lunes

El profesor chiflado






El profesor Chilinsky le dio un trago a su café y soltó una maldición polaca. No entendía cómo una persona capaz de realizar una separación iónica del ADN mitocondrial no era capaz de prepararse un café decente.
Sin embargo, no por ello se deshizo de su café: años de penurias le habían enseñado que nunca se debe desperdiciar. Además, había tomado nota de las cantidades exactas de café, azúcar y leche que había utilizado. Quizá si la próxima vez usaba unos cuantos gramos menos de azúcar o agregaba dos mililitros adicionales de leche… La mente científica del profesor nunca descansaba.
Tal vez por eso se sentía tan cansado. Aquella mañana le había pedido a su adorada hija Isabela que procurara que nadie le molestara durante el día. Todavía tenía que ultimar los detalles de su preparado definitivo.
El profesor Chilinsky y su hija vivían de manera provisional en una modesta vivienda que pertenecía a uno de sus discípulos más brillantes, un joven genetista llamado Elano Prieto. (El profesor pensaba que cualquiera con ese nombre estaba destinado a seguir una carrera de investigador tan demandante como la genética molecular). Aunque la casa no era de su total gusto, ya que la consideraba pequeña, el profesor había podido trasladar su laboratorio a la casa, que tenía un amplio sótano, lo cual no era algo nada común en México, donde el clima cálido hacía innecesarios los sótanos.
Otra ventaja de la casa de Elano era que pasaba desapercibida, ya que estaba en el fondo de una privada, por lo cual sólo los pocos habitantes de la privada estacionaban ahí sus coches. Y el pasar desapercibido se había convertido en una cuestión de suma importancia para el profesor Chilinsky: había recibido amenazas de muerte.
En un principio no les había dado importancia a dichas amenazas, porque simplemente no acababa de entender el por qué alguien querría matar a un genetista molecular, cuyo único activo real se encontraba dentro de su cabeza.
Pero un buen día de junio, al encontrar una lengua de res dentro de su buzón empezó a tomar en serio lo de las amenazas. Su hija le había dicho que no se preocupara, que la lengua de res había sido dejada por error por un Ciudadano que estaba cercano al fin del proceso de zombificación. Pero el profesor Chilinsky desoyó a su hija y, aduciendo a su seguridad y la suya propia, decidió aceptar la oferta de Elano Prieto, que ya se mostraba preocupado cuando el profesor Chilinsky empezó a recibir amenazas y que les ofrecía una casa que podía resultar segura.
La precipitada y furtiva mudanza le había traído amargos recuerdos al profesor Chilinsky. Le recordó la época en la que tuvo que huir de Polonia y pedir asilo político en México, más de cuarenta años atrás, cuando sólo era una joven promesa científica de tan sólo veintidós años.
El problema que enfrentó el profesor Chilinsky en su natal Cracovia fue que la influencia rusa del Lysenkoísmo en el campo de la genética había corrompido los estudios genéticos en Polonia y eso afectó el desarrollo profesional de un joven genio como Chilinsky.
Aquellos que se confesaban ignorantes de lo que significaba el Lysenkoísmo, el profesor Chilinsky no tenía problema de explicárselos. Representaba para él una suerte de exorcismo. Para quitarle un poco de importancia al asunto, admitía que había tomado algunos datos directamente de Wikipedia.
