lunes

Drenaje profundo






Cuando llegaron al recibidor del despacho del inspector Estrada, vieron a una mujer de unos sesenta años que se levantó de su escritorio y se acercó al inspector, entregándole unos papeles.
—Son los reportes que me pidió antes de bajar a interrogatorios —dijo y regresó a su escritorio, donde tomó una gran bolsa que se cargó al hombro. Después abrió un cajón y sacó un enorme machete. —Buenas noches inspector, me voy a casa.
—Buenas noches, Lupita —dijo distraídamente el inspector, que leía rápidamente los informes. —¡Cuídese! —añadió.
—¡Por supuesto, inspector! —dijo Lupita desde la puerta, levantando el machete y salió.
—¡Esta Lupita! —exclamó el inspector dirigiéndose a Gloria y a Armando. —Ahí como la ven, no me gustaría ser un zombi que se topara con ella. ¡Pero pásenle, muchachos, pónganse cómodos! Voy a tener que bajar un momento, ahorita los alcanzo.
—¡Inspector! —dijo Gloria.
—¿Sí? —preguntó el inspector, que ya se dirigía a la salida.
—¿Puedo usar su teléfono? Tengo que llamar al refugio.
—Sí, adelante, Gloria… Tienes que marcar el nueve para que te de línea.
El inspector Estrada salió y Gloria y Armando entraron al despacho. Gloria se dirigió rápidamente al teléfono y marcó.
Mientras tanto, Armando echaba un vistazo al despacho de inspector. Era la primera vez que lo habían detenido y nunca había estado en una comisaría, mucho menos en el despacho de un inspector de policía.
Armando, como la mayoría de los mexicanos, había tenido confianza en la policía cuando era niño. Con el pasar de los años, sin embargo, esa confianza se había ido diluyendo hasta casi desaparecer por completo, no por culpa de Armando, que siempre había acatado las leyes y respetado a las Instituciones, sino por los mismos policías, que habían entrado en una espiral de corrupción y crimen.
El despacho del inspector Estrada era austero. Sólo un escritorio, dos sillas, un sillón pequeño de cuero y una computadora que pedía a gritos una actualización. En las paredes sólo colgaban dos cuadros con escenas campestres y un enorme mapa de la ciudad. No había foto del presidente, ni del jefe de la policía, ni alguna otra fotografía en la que se viera al inspector Estrada posando con algún político u otro personaje importante, como era común en otras dependencias.
Esa austeridad confortó a Armando, que pensó que podía confiar plenamente en el inspector Estrada.
Armando se sentó en una silla frente al escritorio del inspector y oyó cómo Gloria hablaba por teléfono con sus padres. Gloria parecía discutir algo, luego callaba y volvía a subir el tono de voz. Sin embargo, en ningún momento se la oyó gritar.
En ese momento entró al despacho el inspector Estrada y se sentó tras su escritorio. Sin decir palabra, Armando y el inspector esperaron a que Gloria terminara su llamada.
—… Sí mamá, yo también te quiero. Estoy bien, Armando está conmigo y la policía nos protege… Sí, dile a papá que siento mucho haberlo preocupado y que lo amo… Sí rezaré a la Matka Boska. Adiós, ustedes también cuídense.
Gloria colgó el teléfono y se dirigió a la silla que estaba junto a la de Armando. Mantenía la cabeza baja, intentando ocultar a los dos hombres que había llorado.
Por supuesto, Armando y el inspector fingieron no darse cuenta del hecho, por lo cual el inspector inició la conversación dirigiéndose a Armando.
—Bueno, Armando —le dijo —, ya no están como sospechosos. Existen bastantes elementos para considerar que Gloria actuó en defensa propia al matar a aquellos tipos, así que debes contestar a mis preguntas sin intentar protegerla o desviar la atención hacia ti. Gloria ya no es culpable. ¿Quedó claro?
Armando asintió y se sonrojó al notar que Gloria lo miraba, sorprendida. Por su parte, hasta que el inspector lo mencionó, Gloria no se había dado cuenta de que Armando buscaba protegerla. Sintió una extraña mezcla de cariño y vergüenza hacia éste.
—Explícame lo de los disparos —le dijo el inspector. —Cómo, dónde y por qué crees que les dispararon.
