lunes

La traición






La puerta del auto gris se abrió y dos bultos cayeron a la orilla de la calle, quedando tendidos sobre el arroyo. El auto arrancó y se alejó, sin prisas.
Armando contó hasta treinta y se levantó, sintiendo un fuerte dolor en su hombro derecho, ya que había dado un buen golpe en la banqueta. Luego se quitó la venda negra que le cubría los ojos. Anastasia y los suyos le habían quitado las esposas.
Se apresuró a ir junto a Isabela, que permanecía tirada boca abajo en la calle, sin moverse. Armando temía que ella hubiera sufrido un golpe como el suyo, pero en la cabeza.
Armando volteó con cuidado a Isabela. Le levantó la cabeza apoyándosela sobre el antebrazo y con la otra mano le desanudó la venda. Isabela tenía los ojos cerrados, pero con fuerza, lo que indicaba que era consciente de lo que hacía.
—Isabela —le dijo Armando, en voz baja. —Puedes abrir los ojos, ya se fueron. ¿Estás bien?
Armando sintió que el cuerpo de Isabela se relajaba. Luego, Isabela abrió los ojos, parpadeó varias veces y le sonrió. Armando nunca había visto una sonrisa como aquella. Era la sonrisa que le otorga la damisela en peligro al caballero de blanca armadura que ha venido a rescatarla.
—Estoy bien, gracias —le dijo.
Hasta ese momento, Armando no se había fijado realmente en Isabela. Lo que vio fue el rostro más hermoso del mundo, o por lo menos eso le pareció a él.
Isabela no era bella. No tenía la belleza natural de Gloria ni la belleza sofisticada de Anastasia. Era bella en el sentido que Armando daba al concepto. En otras palabras, era el tipo de belleza que él siempre había buscado.
Armando se levantó y ayudó a Isabela a ponerse de pie. Ésta soltó un pequeño grito y le dijo: —Creo que me he falseado el tobillo.
—Apóyate en mí —le dijo Armando.
Isabela se apoyó en el hombro izquierdo de Armando y éste le pasó el brazo derecho por la cintura. Empezaron a caminar. Parecían una pareja de novios dando un paseo.
Sin embargo, el lugar en donde estaban no tenía nada de romántico. Era una zona industrial, con decenas de talleres y bodegas alineadas a lo largo de la calle.
Armando no tenía idea de dónde se encontraban. Cuando los habían subido vendados al auto, Armando se dio a la tarea de tratar  visualizar en su mente el camino por donde los llevaban. Sin embargo, Anastasia Silovenka y su grupo conocían su oficio. El auto dio tantas vueltas, que Armando pronto se sintió completamente perdido. No sabía si se habían alejado mucho de la bodega o estaban cerca de ésta.
Mientras caminaba lentamente con Isabela por aquel desierto urbano, Armando se preguntaba qué podrían hacer. El amanecer ya no estaba muy lejano y la oscuridad diluida pesaba sobre sus pensamientos, que no llegaban a tomar forma.
No habían avanzado ni doscientos metros, cuando la calle se iluminó con destellos intermitentes de luces azules y rojas. Un auto patrulla acababa de doblar la esquina y se dirigió directo hacia ellos.
El auto patrulla se detuvo a su lado y la ventanilla del conductor se bajó.
—¿Qué están haciendo paseando por aquí a estas horas? —les preguntó un policía.
—No estamos paseando, oficial —le respondió Armando, sorprendido por el cambio que veía últimamente en la policía.
—¿Entonces? —preguntó el policía.
Armando tuvo una súbita iluminación y le dijo al policía: —Oficial, ¿conoce usted al inspector Palomino Estrada?
—Por supuesto que lo conozco —respondió el policía, intrigado. —¿Por qué lo pregunta?
—Porque hace unas horas yo lo acompañaba en una misión especial. Me llamo Armando Guerra y es urgente que me ponga en contacto con él.
El policía arqueó las cejas, sorprendido, y pareció dudar de las palabras de Armando, que no se veía en buen estado. Estaba sucio y presentaba varias marcas de golpes en la cara. Además, traía una espada colgada al cinto.