—El Lysenkoísmo —explicaba el profesor Chilinsky a su auditorio, sintiendo una especie de amargor en la boca al pronunciar el término — fue una campaña contra la genética desarrollada en la Unión Soviética desde mediados de los años 30 hasta mediados de los años 60 de siglo pasado. Su principal exponente fue el malnacido de Trofim Denisovich Lysenko. Este afirmó haber hecho descubrimientos agrícolas que podrían mejorar el rendimiento de las cosechas, basando sus teorías en la noción falsa de "herencia de caracteres adquiridos" propuesta por Jean-Baptiste Lamarck, que según afirmaba, era la capacidad de los organismos de trasladar a la herencia los caracteres adquiridos en vida
—Esto era una reverenda tontería —proseguía el profesor, que se iba acalorando conforme avanzaba en su explicación —, pero que recibió el visto bueno de Stalin (aquí el profesor solía escupir al suelo) por así convenirle, ya que Lysenko ayudó a motivar a los campesinos, que habían perdido toda motivación a causa de la colectivización forzada, al hacerlos partícipes de supuestos descubrimientos que revolucionarían para siempre el campo ruso. ¡Imagínense, con sólo 29 años de edad, mientras trabajaba en una estación experimental en Azerbaiyán, Lysenko fue acreditado por el diario soviético Pravda de haber descubierto un método para abonar la tierra sin utilizar fertilizantes o minerales y de haber demostrado que una cosecha invernal de guisantes podía crecer en Azerbaiyán! ¡Paparruchas! Nunca se dio ni tal cosecha ni ninguna. Todo fue un enorme engaño que lo único que demostró es lo que puede pasar cuando la ciencia se somete abiertamente a la política. Algo similar a lo que ha pasado con lo del Cambio Climático, que algunas veces parece un ejemplo más de Lysenkoísmo.
Al profesor Chilinsky le importaba tanto el tema porque sus profesores en la Universidad de Cracovia no tenían más remedio que someterse a las directrices gubernamentales que estaban fuertemente influenciadas por Rusia y esto afectaba la adquisición de conocimientos genéticos que no fueran basura pseudo científica.
Para su fortuna, un compañero suyo de estudios, cuyo padre tenía un alto cargo en el Partido Comunista Polaco y por lo tanto gozaba de privilegios especiales, le hacía llegar libros y ensayos con lo último de la genética occidental, material que Chilinsky devoraba con avidez, llegando a alcanzar unos conocimientos fundamentales de genética que le permitieron sortear el obstáculo.
Tuvo otro golpe de suerte al lograr que fuera admitido como asistente científico de la delegación de deportistas polacos que asistirían a las olimpiadas que se realizarían en México en el año de 1968.
Los padres de Chilinsky, una pareja de avejentados profesores de instituto, alentaron a su hijo único a abandonarlos y buscar un mejor futuro en el extranjero. Para Chilinsky fue una decisión muy dura de tomar, pero al fin llegó a la conclusión que sus padres tenían razón. En Polonia no podría llegar nunca a nada, al menos mientras estuviera sometida al yugo comunista.
Así que Chilinsky partió con la delegación polaca a las olimpiadas. A la segunda semana de estar en tierras mexicanas, Chilinsky aprovechó una distracción de los guardianes y abandonó la villa olímpica, llevando consigo sólo la ropa que traía puesta y una pequeña maleta con libros, un radio de transistores y un poco de dinero en dólares que había conseguido ahorrar comprándolo con grandes esfuerzos en el mercado negro.
Chilinsky se mantuvo oculto durante el resto de la olimpiada. Luego entró en contacto con disidentes polacos y solicitó asilo político en México. En vista de los recientes hechos de la matanza de estudiantes, a Chilinsky no le fue difícil obtener el asilo solicitado. El sentimiento anti-comunista era muy fuerte en el país.
Tiempo después, cuando Chilinsky se hubo instalado y obtenido un puesto de docente en el Tecnológico de Monterrey (a Chilinsky le había sido imposible ser admitido en la Universidad Autónoma de México por haber huido de Polonia) se enteró con gran alivio que sus padres no habían sufrido represalias de importancia por haber tenido un hijo traidor a la patria. Al parecer, un genetista joven no le importaba gran cosa al Partido Comunista Polaco.
Así que Chilinsky estuvo las próximas dos décadas viviendo en Monterrey, donde contrajo matrimonio con una bella joven en 1980. Al año siguiente nacería la que sería su única hija, Isabela.