—Los primeros disparos los recibimos —explicó Armando —, cuando intentábamos rodear a unos zombis que creíamos estaban frente a nosotros. Nos separamos en dos grupos y a nuestro grupo nos dispararon en unas cinco ocasiones. No creo que nos quisieran matar, sino desviarnos hacia donde estaban los zombis.
—Continúa —le dijo el inspector.
—La segunda vez que nos dispararon fue como a cien metros antes de llegar a casa del profesor Chilinsky. Yo había visto a Gloria, que nos seguía, sin saber que era ella. Pensamos que era una espía.
—¿Una espía? —lo interrumpió el inspector, arqueando las cejas.
—Los del refugio me informaron —explicó Armando —, que unas personas sospechosas andaban rondando por ahí y que aparentemente me buscaban. Es por eso que se hicieron los grupos. Si me pregunta mi opinión, ahora pienso que es posible que esos espías fueran el comandante y sus esbirros, aunque ellos dijeron que no.
—No eran ellos —dijo el inspector. Y añadió: —Luego te digo el porqué. Sigue.
—Como creímos que nos seguían los espías, echamos a correr y entonces nos dispararon por segunda vez. Quedamos muy sorprendidos, porque pensamos que si los espías nos disparaban de nuevo, sería por la espalda. Pero no fue así, los disparos vinieron de frente a nosotros y mataron a Lucas y Humberto.
Armando se calló y el inspector permaneció en silencio, pensativo. Después tomó una de las hojas de  los reportes que le había pasado su secretaria y dijo: —Aquí tengo el reporte de balística de los proyectiles que mataron a sus amigos y del hombre que fue encontrado en la cajuela del auto del comandante Villa. Con respecto a éste último, tenemos que fue asesinado con una pistola Magnum .357 reglamentaria, que podemos suponer era el arma registrada a nombre del comandante. Y digo suponemos porque no fue hallada ningún arma en la casa del profesor Chilinsky.
Armando recordó entonces que mientras hacía la limpieza en la casa del profesor Chilinsky no había visto la pistola con que el comandante lo amenazó y que quedó tirada a un lado del cadáver. Sin embargo, no le dio importancia.
—Lo más extraño, sin embargo —continuó el inspector —, no es esto, sino el tipo de proyectiles que se encontraron en los cuerpos de sus amigos. Pertenecen nada menos que a una pistola Parabellum, comúnmente conocida como Luger.
El inspector hizo una pausa para que Gloria y Armando captaran la gravedad del caso y añadió, con tono cansado: — Como si esta historia de zombis, espías, policías corruptos y políticos conspiradores no fuera ya de por sí estrafalaria, ahora tenemos que agregar la posibilidad de que por ahí anden rondando los nazis.
En ese momento asomó la cabeza un muchacho, que dijo: —¡La cena!
El muchacho entró en el despacho y dejó una bolsa con tres charolas de poliestireno y tres latas de Pepsi. El inspector Estrada le firmó un recibo y el muchacho se retiró.
—Comamos —dijo el inspector, abriendo la bolsa y repartiendo las charolas (que contenían cinco tacos, dos sopes y salsa pico de gallo) y las latas. Cenaron ahí mismo sobre el escritorio del inspector, en silencio.
Cuando terminaron, el inspector Estrada puso las charolas y las latas vacías en la bolsa y la dejó tras de sí, en el suelo. Luego sacó un paquete de cigarrillos y los ofreció. Esta vez Armando también aceptó el cigarrillo. Mientras fumaban, el inspector Estrada decidió empezar a cuestionar a Gloria, a la que consideró apta para el interrogatorio después de ver la forma en que había devorado su cena.
—Vamos a ver, Gloria —comenzó —: abajo nos dijiste que había sido la gente de Isabela había sido quien había disparado. ¿A qué te referías con eso?
—Antes usted me tendría que explicar por qué me hizo caso —dijo Gloria, que por lo visto no quería dejar su actitud desafiante.
—¡Después, Gloria, después! —exclamó el inspector, entre irritado y divertido. Esa chica era de armas tomar.