—Voy a verificarlo —dijo el policía, quien volvió a subir la ventanilla del auto patrulla y tomó el micrófono de su radio.
Armando e Isabela permanecieron de pie junto al auto patrulla mientras el policía verificaba lo que le había dicho Armando. Al poco tiempo, volvió a bajar la ventanilla y les dijo:
—Suban. Los llevaré con el inspector Estrada.
Armando se puso feliz al oír aquello, ya que significaba que el inspector había sobrevivido al ataque de la mansión. Así que ayudó a Isabela a subir al auto patrulla, que partió de inmediato hacia la comisaría.
Durante el trayecto, Armando e Isabela permanecieron callados, sumidos en sus pensamientos. Ninguno de los dos notó que mantuvieron las manos entrelazadas.
Llegaron a la comisaría que ya conocía Armando, que agradeció al policía su gesto para con ellos. Después subió con Isabela hasta el despacho 404. En vista del tobillo falseado de Isabela, se arriesgaron y tomaron el elevador.
Cuando llegaron al recibidor del despacho de inspector Estrada, Armando se sorprendió de ver ahí a Lupita, la secretaria del inspector, sentada en su escritorio con rostro de sueño. Lupita los vio llegar y gritó:
—Inspector, ya están aquí.
A los pocos segundos, el inspector Estrada salió de su despacho. En su cabeza tenía un enorme vendaje, pero la sonrisa en su boca señalaba que su herida no era grave. Sin embargo, su sonrisa desapareció en el momento en que vio a Armando e Isabela.
—Inspector, ¿qué pasa? —le preguntó Armando, alarmado al ver el súbito cambio en su expresión.
—¡Oh, nada, Armando! —exclamó el inspector de manera nada convincente. —Es que me sorprendí al verlos. Me avisaron que habían encontrado a un tal Armando Guerra que decía conocerme y que lo acompañaba una mujer joven. Creí que era Gloria.
¡Gloria! Armando no había pensado en Gloria desde que oyó que Anastasia subió al auto y salieron de la bodega. En ese momento él le había preguntado a Anastasia que dónde estaba Gloria y ésta le respondió que eso a él no le importaba.
Armando decidió entonces visualizar en su mente el camino que seguían para poder volver más tarde en busca de Gloria, pero luego la había sacado de su mente y su atención se había concentrado en ayudar a Isabela, que era muy vulnerable, al contrario de Gloria, que le había demostrado repetidamente que se podía cuidar sola.
—Esta es Isabela, la hija del profesor Chilinsky —dijo Armando. —De Gloria no sabemos qué pasó con ella. Anastasia Silovenka la retuvo y…
—¡Anastasia Silovenka! —exclamó el inspector. —¿Encontraron a esa mujer? ¿La siguieron?... ¡Pero pasen, pasen a mi despacho, que tenemos mucho de qué hablar!
Isabela y Armando entraron al despacho del inspector, que mandó pedir café y un paramédico, para que revisara el tobillo de Isabela.
Entonces Armando se soltó contándole al inspector todo lo que les había pasado a él y a Gloria después de que se armara el caos en la sala de la mansión.
Armando le contó todo: de cómo él lo sacó arrastrando fuera de la sala y lo curó; su encuentro con los zombis en el pasillo de la mansión, en el cual mató a uno tirándole una estatua en la cabeza; la persecución de Anastasia; la pelea en la bodega; el encuentro de Isabela; la negociación con ésta.
—… Entonces no nos quedó más opción que entregarles el escapulario con la memoria USB, inspector —decía Armando. —¡Gloria se los dio! Yo estaba pensando en alguna otra opción que nos permitiera llevarnos a Isabela, pero Gloria se adelantó y…
—Lo del escapulario no tiene importancia —le interrumpió el inspector, haciendo un gesto vago con la mano. —Lo que quiero saber es qué…
—¡Cómo que no tiene importancia el escapulario, inspector! —dijo Armando. —La fórmula de la cura está en la memoria de…
—La fórmula de la cura que tiene en su poder Anastasia está alterada —explicó el inspector, molesto. Había notado que el relato de Armando estaba sesgado: él se ponía como protagonista principal y dejaba a Gloria de lado, como si ésta no hubiera intervenido en la aventura. Armando hablaba como si quisiera impresionar a Isabela.