Como era un joven brillante y un magnífico profesor, Chilinsky pronto entró en contacto con los principales centros de investigación genética de los Estados Unidos. En 1985 encontró una plaza de intercambio en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde tuvo acceso a lo más avanzado del campo de la ingeniería genética.
No fue sino hasta 2001, luego del ataque terrorista del once de septiembre, que Chilinsky regresó a México sólo con Isabela. Su esposa había fallecido trágicamente en un accidente automovilístico a las dos semanas del ataque terrorista. Tenía sólo treinta y cinco años.
El hecho afectó profundamente a Chilinsky. Ahora tenía conocimientos y prestigio, pero había perdido a su mujer. Fue Isabela, que a sus veinte años era una chica hermosa y muy inteligente, la que convenció a su padre de buscar de nuevo una oportunidad en la UNAM. Las cosas habían cambiado mucho desde entonces y era posible que fuera admitido.
Pero el profesor Chilinsky no quería tener nada que ver con una universidad que de autónoma no tenía más que el nombre. Esa institución estaba infectada de Lysenkoísmo: mantenía mucha sumisión ante el poder político.
Así que Chilinsky prefirió trabajar con una firma independiente de origen canadiense que se dedicaba al desarrollo de la genética molecular, enfocada al ramo médico.
El sueldo era magnífico para un científico como Chilinsky, a quien los bienes materiales le interesaban poco. Además, la compañía tenía como política alentar a sus empleados a que tuvieran la mente abierta, por lo cual les suministraba algunos recursos tecnológicos y una buena prima en dinero para que dedicaran su tiempo libre a algún estudio en particular que les interesara (por supuesto, la compañía canadiense no actuaba de esa manera por razones altruistas: al otorgar tal libertad a sus empleados, se aseguraba su lealtad, su productividad y, en caso de que alguno de sus empleados descubriera algo valioso en su “tiempo libre”, tenía prioridad sobre la patente que se derivara del descubrimiento).
El profesor Chilinsky estuvo encantado con la prerrogativa y así se dedicó en su “tiempo libre” al estudio de los zombis.
Por supuesto, el profesor sabía que los zombis eran criaturas fantásticas, que habían llegado a la imaginación popular por medio del cine de Hollywood. Pero la simple idea de los muertos vivientes, que tanto parecía contravenir con los estudios genéticos que habían dado un sentido a su vida, era suficiente para sentir una fascinación con el tema.
Además, existían otros investigadores que también ocupaban su tiempo libre en estudiar a los zombis. Un amigo suyo, el profesor Steven C. Schlozman, a quien había conocido cuando éste dio una conferencia en la Universidad de Harvard, donde enseñaba, había publicado un artículo en el que enumeraba las afecciones que sufrirían los zombis en caso de existir.
En ese artículo, que podía encontrarse en Internet, el doctor Schlozman afirmaba que el foco de infección, ya fuera un virus, una bacteria o radioactividad, ocasionaría el que llamó Síndrome Atáxico Neurodegenerativo de Deficiencia de la Saciedad (ANSD por sus siglas en inglés).
Los efectos del ANSD pueden resumirse de la siguiente manera: el foco de infección, supongamos un virus, ataca al lóbulo frontal del cerebro. El virus inhibiría la capacidad resolutiva del infectado y las únicas instrucciones que llegarían a su lóbulo frontal son las que provendrían de los estímulos sensoriales que recoge el tálamo.
Como dichos estímulos no podrían ser procesados por el lóbulo frontal, tendríamos como resultado al zombi que no puede abrir puertas o ventanas a no ser con golpes, e insistiendo, insistiendo, insistiendo, sin poder parar.
El virus zombi atacaría también al cerebelo y a los ganglios basales, lo cual acabaría con la coordinación del infectado, produciendo los tropiezos, temblores y el arrastrar de pies que son propios del zombi.
