lunes

La ley y el orden






—Llegaron los detenidos, inspector. Están en la sala tres.
—Gracias, Julián —respondió el inspector Palomino Estrada, guardando unos papeles en el cajón de su escritorio. —Diles a los muchachos que los dejen ahí, solos; que Román monte guardia ante la puerta de la sala. Yo bajaré en unos minutos.
Salió Julián del despacho y el inspector Estrada suspiró. Le esperaba una tarde difícil y antes debía de establecer el curso de acción a seguir. Volvió a abrir el cajón de su escritorio y sacó un paquete nuevo de cigarrillos. Abrió el paquete, sacó un cigarrillo y lo encendió. No le importaba si lo sancionaban. Necesitaba el humo para ayudarse a pensar.
El caso lo ameritaba: Hacía unas horas se había recibido una llamada a la central en la que una mujer solicitaba la presencia de la policía. Al parecer habían asesinado a tres personas en su casa y la asesina (porque era mujer) seguía rondando por la zona.
Hasta aquí el caso resultaba normal hasta cierto punto. Aún en tiempos de zombis había personas que se asesinaban entre sí. Y las mujeres también participaban en los asesinatos, aunque estadísticamente en un grado mucho más bajo que los hombres.
Así que el inspector Estrada envió un destacamento de ocho hombres al lugar de la emergencia. Tenía confianza en que sus hombres atraparan a la asesina. Se había encargado personalmente de depurar el departamento de policía y sólo había conservado a los mejores hombres. (En México, la policía se había convertido en los últimos años en una verdadera caterva de ladrones, traidores a la patria y asesinos. El inspector Estrada no estaba de acuerdo con eso y quiso recuperar la confianza de la población).
Sus hombres habían localizado la casa, pero ya antes de llegar a ésta habían comenzado las complicaciones. A unos cien metros de la casa encontraron en la calle los cuerpos acribillados de dos hombres.
Los policías llegaron a la casa en dos patrullas y pudieron sorprender a la asesina y a un cómplice, a los cuales aprehendieron. Revisaron la casa y, efectivamente, encontraron los cuerpos de tres hombres asesinados.
Y aquí el caso se complicó definitivamente: los tres hombres habían sido asesinados con una espada y eran policías. Uno de ellos vestía el uniforme de la Agencia Federal de Investigaciones y tenía el grado de comandante. Los otros dos eran policías ministeriales vestidos de paisano.
Cuando el inspector Estrada recibió la información desde el lugar de los hechos, frunció el ceño ante la mención de la espada como arma del crimen.
—¿Qué tipo de espada fue la que utilizó el asesino? —le preguntó el inspector Estrada al sargento encargado.
—Una espada samurái, inspector —respondió el sargento.
—Mándenme inmediatamente la espada y cualquier otro implemento que llevaran los sospechosos al momento del crimen, como sus mochilas. —Ordenó— Después me los traen a los dos esposados para acá para interrogarlos.
—Entendido, inspector. Una cosa más, inspector —añadió el sargento: —La mujer que efectuó la denuncia de hechos, y que estaba en la casa cuando llegamos, desapareció.
—¿Qué quiere decir con eso, sargento? —preguntó el inspector Estrada, enojado.
—Lo que quiero decir es que la mujer estuvo presente durante la captura de los sospechosos, pero cuando se la buscó para que rindiera su declaración no fue posible encontrarla. Se fue de la casa.
—Muy bien, sargento. Entendido —dijo el inspector Estrada, aunque en realidad no estaba seguro de haber entendido la implicación de la huida de la mujer. —Mándenme de inmediato eso que les pedí y después me traen a los sospechosos.
En treinta minutos tuvo sobre su escritorio la espada y las mochilas de ambos sospechosos. Al ver la espada, el estómago se le encogió: era prácticamente idéntica a la que habían obtenido en la escena de la carnicería zombi dos días atrás.
Al revisar las mochilas se encontró con otra sorpresa: una carpeta metálica que contenía un folleto incluido en los apuntes de Rolando Mota.
¿Tendrían relación ambos casos, el asesinato de tres policías, dos hombres acribillados y el ataque de zombis en el que falleció Rolando Mota?
El inspector Estrada tenía muchas preguntas que hacerles a los dos sospechosos. Así que encendió otro cigarrillo y lo fumó lentamente antes de bajar y efectuar el interrogatorio.