—¿La memoria alterada? —se asombró Armando. —¿Qué quiere decir?
—Fue idea de Gloria —dijo el inspector, con énfasis. —El día de ayer por la mañana hicimos una copia de seguridad y alteramos la fórmula grabada en la memoria USB. De ésta manera, si la fórmula caía en las manos equivocadas y ese alguien tuviera los conocimientos necesarios y la examinara, no se daría cuenta al primer vistazo que era una fórmula inútil.
Armando se quedó mudo.
—Lo que quiero saber es qué pasó con tu padre, Isabela —el inspector dirigió su atención a la hija del profesor Chilinsky. —¿Por qué no los liberaron a ti y a él juntos?
—Porque mi padre es un zombi —respondió Isabela, empezando a llorar.
—¡Cómo! —el inspector se espantó.
Entonces Isabela le contó al inspector, entre sollozos, cómo habían sido secuestrados, la suplantación de Anastasia y el acto insensato que realizó su padre al inocularse voluntariamente con el virus.
Al inspector Estrada le impresionó la entereza de Isabela y admiró la valentía del profesor Chilinsky. Pero su preocupación por Gloria aumentó al máximo.
—¿Y qué pasó con Gloria? —preguntó el inspector, levantándose del escritorio y empezando a caminar por el despacho. —¿Dónde está? ¿Para qué quiso Anastasia retenerla?
—No lo sabemos, inspector —respondió Armando. —Todo sucedió tan rápido que…
—¡Tenemos que localizar a Gloria de inmediato! —exclamó el inspector, acercándose al escritorio y golpeando su superficie con la palma de la mano abierta.
—¡Pero no sabemos dónde está! —dijo Armando. —Nos sacaron de la bodega con los ojos vendados y dieron tantas vueltas con el auto que es imposible saber dónde está esa bodega.
—¡Sí, sí, eso ya lo sé! —exclamó el inspector, molesto. —Pero eso fue cuando los sacaron a ustedes dos de ahí. Pero cuando tú y Gloria llegaron a la bodega…
—¡La camioneta! —dijo Armando, que al ver la mirada interrogativa del inspector explicó—: Antes de localizar la bodega perdimos al auto gris y Gloria volcó. Después le prendimos fuego a la camioneta para llamar la atención y seguimos hasta la bodega a tres tipos del equipo de Anastasia que fueron a ver el accidente. La bodega está a siete cuadras en línea recta desde el lugar del accidente.
El inspector Estrada tomó el teléfono.
—Rodrigo —dijo—, investígame de inmediato algún reporte de una camioneta accidentada que se incendió. Quiero saber exactamente el lugar en que se encuentra.
El inspector Estrada se volvió a sentar en su escritorio y se quedó en silencio. Ya estaba harto de la nula cooperación de Armando, que en ese momento se dedicaba a consolar a Isabela, que seguía sollozando suavemente.
El teléfono sobre el escritorio sonó y el inspector lo tomó de inmediato. Escuchó lo que le decían al tiempo en que tomaba apuntes en una libreta.
—Bien… ya tengo la dirección. Gracias —y colgó.
Luego se dirigió hacia la puerta y le dijo a Lupita:
—Ahí le encargo a Isabela. Me voy a llevar a Armando y a mi grupo en una misión de rescate. Comuníquese de inmediato con Taboada. Dígale que ya estoy bajando.


Dentro del cuarto, en completa oscuridad, Gloria lloraba. Sus dientes castañeaban debido al frío. Aquél debía ser un cuarto de refrigeración.
Gloria se sentía tan cansada, tan herida, tan golpeada, que difícilmente podía realizar algún movimiento, por leve que fuera.
Sin embargo, sabía que debía sacar fuerzas de flaqueza y recobrar el ánimo. Estaba encerrada en un sitio desconocido y no venía al caso esperar que alguien la encontrara.
Así que, enjugándose las lágrimas y sorbiendo los mocos, empezó por hacerse un reconocimiento. Estaba sentada en el suelo, con las piernas flexionadas y la espalda apoyada en la pared opuesta a la trampilla, donde ya no se oía movimiento.
Gloria prendió su encendedor después de cinco intentos (el gas debía estarse agotando) y lo sostuvo en alto, apoyando el codo en la rodilla. Su pie descalzo parecía haber dejado de sangrar por causa del frío, pero era indispensable desinfectar la herida. Además, lo sentía entumecido.
Gloria apagó el encendedor y con sus manos temblorosas buscó en los bolsillos del pantalón. En uno de ellos palpó un pequeño paquete de plástico suave. Volvió a prender el encendedor al tercer intento y vio, a la luz de una minúscula llama, que se trataba de un sobre con toallitas húmedas antisépticas.
Abrió el paquete con la ayuda de sus dientes y se aplicó una de las toallitas en el talón de su pie izquierdo. El dolor y el ardor fueron inmediatos, pero reprimió el grito para no llamar la atención de su vecino zombi. Las lágrimas brotaron silenciosas y se escurrieron heladas por sus mejillas.
Gloria aplicó dos toallitas más a la herida y luego tomó otra. Con la mano izquierda se levantó el pelo de su frente y con la derecha aplicó la toallita a la herida. Esta vez el dolor fue menos intenso, aunque también le ardió como el fuego.
Terminado con eso se quitó la camiseta y poniéndola a lo largo aplicó sus dientes a la tela y la rompió por la parte de abajo. Temblaba incontroladamente a causa del frío. Conservó la parte rota de la camiseta en su regazo y se volvió a vestir. La camiseta rota le alcanzaba a cubrir hasta un poco más debajo de los senos, dejando su vientre al descubierto, completamente expuesto al frío.
Gloria rompió de nuevo el pedazo de camiseta e hizo dos tiras, las cuales utilizó como vendas en su pié izquierdo y su frente. Terminado con eso se sintió exhausta, pero más tranquila al respecto de contraer alguna infección.
Necesitaba pensar qué hacer a continuación, pero sentía que su mente divagaba por causa del frío. Ahí adentro debía de estar a -10° C cuando menos.
Sin saber el por qué, Gloria pensó en el chasco que se llevaría Anastasia cuando sus jefes le dijeran que la fórmula de la cura del virus zombi no servía. ¿Qué haría Anastasia? ¿Le echaría la culpa a ella y buscaría venganza? ¿Diría que el profesor Chilinsky era un fraude?
Luego pensó en Armando. ¿Qué estaría haciendo en estos momentos? ¿La estaría buscando? Armando se había portado muy torpe en general, pero Gloria estaba segura de que él haría todo lo que estuviera a su alcance para encontrarla.
Gloria se dio una fuerte cachetada en la mejilla para obligarse a reaccionar y dejar de pensar en cosas ajenas a su situación actual. Estaba encerrada en un lugar desconocido y con un zombi de vecino de cuarto.
Así sentada probó apoyar su pie herido. Le dolía cada vez que hacía presión contra el suelo helado, pero podía apoyarlo. Quizá tuviera que cojear un poco, pero pensó que podría caminar.
Gloria intentó prender su encendedor para inspeccionar el lugar en que estaba, pero el gas se había agotado finalmente. A la luz de la chispa de la piedra del encendedor sólo alcanzaba a ver fragmentos del piso.
Gloria sintió pánico. La oscuridad era total y el silencio y el frío absolutos. El profesor zombi había dejado de moverse y ella había perdido la orientación. ¿Hacia dónde estaba la puerta? ¿A su derecha, a su izquierda?
Los dientes de Gloria castañeaban. Debía moverse, ¡ya!, e investigar aquel cuarto vacío y helado. Debía de hallar la puerta.
Gloria se levantó, empujando su espalda contra la pared. Decidió empezar a su derecha. Así que avanzó despacio, sintiendo una cuchillada de dolor cada vez que apoyaba su pie herido en el piso.
Con los dedos entumecidos accionaba la rueda del encendedor, que sólo le daba destellos demasiado breves para permitirle observar más allá del fragmento de pared a su lado.
Gloria perdió la noción del tiempo, así que no supo cuándo llegó hasta la esquina del cuarto. Pero, ¿qué esquina? ¿La esquina de la pared que tenía la puerta o la que estaba frente a ésta?