La agresividad de los zombis se ocasionaría por el fallo ya mencionado en el lóbulo central, lo cual haría que la región cingulada anterior, o amígdala, trabajara de manera defectuosa y no controlaría adecuadamente las funciones ni modularía la agresividad.
Además, los zombis sufrirían de hiperfagia (carencia de saciedad al alimento) porque el virus causaría un daño en el hipotálamo ventromedial.
Por último, el doctor Schlozman señalaba en su artículo que un daño causado por el virus en las llamadas “neuronas espejo”, donde se localiza la empatía entre seres humanos acabaría con todas las emociones de tristeza, alegría y miedo.
Artículos como el de su amigo Schlozman indujeron al profesor Chilinsky a dedicar parte de su tiempo al estudio de los zombis, partiendo del supuesto que éstos existían. Para el profesor Chilinsky, los zombis no eran una realidad, eran una posibilidad.
Para su sorpresa, el profesor Chilinsky descubrió que muchos de los conocimientos que adquiría al estar estudiando a los zombis como si fueran una realidad y no un producto de la ficción los podía trasladar a problemas reales a los que se enfrentaba cotidianamente.
Llegado a un punto de sus estudios zombis en los que ya conocía todo lo relacionado a éstos, el profesor Chilinsky se puso a intentar resolver un problema peculiar: ¿Cómo podría revertirse el estado zombi? En otras palabras, ¿era posible curar a un zombi, regresando al cuerpo a su estado original antes de la infección?
Mientras se encontraba trabajando en esto, se enteró por medio la televisión y  de los periódicos de los reportes increíbles de que existían zombis reales que estaban atacando a personas. También se enteró del brote simultáneo de una infección que en un principio se creyó era la influenza AH1N1 que nuevamente atacaba a México, pero que pronto dio muestras de comportarse como lo haría un virus zombi.
Así fue cómo, por accidente, el profesor Chilinsky se vio convertido en el único experto mundial en zombis reales.
El profesor Chilinsky se puso de inmediato en contacto con las autoridades sanitarias del Estado, que en un principio no podían creer su buena suerte de que hubiera un experto en zombis mexicano con doctorado en genética molecular por el MIT.
Entonces, con el visto bueno de las autoridades sanitarias gubernamentales, el profesor Chilinsky formó un equipo de investigación con algunos de sus colegas, los mismos que antes se habían burlado abiertamente de la manera tan tonta de Chilinsky de emplear su “tiempo libre” y que lo consideraban un chiflado.
El profesor Chilinsky se sintió orgulloso de sí mismo al encontrar en los cadáveres de zombis reales precisamente la clase de cambios fisiológicos y químicos que había predicho en sus estudios. Eso significaba que no había estado perdiendo el tiempo.
Lo primero que hicieron el profesor Chilinsky y su grupo de investigadores al estudiar a los zombis, fue el dar a conocer a la sociedad mexicana que el brote que se pensaba era de influenza en realidad se trataba de una mutación que producía zombis.
Fue entonces cuando se toparon con algo que no se le había presentado al profesor Chilinsky mientras estudiaba zombis ficticios: el virus que era trasmitido de forma directa (al recibir una herida por parte de un zombi) tenía un periodo de incubación de setenta y dos horas, en tanto el virus trasmitido en forma indirecta (por medio del contagio similar a la influenza) tenía un periodo de incubación completamente diferente, ya que se alargaba de tres a seis meses, posterior al cual la persona infectada se convertiría en un zombi completo.
El anuncio de esto último causó un gran revuelo, ya que no todos estaban dispuestos a aceptar ese destino tan atroz. Cuando en una entrevista se le preguntó al profesor Chilinsky si se conocía alguna cura para el virus zombi, éste respondió sinceramente que no, pero que él estaba trabajando en el asunto, ya que tenía estudios anteriores que lo podían guiar en el camino correcto.
