lunes

Estado de sitio






Una vez caída la noche, caminar por el Distrito federal se había convertido, al igual que en otras ciudades de México, en una forma del juego de la ruleta rusa.
Era una situación extraña, inédita en un país que no estaba en guerra con algún país extranjero, no sufría una guerra civil y que, según las apariencias, gozaba de todas las libertades civiles propias de una democracia: había libertad de tránsito, libre expresión e instituciones sólidas.
Sin embargo, un cáncer había invadido al país: la corrupción. Esto se traducía en la más completa impunidad, que permitía a todo el que violara la ley el mejor de los ambientes. El robo, el asesinato, la extorsión, el secuestro (y ahora los zombis) habían ido escalando posiciones gracias a la visión mezquina de su clase política, que anhelaba el poder más que cualquier otra cosa en el mundo.
—Aunque suene trillado, fue culpa de los políticos el que ahora estemos intentando salvar nuestras vidas. Fueron ellos los que permitieron la existencia de los zombis y el querer utilizarlos para sus mezquinos propósitos. ¿A quién demonios le importa quién lo gobierne o lo represente, mientras cumpla con sus funciones? Si querías saber cuál era ese poder oculto tras los zombis, ya sabes la respuesta: los políticos mexicanos.
Rolando Mota dejó de hablar y se recargó contra las puertas de los frigoríficos en donde se guardaban las bebidas, dejándose curar el brazo por Armando Guerra, que improvisaba un vendaje con toallas sanitarias que había conseguido en un estante.
Estaban refugiados en un Oxxo que había sido saqueado dos días atrás. La mitad de los estantes habían sido vaciados y el piso estaba lleno de mercancía aplastada, latas y papel periódico. La máquina de café había dejado de funcionar, pero un delgado chorro de agua hirviendo seguía cayendo al suelo, formando un charco que no dejaba de crecer.
Armando terminó de sujetar su improvisado vendaje en el brazo de Rolando y vio con satisfacción que parecía funcionar. La hemorragia había cesado. Luego dejó que Rolando le examinara la pierna, que había sido dañada durante la refriega.
Los dos habían sido atacados por un grupo de Vigilantes, que los habían tomado por un par de zombis auténticos. Hubo un inevitable intercambio de golpes antes de que Armando y Rolando convencieran a los Vigilantes de que eran zombis disfrazados y que también ellos pertenecían a la Resistencia zombi.
Ahora los Vigilantes los habían dejado provisionalmente en el Oxxo mientras una patrulla exploraba el área en busca de zombis. Después de que la patrulla hubiera regresado, juntos emprenderían la marcha para llegar hasta la casa en donde estaba oculto el profesor Chilinsky.
—Según veo, tu pierna está bien —le dijo Rolando Mota a Armando, mientras lo ayudaba a ponerse de pie. —Tienes un horrible moretón de varios colores, pero fuera del dolor no creo que vaya a empeorar.
Ambos caminaron hasta un par de bancos que había y ahí se sentaron. Armando le pasó a Rolando una lata de refresco que había encontrado y le dijo—: Déjame ver si entendí. Tú afirmas que todo el embrollo este de los zombis es culpa de los políticos, ¿no es así? ¿No crees que es un poco exagerado? Coincido contigo de que los políticos son una mierda, pero de eso a afirmar que son los causantes de todo…
—Yo no afirmo que son los culpables de todo —respondió Rolando Mota, dándole pequeños tragos a su refresco. —La sociedad en conjunto es la culpable del estado actual de las cosas en nuestro querido México. Sin embargo, sí afirmo que los políticos son los que están detrás de la invasión zombi.
—¿Cómo?
—Antes de responder a eso, quiero saber cuánto sabes de mí.
