lunes

Secuestrados I






—Isabela, ¿sientes frío?
—Sí papá, un poco. Sin embargo, no tanto como tú, que debes de estar sufriendo los primeros efectos del virus. No fue una buena idea de tu parte inocularte tú sólo.
—¿Y qué querías que hiciera? Esos hombres tienen malas intenciones y yo no estaba dispuesto a darles nada. Mi descubrimiento es muy importante y no puede caer en poder de gente así. ¿Guardaste en un lugar seguro lo que te di?
Isabela se llevó instintivamente la mano al pecho, sintiendo una oleada de angustia.
—Sí, papá —mintió. —Está en un lugar seguro.
—Bien, bien. Ahí está guardada la fórmula para eliminar el virus zombi y poder curar a la gente. Aún faltan pruebas, pero estoy cien por ciento seguro de que funciona.
Isabela se levantó y se retiró de su padre. ¿Cómo decirle que no estaba segura de que la fórmula ya la tuvieran sus secuestradores? Es cierto que estaba oculta y que consideraba no cualquier persona podría encontrarla. ¡Pero se la habían quitado, esa mujer se la arrebató!
—¿Qué pasa, Isabela? ¿Dónde estás?
—Estoy sobre la silla. Quiero estar atenta para ver si puedo escuchar algo que nos pueda ayudar.
—Bien, bien —susurró el profesor, mientras le arremetía de nuevo un temblor.
El profesor Chilinsky y su hija estaban encerrados en un gran cuarto, que contenía varias pilas de cajas de madera, en el cual la oscuridad era casi total. Hacía frío, aunque el ambiente era seco, por lo que Isabela no se explicaba el por qué del frío. Sólo se filtraba la luz por una rendija que estaba en una de las paredes. La rendija estaba alta, por lo que se tenía que utilizar algo para llegar a ésta.
Isabela había utilizado una silla que había encontrado por medio el tacto. Su intención inicial fue de constatar si por la rendija podía verse algo del exterior, pero se dio cuenta con desesperación de que la rendija era demasiado estrecha para ver a través de ella. Sin embargo, sí era posible oír por ésta. La primera vez que llegó hasta la rendija creyó oír voces, así que pegó su oreja a la rendija y escuchó. Las voces hablaban en inglés.
—… ningún lado. Hemos revisado la computadora y aunque hay mucha información relacionada, no hay nada sobre la cura.
—¿Algún papel, documento o informe impreso?
—Nada. Nos trajimos todo lo que estuvo al alcance. Ya revisamos todos los documentos y nada. ¿El profesor no ha dicho algo?
—¡Ese maldito profesor! Cuando nos vio llegar tomó a uno de los ratones zombi y se encajó los dientes de éste en el brazo, causándose una herida. Se infectó del virus. Las señales blancas en la herida lo señalan. ¡Jodidos polacos locos!
—¿En qué estado está?
—Va para zombi. Hace unas pocas horas que se infectó, así que para pasado mañana ya será zombi. ¿Qué le vamos a decir a Playwithme? “Doctor, tenemos al profesor. Sólo que es zombi”. ¡Jodidos polacos!
—Nastiusa se quedó en la casa del profesor. Va a revisar todo.
—¿Y qué puede encontrar Nastiusa en la casa? ¡Ahí no hay nada!, todo lo que tenía el profesor referente a su trabajo estaba en el sótano y nos trajimos todo. Sólo dejamos a los jodidos ratones muertos.
—No creas, algo debe de haber escondido en la casa del profesor. Cuando sacaba a la hija de la casa, vi a esos tipos que veníamos siguiendo y que les dimos a los zombis. Iban hacia la casa del profesor.
—¡Qué! ¿Y qué pasó?
—Les disparé. Maté a dos de ellos y el resto corrieron hacia la casa del profesor, pero parecieron haberse asustado y siguieron de largo.
—¿Estás seguro de eso?
—Sí, yo estaba con la chica en la calle y los vi pasar frente a nosotros. Eran cuatro y estaban muy asustados.
—Pues si es que hay algo escondido en la casa del profesor y otros lo saben, Nastiusa debe tener cuidado.
—¡Nastiusa cuidado! ¡Dame un respiro! Si esa mujer es el demonio mismo.
—Eso espero. Vamos a ver si podemos encontrar algo que hayamos pasado por alto en los papeles del profesor Chilinsky. ¡Jodidos polacos!
Isabela dejó de oír voces y se bajó de la silla, sentándose en ésta. La conversación que acababa de escuchar tuvo el efecto de sacarla del estado de shock en el que aún estaba y recordó con angustiosos detalles los detalles del secuestro.