Mientras el inspector Estrada reflexionaba, tres pisos más abajo Gloria y Armando esperaban dentro de la sala de interrogatorios. Estaban sentados frente a frente ante una mesa de madera desnuda, esposados y en silencio.
Gloria no había dicho una sola palabra desde que entró la policía a la casa del profesor Chilinsky. Sólo había intercambiado una mirada de furia con Armando cuando los metieron en un auto patrulla. A partir de ahí había mantenido la mirada baja.
Armando, por su parte, había intentado explicar a la policía lo que había ocurrido e incluso se había atribuido los asesinatos, esperando con ello proteger a Gloria, y también había tratado de hablar con Gloria, que había optado por la sordera voluntaria.
Los minutos pasaban y Armando no podía dejar de culparse por haber sido tan estúpido de no haberle hecho caso a Gloria cuando ésta le dijo que no debía confiar en Isabela. Pero, por otra parte, Gloria nunca le había dicho de manera directa el por qué ella no confiaba en Isabela. Sólo utilizó indirectas. Armando quería que Gloria le dijera qué fue lo que había pasado, así que decidió intentarlo de nuevo, ahora que estaban solos.
—Gloria —comenzó, utilizando un tono de voz suave —, sé que me comporté como un idiota y que no te hice caso, como debería haberlo hecho. Pero parte de la culpa es tuya (perdóname por decírtelo) por no haberme dicho las cosas de manera directa.
—¿Cómo? —preguntó en voz baja Gloria, sin levantar la vista de la mesa.
—No sé. Por ejemplo… —Armando se sintió feliz de haber logrado hacer hablar a Gloria. Pero tenía que tener cuidado en escoger bien sus palabras, ya que si no lo hacía Gloria volvería a su mutismo. —Por ejemplo, ¿cómo fue que te diste cuenta de que Isabela no era de fiar?
—Ya te lo dije. Y fue de manera directa —contestó Gloria, levantando la mirada por primera vez, desafiante: —Te dije que esa mujer no reaccionó cuando el cerdo comandante te golpeaba ni cuando te apuntó con su arma. Y también te dije que esa mujer dijo haber reconocido en ti a Rolando Mota, por tu voz. ¿Acaso hay una manera más directa de decirte las cosas? ¿Qué querías, que te lo dibujara?
Armando no tuvo respuesta para eso. Por supuesto que Gloria se lo había dicho de esa manera, y él no le había hecho caso. Era un idiota.
—Pero debes de tener en cuenta que yo no tenía tu perspectiva, Gloria —dijo Armando en un intento por atenuar su estupidez. —Me estaban golpeando e interrogando y no me pude dar cuenta de las reacciones de Isabela en esos momentos.
—Pero cuando te lo dije ya nadie te golpeaba o interrogaba —dijo Gloria, evaporando cualquier tentativa de atenuante.
—¿Y eso fue lo que te convenció definitivamente de la falta de confianza en Isabela? —Preguntó Armando, en un último intento de redención.
—No. Lo que me convenció definitivamente de que esa mujer no era una persona de fiar fue esto —Gloria alzó las manos esposadas y tomó el escapulario que Isabela le había regalado, en un gesto de aparente buena voluntad, cuando le había pedido disculpas a petición de Armando. —Cuando se lo pregunté, esa mujer me dijo que la imagen del escapulario era la de la Virgen morena, la guadalupana, y eso no es verdad. La imagen de este escapulario es la de Matka Boska Częstochowska, la Virgen negra.
Armando quedó mudo.
—Apenas me conoces, Armando —dijo Gloria, sonriendo a pesar suyo al ver la expresión de asombro de Armando. —Mi nombre completo es Gloria Garza Zdzitowiecki. Mamá es de origen polaco y es devota de la Virgen negra de Częstochowska, devoción que comparto. Así que cuando alguien dice que las imágenes de la Virgen morena y la Matka Boska son las mismas, ese alguien no sabe de lo que habla.
Armando pensó que Gloria realmente era una chica muy especial. Y tenía razón: apenas la conocía. Ojalá pudiera llegar a conocerla mejor algún día.
—¿Por qué no me insististe que me fuera contigo cuando dijiste que te gustaría ponerte en contacto con el refugio? —preguntó Armando. —En vez de eso, dijiste simplemente ¡adiós!, y te fuiste.