—Tengo la hipótesis de que Isabela no era la verdadera Isabela, hija del profesor Chilinsky, sino una espía que se hacía pasar por ésta. ¿En qué me baso para ello? En primer lugar, la Isabela falsa (a la que llamo Isabela puta) no reaccionó como se supone debería reaccionar una hija a la que le han secuestrado a su padre recientemente y que se enfrenta a la violencia ahí mismo, en el recibidor de su casa. Si usted hubiera visto la total indiferencia que mostró ante la sangre en la escalera y la golpiza que le daban a Armando, creo que estaría de acuerdo conmigo. En segundo lugar, afirmó ante el cerdo comandante que Armando era Rolando Mota, a quién había reconocido por la voz y que supuestamente había participado en el secuestro del profesor.
Gloria apagó su cigarrillo en el cenicero y continuó: —En tercer lugar, la ropa que utilizaba la Isabela puta no era de ella. Pertenecía a Isabela.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el inspector.
—La ropa de Isabela puta le quedaba chica, por lo menos dos tallas. Eso hacía que su escultural cuerpo hiciera babear a todos los presentes.
Armando acusó el golpe y siguió fumando, como si no hubiera oído nada.
—Por último, y esto es lo más importante, considero que Isabela puta y sus compinches querían ver muerto a Armando o simplemente querían alejarlo de la casa del profesor Chilinsky por esto.
Gloria se quitó el escapulario del cuello y se lo pasó al inspector Estrada.
—Ese escapulario pertenece a Isabela, la hija del profesor Chilinsky. Me lo dio la Isabela puta porque ignoraba qué era. Cuando le pregunté por la imagen del escapulario, ella dijo que se trataba de la Virgen morena, la guadalupana, y en realidad es la de Matka Boska Częstochowska, la Virgen negra —ante la mirada interrogativa del inspector, Gloria añadió: —Es que soy media polaca. ¿Recuerda mi segundo apellido, Zdzitowiecki? —y continuó, —según sospecho, el profesor Chilinsky fue secuestrado junto con su hija y ésta fue reemplazada por la Isabela puta, que tomó sus ropas y lo que traía puesto. ¿Por qué lo hizo? Para revisar la casa y hacerse pasar por Isabela, por si alguien llegaba. ¿Qué buscaba la Isabela puta? Buscaba algo que no habían podido obtener cuando se llevaron al profesor y su hija. ¿Qué? El escapulario que usted tiene en la mano.
—¿Y para qué querría la Isabela puta, perdón, falsa, el escapulario? —preguntó el inspector, impresionado por la capacidad deductiva de Gloria.
—Porque la Matka Boska es milagrosa: El escapulario tiene inserta una memoria USB.
El asombro del inspector Estrada rebasó el límite y dio vuelta al escapulario. En efecto, en la parte de atrás se veía una pequeña memoria USB. Con un simple vistazo no era visible, ya que tenía el mismo color que el fondo plano del escapulario. Pero ahí estaba.
—¿Y qué contiene la memoria USB? —le preguntó a Gloria el inspector.
—No lo sé, inspector —dijo Gloria. —Soy una mujer, no una computadora.
El inspector Estrada quería ver lo que contenía la memoria USB, pero antes de insertarla en la computadora decidió explicarle a Gloria el por qué él le había hecho caso. La chica se lo había ganado.
—Conocí a Rolando Mota —dijo el inspector a Gloria— de la peor manera posible: a través de sus escritos póstumos. Estuve en la escena del ataque de zombis que ustedes habían tenido unas horas antes y pedí que me enviaran las posesiones materiales de los fallecidos. Sobre este escritorio estaban las armas de sus compañeros caídos y sus mochilas, de las cuales la única que llamó mi atención fue la de Rolando Mota, porque junto al equipo de supervivencia básico contenía esto que les voy a enseñar.
El inspector Estrada sacó de un cajón cinco carpetas, que puso sobre el escritorio y les explicó —: Estas carpetas contienen una serie de notas, recortes de periódico, blogs y cosas así. En sus notas, Rolando Mota reflexiona sobre la situación actual y habla de un plan espantoso que se fragua dentro de las esferas gubernamentales. Es tan denso el material que me lo llevé a casa para estudiarlo. Ahí me di cuenta de muchas cosas, pero lo más importante en este momento es el contenido de esta carpeta.