Gloria tiró el encendedor vacío y decidió seguir el contorno del cuarto por medio del tacto. Así que puso los dedos de su mano derecha sobre la helada pared y empezó a avanzar.
Gloria avanzaba despacio, sintiendo cómo las yemas de sus dedos le ardían al contacto. Ya no aguantaba aquel frío, que le entumecía el cuerpo y el pensamiento. Llegó a la esquina opuesta de esa pared sin encontrar la puerta. Así que Gloria pensó que la puerta debía de estar en la pared opuesta a ella si colocaba su espalda contra la pared.
Pero Gloria no se decidía si avanzar en la oscuridad frente a ella: Podía desviarse y acabar dando una vuelta de 180°.
Por otro lado, si seguía avanzando pegada a la pared, podría llegar accidentalmente hasta la trampilla y ser atrapada por el profesor zombi. Ya no se le oía moverse, pero Gloria no podía apostar a que el brazo de éste no seguía ahí, esperándola.
Gloria decidió desandar el camino. Así que se dio la vuelta, puso su mano izquierda sobre la pared y empezó a andar. Una vez más llegó hasta la esquina. Siguió.
Gloria avanzaba en la fría oscuridad, cojeando, temblando, sintiendo cómo sus fuerzas le abandonaban. Pero no se podía rendir. Debía escapar de esa tumba helada.
Otra esquina. El corazón de Gloria se aceleró. En aquella pared debía de estar la puerta. Avanzó.
Las yemas de sus dedos pasaron sobre una ranura vertical. Gloria colocó ambas manos sobre la pared y avanzó despacio, intentando sentir el cambio de superficie con las yemas de sus dedos casi insensibles.
Por fin sus manos toparon con el picaporte de la puerta.
La sensación de triunfo que la embargó fue casi instantáneamente opacada por el pánico: Gloria recordó que esa debía de ser la puerta que ella y Armando habían intentado abrir cuando subieron al segundo nivel de la bodega. ¡Y esa puerta estaba cerrada!
Gloria bajó la palanca del picaporte esperando oír un click que el indicaría que esa sería su tumba, así que dio un respingo de sorpresa al ver que el picaporte bajaba y la puerta se abría.
Cuando el inspector Estrada y su grupo de rescate subieron al segundo nivel de la bodega, todos quedaron perplejos al encontrar a Gloria revolcándose de risa en el suelo, ante la puerta de un cuarto abierta de par en par, por la que escapaba una neblina blanca a nivel del suelo.


La puerta de la habitación 218 se abrió y dio paso a una enfermera, que tenía el ceño fruncido.
—¡Vamos, vamos, fuera de aquí! —dijo. —La hora de visita ya terminó y la paciente tiene que descansar.
Los que estaban dentro de la habitación protestaron, pero uno a uno abandonaron la habitación, prometiendo volver pronto. La última en salir fue Dana, que se acercó a darle un último beso a su hija y le dijo:
—Tienes que descansar, Gloria. Prométeme que no vas a intentar hacer una cuerda con las sábanas para escapar por la ventana para irte a matar zombis. Ya todo eso acabó, gracias a Dios.
—Sí mamá, te lo prometo —contestó Gloria, con una sonrisa triste. —Me quedaré aquí acostada y me olvidaré de todo.
—Cuídate —le dijo su madre y abandonó la habitación.
Gloria vio salir a su madre y cerró los ojos, intentando no pensar en nada, intentando vaciar su mente por completo, olvidar los últimos días, las últimas horas.
Al ver llegar al inspector Estrada y su equipo al segundo nivel de la bodega, Gloria sintió que su cordura la abandonaba. No podía dejar de reír. ¡Habría sido tan fácil el escapar de aquella trampa helada!... Si sólo hubiera atravesado la trampilla y hubiera corrido hacia la puerta habría salido de ahí en un santiamén. ¡Ah, pero no, Doña Compleja había escogido el camino más difícil!
El inspector Estrada corrió hacia ella y la levantó del piso, donde se convulsionaba de la risa sin poder parar. Al sentir el frío que escapaba del oscuro cuarto, el inspector dejó a Gloria sobre el piso y se quitó el saco, con el cual la cubrió.
—¡Rápido, pidan una ambulancia! —ordenó.
Gloria le sonrió, agradecida y apenas tuvo tiempo de ver a los que acompañaban al inspector (vio que eran los mismos que los habían detenido a Armando y a ella) antes de perder el sentido.
Gloria se despertó en la cama del hospital, sin saber dónde se encontraba. Sólo cuando vio a sus padres y a Sebastián que la observaban se dio cuenta de que estaba a salvo en un hospital.
—Tenemos que hablar acerca de mi camioneta, señorita —le dijo su padre en tono de broma, aunque los círculos oscuros alrededor de sus ojos lo desmentían. Se notaba que había pasado mucho tiempo en un estado de tensión.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —le preguntó Gloria a su madre, que se acercó.
—Tres días —le informó suavemente su madre, que le acarició la mejilla.
—¿Tres días sin sentido? —se asombró Gloria.
—Estabas demasiado agotada, demasiado golpeada y demasiado herida —dijo su padre, que a duras penas podía contener el llanto. Siempre había sido sentimental.
—Además teníamos que cerciorarnos de que no te hacías zombi —bromeó Sebastián, que recibió un codazo de parte de la mamá de Gloria.
—¿Sólo ustedes han venido a visitarme? —preguntó Gloria, riendo aún por la broma de Sebastián.
—¡Claro que no! —dijo la mamá de Gloria. —Ha venido todo el mundo. El inspector Estrada, todos tus amigos, prácticamente todos los del refugio, la prensa, la televisión…
—¿Qué? —se asombró Gloria.
—Eres la mujer más famosa de todo México, Gloria —le dijo su padre, que no pudo reprimir una sonrisa de orgullo ni las lágrimas.
—¿Por qué? —Gloria no se podía creer eso.
—Apenas y se restableció el servicio de Internet —comentó Sebastián —cuando Wikileaks soltó un montón de documentos clasificados tanto de México como de los Estados Unidos. Yo creo que los tenían retenidos hasta que el país contara de nuevo con Internet. En fin, la cosa es que esos documentos fueron una verdadera bomba.
—Salió a la luz parte del contenido de la cloaca política —intervino la mamá de Gloria. Como siempre que hablaba de política, su voz mostraba desprecio. —Y eso fue suficiente para sumir al país en el estupor. No satisfechos por haber utilizado a los infectados con fines proselitistas y de voto, algunos políticos utilizaron a los zombis para ejercer presión sobre ciertos sectores de la sociedad que se resistían a seguirles el juego. Además, también estuvieron metidos en el juego sucio los medios, principalmente Televisa, que se encargaron de servir como cómplices.
—Todos los zombis que matamos en la mansión formaban parte de una “demostración” del control sobre los zombis que esos políticos iban a hacer —dijo el papá de Gloria, en un tono de desprecio que igualaba al de su esposa.
—Pero, ¿por qué soy famosa? —preguntó Gloria.
—El inspector Estrada se ha encargado de que todo México sepa de ti —dijo la mamá de Gloria, sonriendo. —En algunas entrevistas ha dejado muy en claro que si a alguien le debemos la salvación de México, ese alguien eres tú.
—Ese inspector es muy justo —dijo Sebastián. —No sólo tú te llevaste las palmas, sino que también nos mencionó a nosotros los del refugio y a tus padres, así como a nuestros compañeros caídos.
Gloria se quedó pensando un momento en todo aquello, sabiendo que le llevaría algún tiempo asimilarlo.
—¿Y qué se filtró por Wikileaks de los Estados Unidos? —preguntó Gloria.
—Si aquí se depositó la mierda (perdona la expresión) los Estados Unidos fueron los que jalaron la cadena —la mamá de Gloria volvió a exaltarse. —Al parecer fue allá dónde se originó el virus zombi y nos echaron la culpa. Además, parece ser que buscaban la cura para estar preparados en caso de que sus planes fallaran.
—¿Qué planes? —Gloria estaba asombrada.
—Querían hacer lo mismo que nuestros políticos, pero con otros fines —explicó la mamá de Gloria. —Querían controlar a los zombis con el propósito de utilizarlos con fines militares.
Cuando Gloria le pidió una explicación a eso, su mamá le contestó que ya habría tiempo después para explicárselo. Que debía descansar y ya no recibir visitas. Sin embargo, durante los siguientes dos días llegaron al hospital un montón de gente para hablar con ella o llevarle algún regalo.


