no por sus logros académicos o ciudadanos, sino simplemente por sus amistades o relaciones.
—El año pasado —continuó Gloria, abriendo un lata de Pepsi —, ya no recuerdo qué periódico hizo una prueba de lectura subrepticia en el congreso. Uno de los ponentes, sindicalista él, tenía una velocidad de lectura de 103 palabras por minuto, el equivalente a un tercero de primaria. ¡Y si viera cómo actúan todos frente a él, el líder! Debe de dejar de pensar en los políticos como seres superiores y omnipotentes, inspector. Créame, sólo son unos don nadie.
—Pero no me puedes negar que pueden ser peligrosos —dijo el inspector, confortado de alguna manera por las palabras de Gloria.
—¡Claro que son peligrosos, mire como tienen al país!
—No me refiero a eso, Gloria —dijo el inspector, sonriendo. —Luis Spota, el escritor, se refería a eso como la Tenebra: la política que llega al asesinato.
—¡Uy, qué miedo! —exclamó Gloria, burlona.
—No bromeo, Gloria. Los políticos, cuando se ven amenazados, pueden recurrir a ese tipo de medidas extremas.
—Inspector, no soy una niña —dijo Gloria, seria. —Sé perfectamente a lo que se refiere y sé también que los políticos pueden llegar a esos extremos. Sin embargo, aún cuando lleguen al asesinato, lo hacen por medio de terceras personas. Sicarios. Y entre más prescindibles sean los sicarios, mejor. La cueva de los ladrones a las que estamos citados para esta noche estará llena de políticos, no de sicarios. A éstos quizás nos los encontremos después de haber salido de la cueva, no antes, ni dentro de ella.
El inspector Estrada suspiró. Sólo esperaba que Gloria tuviera razón. Si no, todos ellos iban derecho a enfrentarse a la Tenebra.


El resto de la tarde lo pasaron en los preparativos.
Ya el inspector Estrada había establecido el contacto, haciéndose pasar como un amigo del comandante Ireneo Villa (de cuya muerte nadie fuera de la comisaría estaba enterado) al que supuestamente el comandante le había encargado entregar a Rolando Mota y a la hija del profesor Chilinsky a sus superiores. (Todos confiaban en que esos “superiores” del comandante no sospecharan de nada, conociendo lo corrupto que era el comandante).
Aparentemente los superiores del comandante no sospecharon nada, así que la cita se fijó para las ocho de la noche en una mansión en la colonia del Valle.
Según el plan, saldrían en dos autos patrulla, uno de los cuales llevaría a cuatro policías de la absoluta confianza del inspector Estrada y en el otro irían éste y Rolando Mota e Isabela (habían quedado que a partir de la implementación del plan así debían de llamarse mutuamente, para evitar deslices que les pudieran costar caro más tarde).
Al llegar a la mansión, los cuatro policías se quedarían afuera como vigilantes y el inspector llevaría a Rolando Mota y a Isabela al interior. De acuerdo a cómo se desarrollaran las cosas dentro, dependía la salida de la mansión: tenían tres planes diferentes, ya fuera para salir, huir o pedir refuerzos.
El primer desacuerdo surgió al momento de definir las armas.
—Ustedes dos no pueden ir armados —les dijo el inspector Estrada a Gloria y a Armando mientras estos revisaban sus mochilas.
—¡Qué! ¿Por qué?—saltó Gloria.
—Se supone que ustedes dos son mis prisioneros, Gloria —dijo el inspector.
—Isabela —dijo Gloria.
—¿Qué?
—Soy Isabela, no Gloria.
—¡Ah, sí!, perdón, Isabela… Ustedes son mis prisioneros, Isabela, y por lo tanto no pueden ir armados. Sospecharían.
—¡Pues por mí que sospechen, inspector! —dijo Gloria. —No sólo nos podemos enfrentar con su temida Tenebra, sino que también están los zombis.
—Isabela tiene razón, inspector —intervino Armando —. No podemos ir desarmados. Los peligros son muchos.
—Pero llevamos protección, Rolando —dijo el inspector, a quién se le hacía más fácil la sustitución de nombres con Armando. —Cuatro de mis hombres nos acompañarán y ellos tienen la capacitación y el armamento necesario para protegernos de cualquier cosa.