El inspector le pasó la carpeta a Gloria, que la hojeó. Consistía en una serie de gráficas, números y nombres. Tres de esos nombres estaban resaltados por un círculo rojo.
—Las gráficas y números que aparecen ahí son por completo irrelevantes —explicó el inspector. —Rolando Mota los utilizó sólo como una tapadera. Gracias a que leí el resto de las carpetas pude darme cuenta de eso. De otra manera, lo hubiera tomado por un galimatías. Una vez que conocí la clave, encontré tres nombres, mismos que señalé con marcador: el del profesor Chilinsky; el de Ireneo Villa, que fue el comandante de la AFI que intentó matar Armando y que tú te encargaste de impedírselo y, por último, el nombre de Anastasia Silovenka.
—¿Quién es Anastasia Silovenka? —preguntó Armando, un tanto mosqueado porque el inspector Estrada le hubiera pasado la carpeta a Gloria y no a él, que sabía más que ella sobre Rolando Mota.
—¿Isabela puta? —aventuró Gloria, mirando interrogativamente al inspector.
—Exacto —exclamó el inspector, y les explicó: —Cuando Armando me dijo que la casa pertenecía al profesor Chilinsky y que conoció a Rolando Mota, supe que había dado con algo, establecido una conexión. Pero aún así me faltaba una pieza importante para que todo encajara. Sin embargo, no podía dar con ella, hasta que Gloria mencionó a Isabela. Entonces todo pareció encajar y me pregunté: ¿Isabela tenía algo que ver con esa pieza faltante? En ese momento, pasé por alto el hecho de que Gloria hubiera dicho que Isabela era la “supuesta hija” del profesor Chilinsky y sólo me aferré al nombre. Luego, cuando hace poco Gloria explicó lo de su hipótesis sobre la falsa Isabela, todo encajó: la falsa Isabela debía de ser Anastasia Silovenka.
El inspector Estrada se levantó y comenzó a andar despacio por el despacho mientras continuaba. —Ustedes dos no lo saben, pero Isabela (o más bien, Anastasia) desapareció mientras los traían acá para interrogarlos. Cuando le intentaron tomar la declaración, ya se había ido de la casa. El sargento encargado de su arresto me había comentado ese hecho, pero no vi su alcance en ese momento. Antes de subir al despacho con ustedes, hice una última averiguación y me confirmaron que la llamada de auxilio había partido de la casa del profesor Chilinsky. Así que la única pregunta que me quedaba por contestar era: ¿por qué Anastasia había suplantado a Isabela? La respuesta ya me la dio Gloria: Anastasia buscaba una información, que por ignorancia no sabía que la tenía colgada al cuello y se la regaló: el escapulario con la memoria USB oculta.
El inspector Estrada regresó a su escritorio, balanceando el escapulario de su cordón y se sentó. —¿Alguna pregunta antes de ver qué es lo que contiene esta memoria USB? —dijo, encendiendo la computadora.
—¿Quién es Anastasia Silovenka? —preguntó Gloria.
El inspector Estrada sonrió, admirado ante la agilidad mental de Gloria, quien le había hecho la misma pregunta que Armando, pero después de contar con toda la información pertinente, lo cual hacía que ambas preguntas, aunque idénticas, fueran por completo diferentes. Si toda esa aventura acababa felizmente, el inspector Estrada pensaba hablar seriamente con Gloria y ofrecerle trabajo de investigadora.
—Aún no lo sé con exactitud —respondió el inspector Estrada, que al ver la cara de decepción de Gloria y Armando se apresuró a agregar: —Hace un rato me comuniqué personalmente con Tomás Carrington, quien es un amigo mío que trabaja en Interpol. Él se ofreció a colaborar de inmediato, porque me dijo que supo que Anastasia Silovenka había entrado al país recientemente. Tiene un equipo especializado que le permite acceder a Internet por canales restringidos, así que esperemos tener en poco tiempo la información. Yo tengo una idea de quién puede ser Anastasia, pero no me quiero adelantar… ¿Vemos lo que contiene la memoria USB?
Sin esperar respuesta, el inspector Estrada desprendió la memoria USB del escapulario y la introdujo en el puerto de su computadora, esperando sólo que la información no fuera una oración a la Virgen negra o algo por el estilo. Eso representaría un golpe bajo para él y para Gloria.