—Lo hice de esa manera para darte una lección —dijo Gloria, endureciendo el tono de voz. —Estabas tan embobado por la belleza de esa puta, que simplemente no pude soportarlo y me fui. El hablar por teléfono fue sólo una excusa para intentar sacarte de ahí, de retirarte de las garras de esa puta. Fue una suerte (bueno, una suerte a medias por lo que pasó después) porque pude ver que los autos patrulla se dirigían a la casa del profesor Chilinsky. Algo inútil, porque tampoco quisiste salir esta vez. Hasta que la policía nos sacó de ahí. Brillante.
Armando se quedó pasmado por la explicación de Gloria y aventuró una pregunta, que sabía que le podía costar muy cara, pero que era necesario hacer: —Gloria, ¿acaso llamas puta a Isabela porque estabas celosa de ella?
Gloria bajó la cabeza y comenzó a llorar. Luego, con voz entrecortada le preguntó a Armando: —¿Tan difícil resulta para ti darte cuenta que te amo?
Armando quedó como fulminado por un rayo. Eso explicaba el comportamiento de Gloria que antes le pareció tan enigmático: su comportamiento en el refugio; su furia por no ser incluida en los equipos de búsqueda; su salida subrepticia del refugio; la persecución; el matar a aquellos hombres… Todo lo había hecho por él. Para protegerlo. Porque lo amaba.
 Armando no tuvo tiempo de recuperarse de la impresión que le causaron las palabras de Gloria porque en ese momento se abrió la puerta y apareció el inspector Palomino Estrada, que tenía un don especial para llegar en el momento justo en que los sospechosos que esperaban un interrogatorio estaban emocionalmente deshechos.
—Buenas noches —saludó y se sentó a la mesa. Sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor y los puso sobre la mesa. También sacó una grabadora de bolsillo que colocó sobre la mesa, pero sin encenderla. —Soy el inspector Palomino Estrada y me gustaría hacerles unas preguntas. Generalmente no soy tan amable en los interrogatorios, porque el noventa y nueve por ciento de los que interrogo son criminales, y culpables por añadidura. En su caso creo que nos enfrentamos a algo distinto. Sé que me juego mi carrera y mi reputación por actuar de esta manera, pero es a ustedes y no a mí a los que les corresponde el confirmarme que no estoy equivocado.
El inspector hizo una pausa y ofreció cigarrillos a Gloria y a Armando. Gloria aceptó el cigarrillo, que el inspector puso gentilmente en su boca y se lo encendió, notando entretanto las lágrimas que se secaban en las mejillas de la chica, mientras Armando ni siquiera reaccionó. Seguía estupefacto por la confesión de Gloria. El inspector lo notó, así que decidió empezar el interrogatorio con Gloria.
—¿Cómo te llamas?
—Gloria Garza Zdzitowiecki.
—Gloria, ¿mataste tú a esos hombres?
—¡Ella no los mató, yo lo hice! —exclamó Armando, que por fin reaccionó.
—Estoy interrogando a Gloria —le dijo el inspector a Armando, molesto. —No interrumpas o haré que te saquen de aquí —. Armando cerró la boca.
—Gloria, ¿mataste tú a esos hombres? —repitió el inspector.
—Sí, yo los maté.
—¿Por qué? —preguntó el inspector, que se estremecía cada vez que alguien confesaba haber cometido un asesinato.
—Fue en defensa propia.
El inspector alzó las cejas, sorprendido por la respuesta de Gloria.
—Gloria —le dijo, con voz calma —, según los informes preliminares de la escena del crimen que me hicieron llegar, los cadáveres mostraban heridas producidas por un arma punzo-cortante, dos de ellos en los costados y uno en el cuello. La herida de éste último indicaba que el arma punzo-cortante había ingresado por la base de la nuca y salido por la boca. ¿Me puedes explicar cómo se puede interpretar eso como defensa propia?
Gloria exhaló el humo del cigarrillo y dijo: —Esos tipos eran unos cerdos malos. Quizá fueran policías, pero en ese caso eran unos cerdos policías malos. Torturaron a un tipo y lo ejecutaron frente a nosotros; después iban a ejecutar a Armando. Así que eran ellos o nosotros: defensa propia.
—¿Puedes probar eso? —le preguntó el inspector, impresionado por la sangre fría de la chica.
—Sí —contestó Gloria, lacónica, y preguntó: —¿Ya revisaron la cajuela del auto de los cerdos? Está estacionado cerca de la casa. Es un auto azul.
—¿Qué hay en esa cajuela? —preguntó el inspector, confundido.
—Mi prueba —contestó Gloria, y apagó el cigarrillo en el cenicero con sus manos esposadas. 