Y ahora, dos días después, estaba sola de nuevo, intentando olvidar.
Hubo unos toques suaves en la puerta y ésta se abrió, dando paso al inspector Estrada, que traía un ramo de flores en la mano. En su cabeza se veía el vendaje que le habían puesto sobre su herida de bala. Sonreía.
—Creí que ya se había terminado el tiempo de visitas —dijo Gloria.
—Y así es. Pero tiene sus ventajas ser policía —el inspector Estrada dejó el ramo de flores sobre un montón de otros regalos y se sentó en un sillón que estaba al lado de la cama. —Además, esta es una visita de amigo… Gloria, ¿qué pasa?
Cuando el inspector Estrada había dicho que la visitaba como amigo, Gloria empezó a llorar, lo cual ocasionó la pregunta del inspector.
—¿En qué fallé? —preguntó Gloria casi en un susurro, con los ojos anegados de lágrimas.
—¿Fallar, tú? ¡No me hagas reír! —le dijo el inspector. —Lo que hiciste no tiene parangón en la historia de México, Gloria. Según los primeros reportes, todos los políticos reunidos en la mansión fallecieron, ya fuera por las balas, ya comidos por los zombis. Y entre ellos estaban los políticos de la vieja guardia y de la nueva. Murieron los maestros y sus discípulos. Esto ocasionó que las estructuras del poder político se fracturaran.
Al ver que Gloria no decía nada, el inspector continuó —: Esta fractura trajo como consecuencia de que los partidos políticos y los sindicatos hayan perdido ese enorme poder que habían estado acumulando durante años y que estaba a punto de llevar a México a su destrucción. En el año 2,000 el país tuvo la oportunidad de aprovechar el cambio, pero ésta oportunidad fue totalmente desperdiciada. El cambio del partido dirigente no llevó a la evolución del país, sino que representó un retroceso. Y eso está a punto de cambiar, gracias a ti. Se habla de un Nuevo Orden, Gloria, de una nueva forma no sólo de hacer política, sino de controlarla. Ahora en la mañana escuchaba por la radio que se está tomando muy en serio la posibilidad de cambiar el sistema presidencial actual por uno parlamentario. Claro, una vez que curemos a los zombis.
Gloria levantó la mirada. Sabía que la cura estaba lista para ser producida en masa, pero no le habían explicado a ella quién había hecho llegar la cura a las autoridades sanitarias que no estuvieran politizadas.
—La fórmula de la cura del virus zombi está en las manos adecuadas —dijo el inspector, sonriendo. —Evitamos que cayeran en poder de gente mala. Nos apoyamos en organizaciones no gubernamentales para ello. En estos momentos se están haciendo las primeras pruebas clínicas y se calcula que en un mes se haya revertido la infección. Todos los que son zombis actualmente están siendo atrapados y puestos en un lugar seguro, para posteriormente reciban la cura. Ya localizaron a la Primera Dama y el profesor Chilinsky también ha sido internado.
Al oír mencionar al profesor Chilinsky, el rostro de Gloria se ensombreció y volvió a bajar la mirada. Entonces el inspector Estrada comprendió el verdadero sentido de la pregunta inicial de Gloria: “¿En qué fallé?”
—Gloria —le dijo el inspector, utilizando su tono de voz más suave. —Tú no fallaste en absoluto, fue él. Olvídalo, apártalo de tu mente. Armando es un buen tipo, pero es muy inestable. Además, no está a tu altura, eres muy superior a él, en todos los aspectos.
—Pero es que yo creí que… que me amaba —dijo Gloria.
—No te amaba, Gloria —le dijo el inspector, con una sonrisa triste. —Quizá se te haga extraño que un hombre maduro como yo, un inspector de policía que es temido por sus subalternos, te hable de esta manera y trate contigo este tema del amor. Pero soy un hombre pensante y nosotros los hombres pensantes hablamos de cualquier tema, sin importarnos si es de amor o de flores exóticas. Así que te puedo decir que Armando sólo vio en ti a una mujer hermosa y se sintió impresionado por tu inteligencia, energía y valor, cualidades que, sinceramente, has llevado a niveles de antología.