—¿Qué cuánto sé de ti?... veamos: eres uno de los actuales dirigentes de la Resistencia zombi. Anteriormente trabajaste como operador para todos los partidos políticos en México, en especial para los más importantes. También sé que te pidieron organizar la estrategia para las elecciones a gobernador en el Estado de México, ¿voy bien?
Rolando Mota asintió.
—Bueno… lo que también sé es que un buen día te presentaste ante ellos y renunciaste así, sin más. Luego desapareciste de la faz de la tierra. Eso es lo que sé de ti.
—¿Y no sabes el por qué renuncié?
—No. Por decisión propia siempre me he mantenido ajeno al quehacer político en éste país. Odio la política y odio a los políticos mexicanos, los cuales son en mi opinión los peores políticos del mundo. Así que no sabía ni quién eras, hasta que me lo dijiste cuando nos conocimos.
—Entiendo tu punto de vista acerca de los políticos —dijo Rolando Mota—, pero creo que tu alejamiento del tema no es algo muy sano que digamos. Por desgracia, todo lo que pasa en México tiene que ver con la política. No hay esfera ciudadana que no esté infiltrada por la política. Así que, intentar distanciarse del quehacer político no es algo muy sensato que digamos.
—Pero se puede de llevar una vida ajena a la política perfectamente normal.
—A nivel individual, sí. Pero su alcance es muy limitado. Tarde o temprano te topas con alguno de los tres principios en los que se basa el poder político mexicano.
—¿Qué son…?
—Los tres principios del quehacer político mexicano son: Hacer quedar mal al que actualmente detenta el poder; intentar conseguir un puesto pagado por el erario, y defender dicho puesto consiguiendo que tu partido se perpetúe.
—¿Eso es todo? ¿Con eso se consigue hundir al país?
—Así es. Sólo falta aplicar esos tres principios para mantener tu fortuna y la desgracia del país.
—¿Y por eso fue que renunciaste?
—¡Oh no, por supuesto que no —Rolando Mota se echó a reír. —A mí lo único que me interesaba era hacer dinero. Nunca sentí que traicionaba a esos malditos al trabajar simultáneamente para varios de ellos. No, lo que me hizo renunciar fue un plan secreto que surgió en una de las reuniones en El mojón.
—¿El mojón, qué es eso? —preguntó Armando, que se sentía confundido con la franqueza con la que hablaba Rolando Mota de su ambición por el dinero. De alguna manera, hasta entonces Armando había creído que Rolando Mota era un hombre honesto, que se había distanciado de los partidos políticos por escrúpulos éticos. Pero ahora veía que se había equivocado.
—El mojón es una hacienda que está en Jalisco —explicó Rolando Mota—, en la cual se llevan a cabo unas reuniones secretas de las que muy pocos están enterados y a las que asisten representantes de diversos partidos políticos, medios de comunicación y del crimen organizado.
—¿Y eso por qué? —se horrorizó Armando, quien nunca había creído en conspiraciones, pero que siempre se había preguntado si el gobierno no mantendría un pacto secreto con el crimen organizado.
—¿Recuerdas el primer principio de la política mexicana?
—¿Hacer quedar mal al que detenta actualmente el poder?
—Exacto —Rolando Mota alargó la mano y tomó un paquete de cigarrillos que había quedado tirado. Abrió el paquete y ofreció un cigarrillo a Armando. Ambos encendieron sus cigarrillos y se pusieron a fumar. Rolando Mota continuó. —La razón principal por las que iniciaron las reuniones en El mojón fue para intentar manejar el caos. ¿Qué quiero decir con esto? Que bajo la lógica del primer principio, entre peor estén las cosas para el que detenta el poder actualmente, mejores son las perspectivas para los que desean ese poder. En otras palabras, a muchos les conviene que impere la inseguridad, el desempleo y la falta de crecimiento económico.