—De cualquier cosa no, inspector —dijo Gloria. —Es posible que algo salga mal y cuatro policías, por más entrenados que estén, no sirven. Así que exijo llevar armas para protegerme. Además, esta mañana hice una llamada al refugio para que nos mandaran ayuda extra.
—¡Qué! —exclamó el inspector. —¿Qué tipo de ayuda?
—Refuerzos —dijo Gloria. —No estoy dispuesta a enfrentar vaya usted a saber qué cosa sólo con cuatro policías que me protejan. Papá y sus hombres vendrán a protegernos. Son unos veinte hombres y vendrán en sus vehículos. No serán visibles. Estarán vigilando por los alrededores, atentos a cualquier cosa.
Armando vio cómo el inspector se debatía en contestarle a Gloria, que no sólo se le enfrentaba, sino que tomaba sus propias decisiones. Por otro lado, le agradó que Gloria no le hubiera mentido a él y realmente hubiera hecho la llamada que le dijo.
—Isabela —le dijo a Gloria el inspector con tono seco —, no estoy dispuesto a arriesgar a más personas en la operación, como a tu padre…
—¿El profesor Chilinsky? —lo interrumpió Gloria.
—¡No hagas bromas! —estalló el inspector. —No estoy dispuesto a arriesgar la integridad de tu padre y de sus amigos.
—Ellos arriesgan su integridad diariamente, inspector —dijo Gloria, aumentando el volumen de su voz conforme hablaba —, lo hacen por sus familias y por desconocidos. Lo hacen por su país. Lo que nos estamos jugando en este momento no son sólo nuestras vidas, sino el futuro de nuestra nación. Si usted no está dispuesto a arriesgar tanto su vida como la de otros para salvar a México, entonces déjenos a nosotros hacer el trabajo y váyase a su casa a quejarse de la inseguridad, del desempleo, de la violencia y de la economía y dele a esos políticos ese voto que desean para seguir matando a México.
Gloria se levantó y abandonó el despacho, dejando al inspector Estrada anonadado y profundamente avergonzado. Armando también estaba impactado, pero no al grado del inspector. Ya no creía posible sorprenderse por algo que hiciera Gloria.
Armando fingió no ver la expresión acongojada del inspector y tomó su mochila y la de Gloria para colocarlas sobre el escritorio. Le llamó la atención que la mochila de Gloria pesara tanto, pero no fue capaz de abrirla para revisar su contenido. No sin permiso de ella.
El inspector Estrada pareció volver en sí y acercándose al interfono dijo: —Lupita, dígale a Román que me suban las espadas samurái que tenemos resguardadas. Todas ellas, incluso la que se encontró en el auto del comandante Villa.
—Ésa era mi espada —comentó Armando.
En ese momento volvió Gloria. Buscó con la vista su mochila y la localizó sobre el escritorio.
—Yo moví tu mochila —le dijo Armando, adelantándosele, ya que había visto la sombra que cruzó el rostro de Gloria al no ver su mochila en donde la había dejado.
—Gracias —dijo Gloria. Pareció querer agregar algo, pero no. Fue hasta el escritorio y tomó su mochila, la cual se colocó en la espalda.
—Ya pedí las espadas samurái, para que las lleven —le dijo a Gloria el inspector.
—Gracias —volvió a decir Gloria.
—Veo que llevas un nuevo atuendo —le comentó el inspector a Gloria, cambiando de tema. Se sentía aliviado porque Gloria no continuara molesta. —¿Dónde lo conseguiste? Pareces una de esas caricaturas japonesas de Anime.
Gloria estaba vestida totalmente de negro. Llevaba un pantalón ajustado que contaba con múltiples bolsillos, una camiseta negra ajustada y tenis negros. Su mochila también era negra. Su pelo negro azabache le caía recto, cubriéndole parte de la cara y realzando la palidez de su rostro.
—Es de mi época dark —dijo Gloria. —Lo pedí ésta mañana al refugio.
—Estás preciosa —le dijo Armando, que se sentía ridículo por la manera en que él vestía, ya que estaba disfrazado de pies a cabeza.
Armando Guerra y Rolando Mota sólo se asemejaban en el nombre. Así que uno de los primeros problemas que se les había presentado durante la planeación, fue el de cómo debía presentarse Armando a la cita de esa noche.