 —¡Román! —gritó el inspector.
En el acto se abrió la puerta y se asomó el rostro del guardián.
—Román, comunícate de inmediato con el sargento Taboada. Dile que necesito saber en éste momento si ya se revisó el auto del comandante Villa y si se encontró algo en su interior. ¡Vamos, muévete!
El inspector Estrada tomó un cigarrillo y lo encendió. No sabía si la chica decía la verdad o no. En ambos casos, le parecía imposible que una chica tan delicada y bonita y con apenas uno cincuenta de estatura, tuviera el valor de manejar una espada y matar con ella a tres hombres.
El tiempo transcurría y todos guardaban silencio. El inspector Estrada era consciente del paso del tiempo y lo utilizaba como medida de presión, evitando continuar el interrogatorio. Sin embargo, hasta él comenzaba a sentir la presión.
La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y entró Román, que entregó una hoja de papel al inspector Estrada. “Su informe, dijo” y volvió a salir.
El inspector Estrada leyó el escueto informe. En efecto, ahí se señalaba que en la cajuela del auto del comandante Villa, un Honda azul 2011, se había encontrado el cadáver de un hombre, que presentaba una herida de arma de fuego en la cabeza y signos diversos de una tortura previa.
El inspector dejó la hoja sobre la mesa y le preguntó a Armando:
—¿Cómo te llamas?
—Armando Guerra —contestó, intrigado por el hecho de que el inspector no hubiera continuado con su interrogatorio a Gloria. ¿Acaso el informe que le habían dado decía que no habían encontrado nada en el auto? ¿No se habría equivocado Gloria de auto?
—¿Qué hacías en la casa donde se cometieron los asesinatos?
—Era la casa del profesor Chilinsky, con el que planeaba reunirme. Cuando llegué me di cuenta que algo malo le había pasado. Después me enteré que lo habían secuestrado. Luego llegaron los policías esos y me confundieron con otra persona, por lo que quisieron matarme. Gloria me salvó.
—¿Con quién te confundieron? —preguntó el inspector, que al oír que la casa pertenecía al profesor Chilinsky sintió un nudo en el estómago. Casi intuía la respuesta de Armando.
—Con un hombre llamado Rolando Mota.
Ahí estaba. La conexión que había estado esperando. El inspector Estrada no modificó en nada su expresión (no por nada era el mejor jugador de póquer de la corporación) y apagó su cigarrillo suavemente en el cenicero.
Pero su mente aceleró su movimiento frenéticamente. Debía de utilizar sus recursos de la mejor manera posible, a fin de que la información que había recibido en esos momentos pudiera ayudarle a llegar al fondo de la cloaca que había descubierto dos días atrás.
Al día siguiente de la muerte de Rolando Mota, después de leer en su despacho parte del material que guardaba éste en su mochila, el inspector Estrada tuvo el presentimiento de que había algo más en todo el asunto. Así que se llevó a su casa la mochila de Rolando Mota con todo su contenido y se dispuso a leerlo detenidamente, sobre todo una carpeta en la que había visto gráficos y cifras aparentemente sin sentido.
Resultó que ese galimatías de cifras tenía un sentido, y bastante concreto. Apuntaba a una gran conspiración que se fraguaba al interior del gobierno: escrito en un lenguaje cifrado que resultaba comprensible una vez que se aislaban ciertos nombres clave, se perfilaba un plan para obtener el poder absoluto en México, de una forma que ni el más fanático de los revolucionarios hubiera podido soñar.
Y entre esos nombres clave figuraban los del profesor Chilinsky, el comandante Ireneo Villa (cuando leyó en el informe de esa tarde que uno de los asesinados era el comandante, su alarma interna empezó a sonar, frenética) y el de Anastasia Silovenka, que no le decía nada al inspector, pero que quizá fuera el más importante de todos.
Armando acababa de revelarle que la casa de los asesinatos pertenecía al profesor  Chilinsky (otro dato importantísimo que no le había llegado con el informe de los asesinatos, en donde sólo se hablaba de “el lugar de los hechos”) y ahora sacaba a colación el nombre de Rolando Mota.
El inspector Estrada sentía que también había descubierto otra cosa importante, pero no lograba aprehenderla. Como cuando no se logra recordar algo y se dice: “lo tengo en la punta de la lengua”.
El inspector Estrada sabía que debía de jugar muy bien sus cartas, pero aún no se decidía con quién, si con Gloria o con Armando.
Decidió continuar con Armando.