La memoria USB contenía un solo archivo, muy pesado. Cuando el inspector Estrada vio que el archivo se llamaba “Cura para el ANSD” vio recompensados todos sus esfuerzos hasta el momento.
—Anastasia Silovenka, sea quien sea —dijo el inspector, exhibiendo una sonrisa radiante —no sabía que a veces lo que buscamos está en nosotros mismos. Muchachos, lo que tenemos aquí es la cura para el virus zombi.


Eran las 3:45 AM cuando dieron por terminada la jornada. Después de aquél día tan ajetreado, los tres estaban exhaustos. El inspector Estrada decidió que lo mejor que podían hacer era irse a descansar. No venía al caso que todos se fueran a sus casas, así que el inspector Estrada ofreció a Gloria y a Armando quedarse con él en la comisaría.
—Tenemos un cuarto en el sótano que utilizamos para las guardias —dijo el inspector, reprimiendo un bostezo. —Es posible que sólo haya lugar para dos personas, así que Armando y yo podemos bajar y Gloria se queda aquí a descansar. Está el sillón de cuero, que no es muy grande, pero que creo que será suficiente para Gloria.
—Por mí está perfecto —dijo Gloria, dirigiéndose al sillón.
—Yo también estoy de acuerdo —comentó Armando, que titubeó y preguntó al inspector en un susurro: —¿Puedo quedarme un momento con Gloria? Necesito comentar algo con ella. En un momento lo alcanzo en el sótano.
El inspector Estrada no dijo nada. Sólo sonrió y le palmeó la espalda a Armando, antes de salir de su despacho.
Armando se dirigió al sillón, donde Gloria ya se había acostado, boca abajo, cubriéndose los ojos con su antebrazo. Durante un momento Armando se detuvo al lado del sillón, admirando a la vez el cuerpo y el espíritu de Gloria. Luego se sentó suavemente en el sillón a la altura de los muslos de Gloria y estirando la mano le acarició el pelo suavemente. Gloria no se movió.
—Gloria, ¿estás dormida? —le dijo en voz baja.
—Esa es una pregunta estúpida que no admite un sí —respondió Gloria, sin moverse un milímetro de su posición ni descubrirse los ojos. Pero en su voz no había enojo, ni malicia. Sólo era una voz amable que reaccionaba.
—¿Cómo están tus padres? —preguntó Armando.
Gloria se dio la vuelta y se le quedó viendo a Armando con una expresión tierna, como si la pregunta de Armando hubiera sido la única indicada para ese momento. —Mis padres están bien, gracias. Todos en el refugio estuvieron comiéndose las uñas por nosotros. También todos quedaron muy tristes por saber que Sanjuana, Humberto y Lucas no sobrevivieron. Sin embargo, el resto de los compañeros llegaron a salvo y eso los alegró un poco. Bueno, a todos menos a papá, quién pedía a gritos mi cabeza. Estaba muy enfadado conmigo y culpó a mamá de haberme dejado ir tras ustedes.
—¿Y es cierto eso? —preguntó Armando.
—Sí —dijo Gloria, con una sonrisa torcida. —Mamá sabe que una vez que algo se me mete a la cabeza es imposible quitármelo. Así que aquella noche en las que se hicieron los equipos decidió hacerse de la vista gorda. Ella se iría con papá y yo me iría tras de ti. Cada quién con su hombre.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Armando emocionado.
—Buenas noches —dijo Gloria, enderezándose para darle un rápido beso en la boca a Armando y volviendo a su posición anterior.
—Gloria, ¿estás dormida? —le preguntó Armando otra vez, en broma.
—Sí —respondió lacónicamente Gloria.
Armando sonrió y se retiró del despacho. Sentía que ya Gloria y él habían hecho las paces. Bajó por las escaleras hasta el sótano y encontró el cuarto de descanso. El inspector Estrada ya se encontraba roncando sobre un catre. Armando se dirigió al otro único catre que se encontraba desocupado y se acostó. Apenas puso la cabeza en el catre, cerró los ojos y se durmió. Apenas un segundo después, sintió que alguien lo llamaba por su nombre y lo sacudía de un hombro.
—Armando… Armando, levántate…
Armando abrió los ojos y vio sobre él la cara sonriente de Gloria.
—¿Qué? ¿Pasó algo? ¿Qué horas son? —preguntó Armando, amodorrado.
—Levántate. No. Es la una —respondió Gloria a sus preguntas.
Armando se irguió y le quiso dar un beso a Gloria.
—Ahora no —dijo Gloria, rechazándolo con un ligero empujón. —Hueles a zombi y aquí hay mucha gente.
En efecto, el cuarto estaba lleno de hombres que miraban hacia ellos con curiosidad e intentaban adivinar qué hacía una chica tan linda en el cuarto de guardia. Armando se levantó del catre y siguió a Gloria, que salió del cuarto con todas las miradas sobre ella. Llegando a la escalera, Gloria se detuvo y se giró hacia Armando.
—Tenemos una reunión con el inspector a las tres —le dijo. —Es en el sexto piso, en la sala de juntas. Si te quieres lavar e ir al baño, hay un área de baños y servicios en el segundo piso, a un lado del gimnasio. En la cafetería en la planta baja puedes encontrar algo de comer. Diles que estás con el inspector Estrada, despacho 404. Te harán firmar un recibo. Los chilaquiles están fabulosos, te los recomiendo.
—¿Ya trabajas aquí o qué? —le preguntó Armando, asombrado.
—Casi —le respondió enigmáticamente Gloria, sonriendo. —Lo que pasa es que me levanté temprano y tuve tiempo de hablar con el inspector Estrada y de recorrer las instalaciones. Bueno, me tengo que ir. Nos vemos en la junta.
—¿A dónde vas? —le preguntó Armando.
—Tengo que hacer una llamada muy importante. Después te vas a enterar —dijo Gloria y subió la escalera, perdiéndose de vista.
Armando se quedó sin moverse durante un rato. Se preguntó si podría aguantarle el ritmo a Gloria. Era increíble su vitalidad.
Con un suspiro, Armando subió la escalera hasta el segundo piso, donde tuvo la oportunidad de ir al baño y de darse una ducha. Después del baño, Armando se sintió rejuvenecido y bajó al comedor de la planta baja en el que por supuesto pidió chilaquiles.
Comió despacio, intentando despejar su mente y no pensar en nada. Cuando terminó firmó el recibo y subió hasta la sala de juntas del sexto piso. Muy a su pesar llegó jadeando, y le echó la culpa a los chilaquiles que acababa de comer.
Encontró la sala de juntas y entró. Nada más al traspasar el umbral, el buen humor que había tenido desde el final de la noche anterior se esfumó. En la sala se respiraba un ambiente cargado de tensión.
Alrededor de una gran mesa estaban sentadas ocho personas, siete de las cuales eran hombres. Sólo la presencia Gloria desentonaba en aquella reunión de machos. Porque eran machos: hombres recios enfundados en sobrios trajes oscuros que miraban hacia uno de los extremos de la sala, en cuya pared era proyectada una fotografía ampliada que a Armando le cortó el aliento.
Armando se preguntó si acaso había perdido tanto tiempo en bañarse y desayunar o la reunión había empezado antes. Cerró la puerta tras de sí y se sentó en el primer lugar que encontró libre, junto al inspector Estrada, que lo miró con cierto reproche, quizá por su tardanza.
—Lo siento, inspector, es que no sabía que… —le dijo Armando en un susurro.
—¡Shhh! Siéntate y escucha —le interrumpió el inspector Estrada. —Tomás está terminando su presentación.
Armando volteó la vista hacia la pared sobre la que estaba proyectada la imagen ampliada en blanco y negro de Anastasia. Era una fotografía de pasaporte, de esas en las que el maquillaje se reduce al mínimo y las expresiones son serias, burocráticas. Aún así, el rostro de Anastasia era hermoso.
—Resumiendo: Anastasia Silovenka Petrovich —decía con voz modulada y gruesa un hombre de mediana edad, de cabello rizado muy corto, sentado al extremo de la gran mesa —, supuestamente formaba parte del grupo de espías rusos que hicieron el ridículo el año pasado al ser descubiertos. El caso, si recuerdan, llamó la atención mundial por la torpeza de los espías y fue, además de un fiasco, un duro golpe al prestigio de los servicios de inteligencia soviéticos.
—Sin embargo —continuó—, la realidad es que Anastasia Silovenka es una agente doble: es una americana nacida en 1985 en Wisconsin, que trabaja para la Agencia Central de Inteligencia, la CIA. La cortina de humo que se formó alrededor de ella y que la incluyó en el círculo de los patéticos espías rusos descubiertos fue obra de la propia CIA, siguiendo una orden emanada de un alto cargo del gobierno norteamericano ligado con la FDA. ¿Qué hacen juntas la CIA y la agencia encargada de las drogas y alimentos en los Estados Unidos? Responder a eso nos va a corresponder a nosotros, no a ustedes.
En ese momento la fotografía de Anastasia Silovenka fue sustituida por la de un hombre joven que posaba en traje de playa ante una estatua de arena de un delfín.
—Giovanni Francesco Cuomo, vacacionando en Puerto Vallarta en 2008 —dijo el hombre llamado Tomás. —Es un conocido traficante de arte prehispánico que no tiene nada que ver con Anastasia Silovenka. Si se los presento aquí es porque gracias a que en Interpol le seguíamos el rastro fue como nos percatamos de que Anastasia había entrado al país hace apenas una semana. Uno de nuestros agentes localizó y arrestó a Giovanni en la aduana del aeropuerto de la Ciudad de México, tratando de abandonar el país y se armó un altercado. Las cámaras de seguridad a las que tuvimos acceso más tarde para revisar el incidente nos mostraron, al fondo del sitio donde tuvo lugar el arresto, el momento justo en el que Anastasia Silovenka y un grupo de cuatro hombres llegaban al aeropuerto de un vuelo procedente de la ciudad de  Atlanta, Georgia. Entre paréntesis, no saben lo que me molesta el hecho de que sigan llegando algunos vuelos del extranjero mientras a nosotros no se nos permite salir. En fin, como ven, un afortunado accidente fue el que nos puso sobre aviso de la llegada de Anastasia Silovenka a México. ¡Luces, por favor!
Las luces de la sala cobraron intensidad al tiempo en que se extinguía el proyector.
Armando tuvo oportunidad entonces de observar a los reunidos. Los cinco sujetos que no conocía (suponía que el que acababa de hablar, y que el inspector Estrada le había presentado como Tomás, era el Tomás Carrington de Interpol del que les habían hablado la noche anterior) parecían salidos del mismo molde: traje oscuro, corbata gris, cara de póker. Debían ser agentes de Interpol o guardaespaldas. Uno de ellos comentaba algo en voz baja con el Inspector Estrada.
Gloria, por su parte, hablaba con Tomás Carrington. Su mirada era seria y parecía estar totalmente concentrada en la plática. Armando se preguntó de qué estarían hablando.
—Bueno, caballeros —dijo el inspector Estrada —gracias por su atención. El director Carrington ya les explicó la importancia que tiene el presente caso y la necesidad de su más absoluta discreción. Recuerden: está en juego la seguridad personal de sus familias y de todos los mexicanos. Ya recibieron sus instrucciones, así que cúmplanlas al pie de la letra. Nos mantendremos en contacto.
Los cinco sujetos se levantaron de sus sillas en silencio y abandonaron la sala. Sólo se quedaron en sus asientos Gloria, Tomás Carrington y el inspector Estrada.
Armando se sintió perplejo. ¿Significaba aquello que la reunión había tenido lugar en su ausencia? Gloria le había dicho que la reunión empezaba a las tres y él estaba seguro de que había llegado al menos veinte minutos antes de esa hora. Pero la reunión ya había terminado, según entendió por las palabras finales del inspector. ¿Por qué? ¿Qué había pasado? ¿Acaso no lo querían en la reunión? ¿Y si había empezado justo cuando Gloria lo dejó en la escalera aduciendo que debía realizar una llamada importante? ¿La reunión era esa llamada? ¿Por qué?
—Bueno, pues parece que decidieron empezar sin mí —dijo Armando en voz alta, misma que fue aumentando de volumen conforme hablaba. —¿Por qué me citaron entonces? ¿No hubiera sido mejor haberme dejado dormir hasta las tres o más tarde? ¿Qué, acaso no cuento, no soy tan bueno como Gloria haciendo sus deducciones?