—¿Y eso que tiene de malo? —preguntó Gloria. —Así soy.
—¡Precisamente, así eres! —exclamó el inspector. —Y ese es el problema. Armando quizá creyó amarte, pero te tuvo miedo.
—¿Miedo?
—Sí, miedo. En este país los hombres les tememos a las mujeres. Por eso adoptamos esas actitudes tan machistas.
Gloria no dijo nada, sólo se le quedó mirando al inspector, en espera que continuara.
—Cuando hace cinco días me avisaron que habían encontrado a Armando y a una mujer en una zona industrial —dijo el inspector—, yo me alegré mucho por saber que estaban bien, así que hice que me los llevaran a la comisaría. Bueno, pues todo ese tiempo que pasó entre la llamada y la llegada de Armando a la comisaría, yo pensé que la mujer que estaba con él eras tú.
Gloria mostró una sonrisa triste.
—Así que no te imaginas mi sorpresa —continuó el inspector —al saber que no eras tú, sino Isabela, la que acompañaba a Armando. Y cuando le pedí a Armando que me pusiera al corriente de lo ocurrido, éste se puso a contarme su versión de los acontecimientos como si fuera él quien luchó solo contra todos los malos. A ti ni te mencionó.
—¿Y por qué haría eso? —preguntó Gloria, a quien no le gustó nada lo que contaba el inspector.
—¿Por qué? —exclamó el inspector. —Armando hizo eso sólo para impresionar a Isabela. Quería hacerse pasar por el héroe de esta aventura.
—Bueno, Armando hizo algunas cosas que pueden ser consideradas heroicas —dijo Gloria, que no podía aceptar aún que Armando fuera tan infantil.
—¡Heroicas! —dijo el inspector, alzando las manos. —Comparadas con las acciones que tú llevaste a cabo, las de Armando palidecen. Sin embargo, como te dije antes, en este país los hombres les tememos a las mujeres, así que las rebajamos. Si esta aventura de zombis en México fuera escrita alguna vez, ten por seguro que la narración empezaría y acabaría con Armando en el papel protagónico. Sólo a un escritor loco o un traidor a los machos se les ocurriría empezar la narración con Armando de protagonista y terminarla contigo como la protagonista.
—Me gustaría leer esa novela —dijo Gloria.
—Lo que quiero que entiendas, Gloria, es esto —dijo el inspector —: Armando escogió a Isabela porque vio en ella a una mujer vulnerable, que necesita de un hombre para que la proteja. Esto se hizo patente en el momento que Isabela le pidió a Armando que se quedara con ella y que no nos acompañara a rescatarte a la bodega.
—Y él se quedó con ella —dijo Gloria.
—Se quedó con ella y nosotros no te rescatamos. Te encontramos muerta de la risa en la puerta de un cuarto refrigerado.
Gloria y el inspector se quedaron callados, sonriéndose mutuamente.
—Inspector, ¿no tiene hambre? —preguntó de improviso Gloria.
—¡Y que lo digas! —exclamó el inspector. —¿Quieres que pida algo?
—Se me antoja una hamburguesa  —dijo Gloria, aunque sabía que eso era casi imposible de lograr en un hospital, aún para el inspector.  —Así con algo en el estómago le podría contar más a gusto el plan que tengo en la cabeza.
—¿Qué plan? —preguntó alarmado el inspector.
—¡No ponga esa cara! —exclamó Gloria, riendo. —Mi plan no tiene que ver nada con lo que hemos pasado. Es más bien con respecto a los jefes de Anastasia Silovenka. Quizá Armando no sea mi tipo de hombre, pero él me enseñó que el fuerte siempre debe ayudar al débil. Y los Estados Unidos no han hecho nada por ayudar a México. Al contrario, parece que hicieron todo lo posible para hacernos daño.
—¿Y tú has pensado en un plan maquiavélico porque quieres darles una lección a los gringos, eh? —dijo el inspector, presionando el botón para llamar a la enfermera.
—Algo así —contestó Gloria, sonriendo, esperando que el inspector Estrada pudiera convencer a la enfermera para que le trajeran su hamburguesa.





Fin.

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