En un principio nadie le creyó y su nombre pronto fue relegado en los periódicos por otras noticias de sucesos más terribles relacionadas con los zombis. Al profesor esta separación de los reflectores públicos le supuso una ventaja, ya que se puso de nuevo a estudiar el problema (ahora sí, real) de cómo conseguir una cura para el estado zombi.
Después de meses de pruebas, fracasos y más fracasos, el profesor Chilinsky creyó haber encontrado la solución con un compuesto derivado del hipotálamo por medio de la reducción mitocondrial.
El profesor Chilinsky, emocionado, habló una vez más con las autoridades sanitarias para informarles que tal vez había hallado la cura. Sin embargo, esta vez el profesor Chilinsky no recibió una respuesta favorable de las autoridades sanitarias: en vez de ayudarlo a formar un nuevo grupo de investigadores, sólo le recomendaron que por el momento guardara el secreto de su descubrimiento y que se mantuviera alejado de los medios de comunicación.
Al profesor Chilinsky esta actitud de las autoridades sanitarias le sorprendió mucho, pero consideró que quizá se debiera a cuestiones de seguridad. Así que se reintegró de nuevo a su empleo y siguió con su vida normal, con la única salvedad que ahora esta normalidad estaba amenazada por los zombis.
Fue entonces cuando empezó a recibir las primeras amenazas contra su vida.
Cuando encontró una lengua de res en su buzón (lo cual su hija insistía que se había tratado de un error) es cuando ya no pudo más y buscó ayuda entre sus conocidos. Su discípulo Elano Prieto le ofreció su casa y el profesor se mudó a ésta con su hija, manteniendo la cuestión en el más absoluto secreto.


El profesor Chilinsky bajó cuidadosamente la escalera del sótano, poniendo especial cuidado en no derramar su café mal preparado. Se detuvo unos momentos en lo alto del último escalón, echando una mirada orgullosa a su laboratorio.
En el sótano tenía lo más avanzado en equipo de ingeniería genética, producto del dinero que había recibido de su empleador y de ahorros que había efectuado personalmente. Para evitar problemas con los cortes de luz, el laboratorio tenía su propia planta generadora a gasolina.
El profesor Chilinsky terminó de bajar la escalera del sótano y se dirigió hasta donde estaba la centrifugadora, que ya había terminado con su último ciclo, según indicaba la minúscula luz verde del tablero de instrumentos.
Al fondo de la centrifugadora descansaba un pequeño tubo de ensayo que quizá contuviera (el profesor rezaba por ello a Dios) el preparado final de la cura definitiva del estado zombi.
El profesor Chilinsky dejó su tasa de café sobre un estante y abriendo la centrifugadora tomó el tubo de ensayo, el cual observó a trasluz, como si pudiera asegurarse de su calidad viendo cómo la luz atravesaba el líquido verdeazulado.
Luego su atención se centró en las dos filas de jaulas en las que mantenía a ratones destinados para las pruebas. Al profesor Chilinsky no le agradaba utilizar criaturas vivas para probar sus experimentos, pero los terribles tiempos que se vivían obligaban a pasar por alto algunas consideraciones éticas: si quería acabar con los zombis los ratones tendrían que sufrir.
En un principio no sabía si el virus zombi sería capaz de migrar entre especies, pero al inocular a los primeros seis ratones con el virus confirmó que así era. En cuatro de las jaulas unos pequeños ratones zombi se daban de topes contra los barrotes, intentando romperlos a fin de escapar y llegar hasta las jaulas vecinas, en donde ocho ratones mostraban diversos grados de inmovilidad. Los había quienes daban lentas vueltas dentro de sus jaulas y quienes estaban parados frente a su charola de comida sin moverse o siquiera intentar comer.
Al profesor Chilinsky le llamaba mucho la atención que el período de incubación del virus replicara al de los humanos, dependiendo de si el contagio había sido directo (ratones zombis que herían a sus compañeros) o indirecto, cuando el contagio se adquiría al contacto de saliva o algún otro fluido corporal de un ratón infectado.
Tomando una jeringa que llenó con el nuevo preparado, el profesor Chilinsky se calzó unos gruesos guantes y procedió a inyectar a algunos de los ratones. Tomaría a tres de ellos zombis y a cuatro con diferentes niveles de zombificación.
Una ventaja de trabajar con ratones era que los resultados podrían verse en muy poco tiempo. El profesor calculó tres horas para empezar a ver los primeros resultados.
Mientras tanto, el profesor grabaría la fórmula en una memoria USB, misma que mandaría a las autoridades de salud gubernamentales en caso de que los resultados con los ratones fueran alcanzados.
Era un enorme riesgo, pero no había tiempo para pruebas más rigurosas.
El profesor Chilinsky grabó la fórmula en la memoria USB y posteriormente borró la que estaba grabada en el disco duro de su computadora. No sabía exactamente por qué estaba actuando de esa manera, pero sentía que los datos insertos en su computadora eran vulnerables.
Después se dedicó a unos ensayos que había deseado leer desde hacía ya mucho tiempo, pero por falta de tiempo y exceso de zombis no había podido leer.
Pasadas cuatro horas, el profesor Chilinsky dejó su lectura y se acercó temeroso a las jaulas. Al ver a los ratones soltó un grito de júbilo: los ratones zombis habían dejado de golpear los barrotes y se paseaban lentamente en sus jaulas, como preguntándose qué demonios les había pasado. Por otro lado, los ratones zombificados se comportaban de una manera tan parecida a los ratones no infectados, que el profesor Chilinsky tuvo que hacer un esfuerzo para ver cuáles eran los que había inyectado.
—¡Papá!, ¿estás bien? Te oí gritar —exclamó Isabela, bajando precipitadamente por la escalera del sótano.
—¡Perfectamente, Isabela, perfectamente! —dijo el profesor Chilinsky, abarcando con un gesto a las jaulas de los ratones. —Velo por ti misma, hija: los ratones han sido curados. Bueno, aún es muy pronto para tener una completa certeza, pero según lo que he observado hasta ahora, hay muchas posibilidades de que así sea.
—¡Felicidades papá, eres un genio! —dijo Isabela, emocionada, dándole un fuerte abrazo a su padre. El profesor Chilinsky se dejó querer. Amaba mucho a su hija.
—Vamos, vamos, querida Isabela, no es para tanto —dijo el profesor Chilinsky, deshaciendo el abrazo. —Quiero que me guardes esto en un lugar seguro —le dijo a su hija, poniéndole en la mano la memoria USB —, contiene información que deseo conservar. Yo tengo que ocuparme un rato con estos amiguitos ratones. Desgraciadamente, tengo que hacerles unas cuantas disecciones.
Isabela se separó de su padre y volvió a su habitación. Sabía que cuando el profesor hacía su trabajo no le gustaba ser molestado.
El profesor Chilinsky se dio a la ingrata tarea de sacrificar a los ratones recién curados. Sin embargo, el sentimiento de congoja que sentía se veía compensado con creces: aquellos ratones no habían muerto en vano.
Los cerebros de los ratones no daban muestras de estar dañados irremisiblemente. No mostraban lesiones visibles, lo cual indicaba que su poder neurodegenerativo había sido exagerado. El profesor Chilinsky no podría asegurar si una persona infectada, después de haber sido inyectada con el preparado, se recuperaría completamente. Quizá le quedara alguna secuela, principalmente motora, pero según lo que observaba en los cerebros de los ratones diseccionados, las posibilidades de una curación altamente satisfactoria era muy buenas.
Después de casi cinco horas de trabajo de disección, el profesor seguía tan inmerso en su tarea que no oyó cuando la puerta de entrada de la casa fue abierta con violencia.
Sólo cuando oyó ruidos en la escalera del sótano volvió la cabeza y se dio cuenta de que sus perseguidores al fin lo habían encontrado.



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