—Les dije que iba a reaccionar así —comentó Gloria.
—Armando… —dijo el inspector Estrada.
—¡Y un cuerno! —exclamó Armando, saltando de su asiento. —Si no son capaces de confiar en mí o me consideran un estorbo para sus planes, entonces búsquense otro idiota perfecto que les sirva.
—¡Armando, tú eres ese idiota perfecto que necesitamos! —dijo Gloria, lanzándole otra de sus miradas mortales. —¡Siéntate y te lo explico todo!
—¿Qué, acaso tú eres la que planeó todo esto o te crees ya la jefa? —exclamó Armando, con desdén, aunque volvió a sentarse, quizá de manera inconsciente.
—Gloria planeó todo esto y es ahora la jefa. Más vale que la escuches —dijo con su voz de barítono Tomás Carrington, sonriendo. De seguro estaba disfrutando el espectáculo.
Armando se quedó anonadado por lo que acababa de oír, lo cual fue aprovechado por el inspector Estrada.
—Mira, Armando —dijo. —Me imagino que estás enojado con nosotros por no haberte incluido en la reunión y lo entiendo. Yo mismo hubiera tenido una reacción similar a la tuya. Sin embargo, existen dos razones muy poderosas que nos obligaron a actuar de esa manera.
—¿Qué tipo de razones? —preguntó Armando que aún no podía creer todo aquello.
—Para empezar, de seguridad —respondió el inspector. —No era imprescindible que supieras lo que aquí se trató. No te hará falta para que actúes de forma natural y no comprometas el plan.
—¿Actuar? ¿Cómo tengo que actuar? ¿Qué plan? —preguntó Armando, perdido.
—En segundo lugar —continuó el inspector—, la naturaleza del caso no nos permite arriesgarnos a que todo el mundo sepa que tenemos la cura para el virus zombi. Sólo los que estamos en esta sala conocemos ese dato.
—Los sujetos que acaban de salir —intervino Tomás Carrington— son profesionales independientes que anteriormente han trabajado como apoyo de Interpol. Asistieron a la reunión para saber quién es Anastasia Silovenka y recibir sus instrucciones.
—¿Y qué instrucciones son esas? —preguntó Armando, que se sentía con el derecho a saber más de todo el asunto.
—Van a formar un equipo de búsqueda que va tras Anastasia Silovenka y yo seré el encargado de coordinarlos. Su jefe. Aunque todavía no estamos seguros de si Anastasia y los suyos aún mantienen secuestrados aquí en México al profesor Chilinsky y a su hija o ya los sacaron del país.
—¿Sacarlos del país, a dónde? —preguntó Armando.
—A los Estados Unidos —respondió Tomás Carrington. —Recuerda que la CIA puede estar involucrada en el secuestro.
—¿Y entonces por qué me dijo usted que Gloria era la jefa, si ella no está a cargo de la operación? —preguntó Armando, aún dolido por lo que consideraba una traición de parte de Gloria.
—Gloria está a cargo de la operación —ratificó Tomás Carrington —, sólo que el asunto es tan complicado que lo tuvimos que dividir en dos equipos de trabajo: uno que va tras la pista de Anastasia, del cual soy el jefe, y otro que va a entregar a Rolando Mota y a Isabela a los poderosos. En éste Gloria es la jefa.
—No entiendo nada —dijo Armando.
—No entiendes nada porque no has dejado de quejarte —dijo Gloria, sonriendo a pesar suyo al ver la cara de angustia de Armando. —Mi plan es sencillo y se basa en el hecho de que el cerdo comandante se fue al infierno creyendo de que tú eras Rolando Mota e ignorando que Anastasia no era la hija del profesor Chilinsky.
Gloria, al ver que Armando no captaba (o su subconsciente se negaba a captar) lo que decía, creyó necesario simplificar su explicación, así que dijo:
—Yo me haré pasar por Isabela y tú por Rolando Mota. El inspector será el encargado de “entregarnos” a los exjefes del cerdo comandante y así poder entrar al fondo de la cloaca.
Armando no dijo nada. Sólo se preguntó en qué momento Gloria se había vuelto completamente loca.





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