Isabela estaba en su habitación terminándose de cambiar después de haber tomado un baño. En el momento en que estaba por ponerse los aretes, oyó que la puerta de enfrente de la casa era abierta de una patada. Sintió que su estómago se encogía.
Oyó el sonido de pisadas en el piso de abajo y se encaminó a la puerta de la habitación para ir a ver qué ocurría. La puerta de su habitación se abrió en ese momento y entraron en ella un hombre y una mujer, que le apuntaron con sus armas.
Isabela gritó y trató de correr al baño, pero el hombre la tomó del brazo y la lanzó a la cama.
—¡Vigílala! —dijo la mujer al hombre, en inglés, y salió del cuarto.
Durante unos minutos que a Isabela se le hicieron eternos, el hombre se limitó a mirarla mientras le apuntaba con su arma. En su mirada se veía esa expresión del depredador observando a su víctima. Una mezcla de arrogancia con deseo no satisfecho. Sin embargo, Isabela no sentía miedo por ella, sino por su padre.
Isabela oyó que el piso de abajo se oían voces alteradas y parecía que había gente entrando y saliendo de la casa. Tiempo después, apareció de nuevo la mujer, que entró en la habitación y le dijo a su compañero:
—Ya se llevaron al profesor y al material. Al parecer no se encontró nada. Me voy a quedar a revisar la casa. Tú llévate a ésta.
Después, volviéndose a Isabela, le ordenó, en español: —¡Desvístete! — al tiempo en que la mujer empezaba ella misma a desvestirse.
Isabela se quedó confundida. No alcanzaba a comprender por qué tenía que desnudarse al tiempo en que la otra mujer lo hacía. El hombre que le apuntaba la tomó del brazo y la alzó violentamente al tiempo en que la apuraba. —Come on! —dijo, moviendo su pistola en un gesto de apuro.
Isabela empezó a desvestirse, pensando que aquél hombre se le hacía agua la boca, ya que dos mujeres se desvestían ante él. La mujer que le ordenó desvestirse era muy hermosa y cuando quedó desnuda (sin que al parecer le molestara la mirada lasciva de su compañero) fue tomado una a una las prendas de las que se desprendía Isabela y se las ponía.
Con un gesto de la mano, la mujer le indicó a Isabela que se pusiera sus ropas. Isabela obedeció. La ropa de la mujer le quedaba un poco grande.
Al terminar de vestirse, el hombre la volvió a tomar del brazo y empezó a conducirla a la puerta. La mujer los detuvo y, echándole un vistazo a Isabela, le dijo, al tiempo en que señalaba al escapulario: —También eso.
La mujer se le acercó y le quitó el escapulario, pasándoselo por encima de la cabeza y se lo colocó en su cuello.
—Ahora ya soy tú —le dijo a Isabela, sonriéndole.
Entonces el hombre jaló a Isabela y la sacó de la habitación. Bajaron la escalera y salieron a la calle.
El hombre empezó a caminar rápidamente, llevando a Isabela bien sujeta. Cuando salían de la privada, el hombre que la llevaba se paró en seco y le torció el brazo a Isabel de tal forma que ésta se agachó. El hombre sacó su arma y disparó en cuatro ocasiones. Luego echó a correr con Isabela. Cruzaron la calle y se ocultaron tras un seto.
Al poco tiempo Isabela vio cómo cinco hombres cruzaban la calle frente a ellos y su captor los seguía con la vista hasta que se perdieron de vista. Sonreía con sorna. Sin embargo, Isabela vio algo que su captor no vio: un hombre se había desprendido del grupo e internado en la privada.
Salieron de su escondite. El hombre la arrastró por la calle hasta llegar a un automóvil Ford de color gris. Abrió la puerta y la echó dentro del auto. Sin dejar de apuntarle, el hombre se subió al auto y arrancó.
El hombre la obligó a meterse al hueco frente al asiento del copiloto, más para tenerla sumisa que para que otros la vieran. Las calles estaban vacías.
Después de cerca de una hora llegaron hasta una bodega. El hombre hizo sonar el claxon en dos ocasiones y la puerta cochera se abrió.
Otros dos hombres la sacaron del auto y la llevaron hasta un segundo nivel, donde abrieron una puerta metálica y la echaron dentro. El cuarto quedó completamente a oscuras cuando volvieron a cerrar la puerta.
—Isabela, ¿eres tú? —oyó la débil voz de su padre.
—Sí, papá. Soy yo —exclamó Isabela, quien dentro de su angustia se sintió aliviada al oír que su padre estaba vivo. —¿Dónde estás?
—Aquí atrás, sobre el piso —respondió el profesor Chilinsky.
Isabela sintió un súbito miedo al oír de nuevo la voz de su padre, ya que en ésta segunda ocasión, tal vez por no estar inundada de alivio, se la oyó débil y enferma.
—Papá, ¿estás herido? —preguntó Isabela.
—Herido no, infectado —contestó el profesor Chilinsky en un susurro.
Isabela llegó hasta su padre y así se enteró por éste de lo que había pasado.







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