Porque ellos habían conocido a Rolando Mota muy recientemente, vivo o muerto, pero todos los políticos lo conocían. Así que se decidieron por presentar a un Rolando Mota herido: dirían que fue víctima de un atraco, tan comunes en estos tiempos, sobre todo en la Capital.
Armando lucía un vendaje en la cabeza que le cubría buena parte de su frente. También calzaba lentes de montura gruesa como los de Rolando Mota, aunque los cristales no estaban graduados. Por último, vestía un traje similar a los que usaba Rolando Mota, de buena calidad pero que no parecían haber conocido nunca la tintorería.
El resultado final no era perfecto, pero todos esperaban que los políticos estuvieran tan atentos en Isabela que no notaran el disfraz.
—Sus espadas, inspector —dijo Román desde la puerta. Entró rápidamente con las espadas samurái cargadas en sus brazos y las dejó sobre el escritorio, con un suspiro de alivio. Las espadas juntas eran muy pesadas.
—Muchas gracias, Román —le dijo el inspector, viendo cómo éste se retiraba. Luego se volvió hacia Gloria y Armando y les dijo: —Aquí están sus espadas.
Gloria y Armando se abalanzaron al escritorio para tomar sus espadas, pero el inspector Estrada los detuvo con un gesto. —Yo llevaré sus espadas. Recuerden que van a ir en la patrulla conmigo. Llegando se las daré —. El inspector pareció dudar un momento, pero después añadió: —Ya llevo mi arma de fuego, pero esta espada samurái está muy bien como complemento. También voy a usar una de éstas.
El inspector abrió un cajón y sacó dos pares de esposas. Al ver la cara de sorpresa de Gloria y Armando, añadió: —No se preocupen, yo llevo la llave en mi bolsillo. Además, los esposaré con las manos al frente y no las dejaré muy ajustadas. Sólo lo suficiente para que surta efecto el engaño.
Gloria iba a protestar pero se lo pensó mejor y no dijo nada. Ya había reconvenido al inspector. Así que estiró los brazos y dejó que el inspector la esposara a ella y a Armando. Una vez hecho esto, el inspector Estrada consideró que ya estaban listos y todos abandonaron el despacho.
En el sótano los esperaban las dos patrullas. A Gloria y Armando los subieron en la parte posterior de una patrulla como si se tratara de detenidos reales. Estaban en una representación y todos eran actores. Con esto querían precaverse de posibles espías infiltrados en la corporación.
Salieron las dos patrullas del edificio con las sirenas encendidas. Al frente iba la patrulla con los cuatro policías encargados de cuidarlos y atrás la patrulla con el inspector, Gloria y Armando.
Avanzaban rápidamente gracias a las precauciones tomadas por el inspector Estrada, quién pidió el apoyo de otras comisarías para despejar el camino. Aún así, se tuvieron que detener en tres ocasiones, dos por accidentes de tránsito ocasionados por Ciudadanos y un ataque de zombis a un autobús urbano.
Armando veía pasar la ciudad a través del vidrio verdeazulado de la patrulla. Observaba con aprensión las escenas de caos y deterioro que había ocasionado el arribo de los zombis a la Capital.
 Comparados con criaturas fantásticas como los vampiros o los hombres-lobo, los zombis eran una verdadera nulidad. Mientras los vampiros podían volar, ser rapidísimos e invulnerables a casi todo y los hombres-lobo adquirían los atributos de los lobos mediante una metamorfosis, los zombis eran unos monstruos torpes, lentos, estúpidos.
Sin embargo, ni todos los vampiros y hombres-lobo juntos podrían llegar a crear el caos que propiciaban los zombis. Un mundo habitado por vampiros y hombres-lobos sería un mundo que viviría en continuo terror; un mundo habitado por zombis significaba un mundo que se muere.
Gloria también mantenía su vista en su ventana, pero ella no era consciente de la ciudad sumida en el caos que pasaba frente a ella. Gloria pensaba en los posibles escollos que podrían enfrentar. Creía haber tomado todas las precauciones posibles, pero aún así repasaba en su mente todas las partes del plan, intentando encontrar algo que hubiera pasado por alto.
—Cuando te diga que te agaches, hazlo de inmediato, sin pensarlo —le dijo Gloria a Armando de improviso, volteándolo a ver.
—¿Qué dices? —preguntó Armando, saliendo de su ensoñación.
—Que cuando te diga ¡abajo!, te agachas, sin pensarlo.
—¿Por qué? —preguntó Armando, perplejo.
—No sé —dijo Gloria, muy seria. —Tú sólo hazlo.
Gloria se volteó de nuevo hacia su ventana y se quedó así, en silencio. Armando no dijo nada. Estaba aprendiendo a seguir las órdenes de Gloria, sin cuestionarlas. Hasta ahora su intuición había sido asombrosa. Quizá eso era algo que compartían todas las mujeres, en mayor o menor grado.
Durante un par de kilómetros Armando estuvo repitiendo para sí: si oigo ¡abajo!, me agacho; si oigo ¡abajo!, me agacho… Sabía que era un tanto infantil, pero quería hacerlo así para poder actuar de manera inconsciente cuando se lo pidiera Gloria.
Los últimos veinte minutos de camino transcurrieron sin incidentes.
Por fin llegaron hasta la mansión. Los autos patrulla apagaron sus sirenas y atravesaron un enorme portón. En el interior, un enorme estacionamiento estaba lleno de autos de lujo y camionetas. Estacionaron ambas patrullas de manera que sus frentes dieran al portón abierto.
El inspector Estrada bajó del auto patrulla cargando las espadas samuráis y abrió la puerta. Gloria y Armando descendieron. El inspector Estrada les ayudó a ceñirse las espadas y él mismo se ciñó una.
Mientras lo hacía, Gloria levantó la cabeza y oteó el aire.
—Aquí hay zombis —dijo, verificando que su espada pudiera sacarse fácilmente. Claro, sin las manos esposadas.
—¿Qué quieres decir? —le peguntó el inspector, alarmado.
—Que por aquí rondan los zombis —dijo Gloria, muy seria. —En estos tiempos en que he sido exploradora he aprendido a captar ciertos signos que indican la presencia de zombis. Pueden reírse de eso, pero es posible llegar a captar su olor. Y aquí huele a zombi.
—Pues este sitio está bastante despejado —comentó Armando —, así que deben ser muchos, para que puedas captar su olor.
—Razón de más para que nos apresuremos entonces —dijo el inspector. —Si hay zombis en los alrededores esperemos que el padre de Gloria y sus amigos los encuentren. ¡Vamos, entremos a la mansión!
 Se encaminaron a la entrada de la mansión, Gloria y Armando caminando delante del inspector.
La fachada de la mansión era enorme, ya que el edificio contaba sólo con una planta. Grandes ventanales se alineaban en ambos extremos de la entrada, donde había una enorme puerta de roble labrado. El inspector Estrada pulsó el timbre. Transcurrió cerca de un minuto para que abrieran.
Un mayordomo les deseó las buenas noches y les preguntó sus nombres. No pareció sorprendido al ver a dos de los visitantes esposados.
—Soy el inspector Palomino Estrada —se presentó el inspector y le enseñó su placa al mayordomo. —Traigo a los detenidos: Rolando Mota e Isabela.
El mayordomo, que había permanecido sin expresión alguna mientras el inspector hablaba, pareció turbarse al escuchar el nombre de Isabela.
—Perdón, ¿quién dijo que era la señorita? —le preguntó al inspector.
—Isabela, la hija del profesor Chilinsky —respondió el inspector secamente.
—Discúlpeme un momento —dijo el mayordomo y cerró la puerta.
El inspector, Gloria y Armando se voltearon a ver, como si cada uno buscara explicación a la reacción del mayordomo en el otro.
—Esto no me está gustando nada —dijo Armando en voz baja.
Antes de que alguien pudiera añadir algo, la puerta se abrió. Esta vez no era el mayordomo, sino un hombre trajeado, que les dijo con un tono seco, al tiempo que los invitaba a pasar con un gesto de su mano libre:
—Perdonen al mayordomo, pero es que sufrió una pequeña confusión. Como hace apenas quince minutos llegó a la mansión Isabela, la hija del profesor Chilinsky, y ahora se presenta de nuevo…
El inspector, Gloria y Armando entraron en la mansión. Su primera reacción fue echarse a correr, pero eso es imposible cuando alguien te está apuntando con una pistola Luger.






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