—Armando —le dijo. —¿Conocías a Rolando Mota?
—¡Claro! —respondió Armando, que vio una buena oportunidad en la pregunta para desviar la atención de la policía de los asesinatos de Gloria. —Rolando Mota pertenecía, como yo, a la Resistencia zombi y me escogió para hacer de contacto con el profesor Chilinsky. Me citó en la posada de Palacio Nacional para darme instrucciones, pero hubo un ataque de zombis y tuvimos que huir…
Armando continuó relatando, con un torrente de palabras producto del nerviosismo, cómo habían tenido un encuentro con los Vigilantes; que se habían recuperado de sus heridas en un Oxxo abandonado; cómo habían conseguido las espadas; cómo se habían encontrado con los zombis; cómo Rolando Mota había sido muerto por los zombis cuando se dirigían a la casa del profesor Chilinsky…
—Un momento, Armando —lo detuvo con un gesto de la mano el inspector Estrada, quien estaba impresionado del involucramiento de Armando en el asunto. —¿Estuviste presente en el momento de que los zombis mataron a Rolando Mota?
—Los dos estuvimos presentes, inspector —intervino Gloria, que se sintió molesta con Armando por no haberla incluido en el relato, sin saber las intenciones de éste. —Yo formaba parte, como exploradora, del grupo de Vigilantes que confundió a Armando y Rolando con zombis. Después de ahí, Armando y yo seguimos juntos —concluyó Gloria, poniendo énfasis en sus últimas palabras.
El inspector Estrada quedó anonadado con las palabras de Gloria. El hecho de que los dos estuvieran juntos en todo le añadía complejidad al caso.
—¿Tú también conocías a Rolando Mota? —le preguntó a Gloria.
—No —respondió Gloria, con su manera peculiar de contestar. —Sólo lo vi unos pocos momentos, ya que formaba parte del grupo de la acera de enfrente. Pero luego Armando me explicó quién era Rolando Mota cuando estuvimos en el refugio.
Entonces Gloria le relató al inspector Estrada que sus padres habían habilitado un refugio para protegerse de los zombis y cómo había llevado a Armando y José al refugio. También le contó lo referente a la partida de caza y defensa que se organizó para ayudar a Armando a llegar a la casa del profesor Chilinsky.
—Porque debe de saber usted que mi papá es un experto cazador de zombis, aunque creo que eso está contra la ley —continuó relatando Gloria, que parecía querer atraer la animosidad de la policía hacia su persona, según pensó Armando.
—Eso no tiene nada que ver, Gloria —le dijo el inspector. —Continúa.
—Se organizaron los equipos de defensa y ataque y yo fui excluida por mi padre, que al parecer comparte con otras personas (mirada fulminante a Armando) la idea de que las mujeres somos débiles e incapaces de enfrentarse al peligro.
—En tu caso yo diría que eso no aplica —le dijo el inspector.
—Gracias, inspector —dijo Gloria y continuó: —El hecho fue que Armando se fue con un grupo y yo los seguí. Fueron atacados por un grupo de zombis…
—Y también nos dispararon —interrumpió Armando.
—… Y también les dispararon y murieron dos…
—¡Un momento, un momento! —interrumpió ésta vez el inspector, volteando a ver a Armando, al cual le preguntó: —¿Cómo está eso que les dispararon? ¿Quién les disparó? Es obvio que no fueron los zombis.
—No sabemos quién, inspector —respondió Armando, contento por haber atraído otra vez la atención del inspector.
—Yo sí sé —dijo Gloria, inspeccionándose las uñas de sus manos esposadas.
Armando y el inspector voltearon a ver a Gloria, asombrados, al oírle decir con total aplomo que ella sabía quién había disparado.
—Fue la gente de la puta esa, Isabela —dijo Gloria.
—¿Y esa quién es? —preguntó el inspector, extrañado.
—La supuesta hija del profesor Chilinsky —contestó Gloria, calmada.
El inspector Estrada dio un respingo en su silla y se levantó. En su rostro se leía la más profunda sorpresa. Las palabras de Gloria le habían traído el recuerdo ese que se le escapaba, ese recuerdo que “tenía en la punta de la lengua” y que no había podido aprehender: la desaparición de la mujer que hizo el llamado de socorro desde la casa del profesor Chilinsky. ¿Sería posible que ahí hubiera algo?
El inspector volvió a sentarse lentamente en la silla y miró a Gloria. De aquella chica podía depender el esclarecimiento del caso y quizá el futuro de la nación. El inspector sabía que debía hablarle con cuidado, porque Gloria parecía una de esas mujeres por completo fuera de serie.