—¿Para que se quejen de lo mal que está el Gobierno, como acostumbra hacerlo Manlio Flavio Beltrones, siendo que él mismo es parte del gobierno o como López Obrador que…
—Has captado la idea —lo interrumpió Rolando Mota. —Sin embargo, si te fijas bien, tampoco les conviene a los que quieren alcanzar el poder que las cosas estén tan malas, ya que si logran su cometido y alcanzan el poder esto podría perjudicarlos. Es por eso que se realizan reuniones secretas como las de El mojón. Ahí se hacen concesiones para que las cosas sigan mal, pero no tanto para que se pierda el rumbo.
—¿Y tú abandonaste la política por eso, porque no estabas de acuerdo en esa clase de pactos secretos? ¡Vaya, pues qué honrado! —exclamó Armando, con sarcasmo.
—No, para nada —respondió Rolando Mota, sin ofenderse. —Yo mismo asistí a alguna reunión en El mojón, en la cual obtuve muy buenos tratos. Me dedico… perdón, me dedicaba a la política, y cualquiera que, como yo, se dedique a la política como medio de vida está más que podrido. ¿Recuerdas que hace poco dije que los políticos no eran ellos solos los causantes de todo lo malo, que la sociedad en su conjunto también tenía la culpa?
—Sí, lo dijiste —respondió Armando, lacónico, ya que se estaba cansando de esa plática.
—Bien, lo repito: la sociedad en conjunto es también parte del problema. No sólo no se ha unido para acabar con todas las tropelías que cometen los políticos, sino que también se ha unido a su causa. ¿Cómo? Les ha seguido el juego. Si te fijas bien, desde el 2006 la sociedad se ha vuelto más política. Todos se han interesado en política y son muy pocos los que se mantienen al margen, como tú.
—¿Y eso, es bueno o malo?
—Es más malo que el pecado. El problema no está en que la gente se haya involucrado en política, sino en la polaridad que dicho involucramiento ha representado. Los que son de izquierda defienden encarnizadamente a la izquierda y los de derecha a los suyos. Sé que esto suena a Perogrullo, pero lo que te quiero dar a entender es que la polaridad ha llevado al fanatismo. Nadie es tolerante cuando se trata de política.
—¿Y qué tiene que ver eso con la reunión esa en El mojón?
—Qué bueno que preguntas eso, porque ya me estaba desviando del tema. Esa reunión en El mojón fue distinta de las otras porque fue convocada de emergencia. Y la emergencia fue por la primera noticia que se tenía de la existencia de los zombis. Yo tengo un contacto dentro de esas reuniones y él fue el que me informó de todo lo que ahí se trató. Además de la noticia del ataque de los zombis, también se dijo en la reunión que los que cayeron enfermos de influenza fue por haber ingerido droga contaminada.
—Pero eso no es verdad. No es influenza, sino el virus zombi.
—Eso lo sabemos ahora, pero en esos momentos creían que era influenza. Sin embargo, también sabían que los infectados por el virus no se comportaban igual que los enfermos normales de influenza, sino que después de los síntomas iniciales quedaban en un estado que llamaron “hipnótico”. Pues bien, aquellos de los integrantes de la reunión que representaban a los partidos políticos se dieron cuenta de que esto podría representar una mina de oro para ellos.
—¿Cómo? No lo entiendo —exclamó Armando, que a pesar suyo volvía a interesarse en el tema.
—Esos tipos pensaron, con razón, que los infectados que no se convertían en zombis eran personas altamente sugestionables, lo cual les venía como anillo al dedo para sus propósitos proselitistas.
—O sea, que los querían utilizar para ganar las elecciones.
—Exacto. Y eso, aún para un perfecto cínico como yo, era algo intolerable. Así que renuncié a seguirles el juego y me dediqué a investigar todo lo que pudiera acerca de los zombis. Así fue como me enteré de la existencia del doctor Chilinsky.
—Eso me recuerda que ya llevamos mucho tiempo aquí —comentó Armando, que dejó su lugar en el banco y fue hacia donde estaba uno de los Vigilantes haciendo guardia.
—¿Cómo va todo, José? —le preguntó al Vigilante, un muchacho de apenas dieciséis años que tenía un curioso aspecto, ya que vestía un uniforme camuflado y unos tenis de color rojo.
—No lo sé, ya se tardaron mucho allá afuera —respondió el muchacho, que agregó —: ¿Cómo está Rolando, y tu pierna?
—Ambos están bien —respondió Armando con una sonrisa. —¡Vaya paliza que nos pegaron! Lo bueno que los pudimos convencer a tiempo de que no éramos zombis.
—Paramos al ver las mochilas —dijo José —, los zombis no las usan —. En ese momento, cinco figuras se acercaron a la tienda rápidamente. Parecían muy excitados.
—El camino está lleno de zombis —dijo el líder de los exploradores entre jadeos. —Peinamos la zona y establecimos una ruta que podría resultar segura. Sin embargo, aprovechamos para buscar algo con qué defendernos. Fue por eso que nos tardamos un poco más.
—¿Y qué encontraron? —preguntó Armando.
—Encontramos la guarida de Huitzilopochtli —respondió el líder, de nombre Joaquín, con una amplia sonrisa. Le pidió a otro de los exploradores que se acercara y que les mostrara a todos lo que habían conseguido.
El explorador se acercó cargando un saco de yute al parecer muy pesado. Cuando lo abrió, todos pudieron ver una gran cantidad de hachas, machetes y cinco espadas samuráis.
Armando Guerra se alegró muchísimo con el botín e inmediatamente hizo suya una espada samurái. Si había una mejor defensa contra un zombi en un país como México, en el que la posesión y portación de armas por particulares estaba prohibida, Armando no la conocía.
—Fue en una tienda de antigüedades que está cerca de aquí —comentó Joaquín.
—Bueno, ya basta de plática. Tenemos que llegar hasta el profesor Chilinsky —dijo Armando. Todos entraron a la tienda y comentaron con Rolando Mota los pormenores de la exploración. (Mientras habían estado ocultos en la tienda, Armando y Rolando aprovecharon para deshacerse de sus disfraces de zombis. Ya no estaban dispuestos a que los volvieran a confundir con zombis. La ropa no la podían cambiar, pero sí su cara y su pelo. Tomaron cremas y navajas de afeitar y procedieron a lavarse el rostro y a afeitarse en la trastienda). Se repartieron las armas, llenaron sus mochilas con artículos varios que podían necesitar y salieron a la noche, dispuestos a enfrentarse con los zombis si se los encontraban en el camino.
El grupo estaba compuesto por ocho personas. Avanzaban en dos grupos de cuatro en extremos opuestos de la calle. Esto les daba una menor visibilidad como grupo y un mayor grado de maniobra en caso que se toparan con zombis.
Armando avanzaba junto a Joaquín, José y una exploradora (la única mujer del grupo) llamada Gloria. Era una chica bonita de veinticinco años, con un cuerpo delgado muy bien proporcionado y con la valentía suficiente para descabezar a un zombi.
—Recuerden apuntar a la cabeza —les había dicho Rolando Mota antes de abandonar el Oxxo. —Es la única manera de acabar con ellos. Si los quieren detener, pueden cortarles una pierna o los brazos. Pero si los quieren matar, deben de cortarles la cabeza.
Las calles estaban vacías. El ataque de los zombis esa noche en Palacio Nacional había hecho cundir el pánico. Aún los Ciudadanos, que por lo general eran indiferentes al peligro, habían decidido al parecer quedarse en sus casas.
Sin embargo, eso no significaba que el camino era seguro. A cada tanto se escuchaba el ruido de gruñidos y lamentos y gritos. Además, la peculiar forma de locomoción de los zombis, con su arrastrar de pies y sus movimientos pausados, hacía muy difícil localizarlos a la distancia. Por lo general uno se topaba con ellos de forma tan repentina que era muy difícil escapar. Había que hacerles frente o morir devorado.
Los dos grupos recorrieron las desiertas calles durante quince minutos sin haberse topado con ningún zombi.
—Pues parece que todos los zombis se quedaron en el Palacio Nacional —comentó Gloria, que balanceaba su machete de arriba abajo mientras caminaba.
—No lo creo —respondió Armando, que se había ceñido la espada en su cadera izquierda, lo cual le permitiría extraer la espada con facilidad llegado el momento.
—¿Por qué? —preguntó Joaquín.
—Porque yo me topé con un grupo de SMES bastante lejos del Palacio Nacional. No creo que todos los zombis de la zona se hayan unido a los del ataque.
En ese momento doblaron la esquina y un grito del grupo de la acera de enfrente les puso los pelos de punta: ¡Zombis!
Un grupo de unos treinta zombis aparecieron ante ellos. Salieron a relucir las armas y la lucha comenzó.
Un zombi cayó sobre uno de los exploradores que acompañaba a Rolando Mota y le arrancó el brazo con el que empuñaba el hacha. Luego lo atrajo hacia sí y le pegó una mordida tan salvaje que le destrozó el cráneo. El explorador se convulsionó mientras el zombi le comía el cerebro.
Ninguno del grupo de exploradores pudo impedir su muerte, ya que se vieron cercados por el grupo de zombis, los cuales mostraban una mayor movilidad que muchos de sus iguales.
Las espadas samuráis, hachas y machetes se movían a diestra y siniestra, cercenado extremidades u ocasionando horribles heridas. Los zombis no mostraban signos de dolor, continuaban atacando a pesar de haber perdido algún brazo. Aquellos zombis a los que los exploradores habían alcanzado a amputar alguna pierna, se retorcían en el suelo intentando avanzar. No lo lograban, pero estorbaban la defensa.
Armando Guerra blandía su espada samurái con ambas manos y pronto dejó de cortar brazos y piernas y se centró en las cabezas de sus atacantes. Efectuando amplios círculos con los brazos, alcanzó a cortar nueve cabezas de zombis antes de que un fuerte golpe en la espalda le hubiera hecho caer al suelo.
Dos zombis niños se acercaron rápidamente a donde Armando había caído e intentaron arrancarle la espada de las manos. Las cabezas de ambos niños fueron cortadas por dos certeros golpes de machete y sus cuerpos decapitados cayeron sordamente al suelo.
Armando pudo ver la cara contorsionada de Gloria, que tenía una mirada salvaje de triunfo al cortar las cabezas de los niños zombi, antes de saltar e impedir que un zombi la atacara por la espalda. La espada samurái de Armando pasó rozando la coronilla de Gloria y se incrustó en medio de la cara del zombi. Gloria no esperó a que Armando retirara su espada y de un golpe furioso cercenó la cabeza del zombi herido.
—Gracias —alcanzó a musitar Armando.
—De nada —contestó Gloria y ambos volvieron a unirse a la lucha.
Esta duró unos diez minutos, que a todos les parecieron siglos. Al final de la lucha sólo quedaron tres sobrevivientes: Armando, Gloria y José, con su uniforme camuflado lleno de sangre que hacía juego con sus tenis rojos.
Rolando Mota y el resto de los Vigilantes y exploradores estaban muertos. Los once zombis que habían quedado indemnes se encontraban devorando sus entrañas en esos momentos. Los tres sobrevivientes decidieron dejar a los zombis devorar los cuerpos de sus amigos caídos. Total, todo se trataba de sobrevivir y no de deseo de venganza.
Armando sabía a dónde dirigirse para encontrar al profesor Chilinsky. Así que les dijo a sus compañeros ¡vamos!, y se retiraron corriendo del lugar de la masacre, internándose en otras calles, en donde podían estar asechándolos otros zombis.
El nombre del juego era sobrevivencia.



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