—¿Nos podría quitar las esposas, por favor? —le preguntó Gloria al inspector, levantando su manos esposadas. —Además, me gustaría poder comunicarme con mis padres para informarnos mutuamente y, si no es mucho pedir, que nos trajeran algo de comer. Tengo mucha hambre.
El inspector Estrada sonrió ante el atrevimiento de Gloria. Pero sabía que Gloria se había dado cuenta de que él necesitaba esa información y que estaba en su poder.
—¡Román! —gritó el inspector Estrada.
Román apareció de inmediato en la puerta.
 —Tráeme las llaves de las esposas de estos dos y pídele a Noel que me suba a mi despacho una cena para tres. Ya no necesitamos la sala. Gloria y Armando son personas libres y ya no se les imputará ningún cargo. Continuaremos nuestra charla en mi despacho.


Gloria y Armando fueron liberados de las esposas y salieron de la sala de interrogatorios tras el Inspector Estrada rumbo a su despacho ubicado en el cuarto piso del edificio. Sin embargo, no tomaron el elevador, ya que el inspector Estrada les dijo que cada vez eran más comunes los cortes de luz en la zona. Así que subieron por las escaleras, en silencio.
Mientras subían, Armando se preguntaba si sería una buena idea tomar de la mano a Gloria ahora que le había dicho que lo amaba. Ardía en deseos de tocarla. Pero viendo la firmeza con la que Gloria ascendía por la escalera decidió dejar cualquier muestra de cariño y agradecimiento para más tarde.
Gloria, por su parte, se preguntaba si no habría sido un error de su parte afirmar en el interrogatorio como un hecho algo que sólo era una hipótesis en su cabeza: que Isabela era una espía y que los compañeros de ésta habían intentado matar a Armando. ¿Por qué no había cerrado la boca y esperado a tener más elementos con los que apoyar su hipótesis?
Isabela le había chocado a Gloria desde el primer momento en que la vio. No fue sólo por el hecho de que todos los hombres (incluido Armando) babeaban al verla, sino su actitud: cuando el cerdo de Genaro la bajó por la escalera y la sentó en la silla, Isabela no se comportó como la inocente hija de un profesor secuestrado. Apenas si se resistió al agarre del cerdo y no mostró emoción alguna mientras el cerdo comandante interrogaba y golpeaba a Armando. Isabela no reaccionaba, actuaba. Era una actriz consumada que representaba un papel.
Y ese papel incluía matar a Armando. Gloria estaba segura que Isabela sabía que Armando no era Rolando Mota. Aún así fingió haber reconocido a Rolando Mota en Armando por su voz. ¿Por qué? Porque quería que el cerdo comandante matara a Armando. ¿Por qué? Porque quería estar sola de nuevo en la casa. Isabela estaba buscando algo en la casa. Algo que los que secuestradores del profesor Chilinsky (los compañeros espías de Isabela) habían olvidado llevarse junto con el profesor y su hija.
Porque si una cosa estaba clara para Gloria era que Isabela no era la verdadera hija del profesor Chilinsky. La ropa que llevaba Isabela, ese sexy atuendo de sólo pantalón de mezclilla y sostén rosado, o esa falda cortísima y blusa negra ceñidísima también muy sexy que vistió más tarde, no era su ropa. Era la ropa de la verdadera Isabela, que debía ser por lo menos dos tallas menos que los de la Isabela puta.
Y lo que completaba la hipótesis de Gloria era el escapulario que llevaba al cuello con la imagen de la Matka Boska Częstochowska. Porque aquél escapulario, que la Isabela puta le debió haber quitado a la Isabela verdadera sin saber lo que era, a fin de representar mejor su papel de la hija del profesor Chilinsky, tenía insertada una memoria USB.
Gloria no sabía lo que contenía esa memoria USB, pero intuía que era lo que Isabela puta y sus espías andaban buscando.
Ya por llegar al despacho del inspector Estrada, Gloria se dijo que quizás sí tuvo razón en decir que las gentes de Isabela fueron los que dispararon. Después de todo, en unos momentos iban a sentarse y comer en el despacho del inspector, libres, y podría comunicarse con sus padres, que debían de estar muy preocupados.
Lo que ella ignoraba de seguro lo sabía el inspector Estrada, que por algo los había liberado y llevado hasta su despacho.







No hay comentarios: