lunes

Sicarios y zombis






Los condujeron por una serie de estancias amuebladas elegantemente, pero con una falta de gusto que hacía ver que el dueño era un patán que había obtenido el dinero recientemente, no más de dos sexenios atrás.
Doblaron una esquina y descendieron dos escalones para seguir un pasillo franqueado de estatuas griegas que terminaba en una puerta de madera pulida.
El sujeto que les apuntaba con la pistola Luger abrió la puerta y les hizo seña que entraran. Gloria, Armando y el inspector vieron una amplia sala con una gran mesa en donde estaban sentadas cerca de treinta personas. En una de las paredes había como veinte sujetos de pie. Todos ellos con armas. La iluminación era muy tenue, por lo que era difícil establecer los rasgos de los rostros, que permanecían velados.
La serpiente se enroscaba y se ocultaba en las sombras.
Apenas entraron y el silencio se hizo absoluto.
—Dicen que son el inspector Palomino Estrada, Rolando Mota e Isabela, la hija del profesor Chilinsky —anunció el hombre, utilizando un tono burlón.
—¡Eso es falso! —gritó una mujer. —Esa es una impostora.
Gloria y Armando se quedaron estupefactos cuando reconocieron a Anastasia Silovenka, que se levantó de su asiento, señalando a Gloria con el dedo. El inspector Estrada también estaba estupefacto, pero él por no saber qué estaba pasando.
—Ella no es Isabela —continuó Anastasia. —Se llama Gloria y está loca.
—Ona leży. Jestem Izabela, córka profesor Chilinsky —dijo Gloria, alzando la voz.
—¡¿Qué?! —exclamó Anastasia, que quedó helada ante las palabras de Gloria.
—Es polaco —dijo Gloria. —Significa: Ella miente. Yo soy Isabela, la hija del profesor Chilinsky.
Durante unos momentos nadie dijo nada. O estaban impresionados o confundidos o las dos cosas a un tiempo.
—¿Por qué nos hacen esto? —prosiguió Gloria, cambiando el tono de su voz, como si estuviera luchando por contener el llanto. —Nos secuestraron a mi papá y a mí y ahora me traen hasta este lugar, del que no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Yo no sé nada!
Gloria se volvió hacia Armando y le hundió la cara en el cuello, como si fuera una mujer indefensa buscando consuelo, al tiempo en que le susurraba al oído: “¡Haz algo!”
Armando apenas si tuvo tiempo de reaccionar ante la sorpresa. Haciendo un lado a Gloria, avanzó dos pasos hacia la mesa y dijo, enojado, en su mejor imitación de la voz de Rolando Mota: —¿Quién es esa mujer? ¿Por qué se está haciendo pasar por Isabela? Yo sé dónde está escondido su padre, el profesor, y pedí al inspector que se trajera también a su hija Isabela.
Armando no sabía ni lo que estaba diciendo. Las palabras brotaban de su boca sin que pudiera pensarlas.
—Eso no es verdad! —rugió Anastasia. —Éste hombre se llama Armando…
—Ese hombre se llama Rolando Mota —la interrumpió una voz meliflua. Era la voz de la serpiente, que Armando reconoció al instante —Muchos de los que estamos aquí lo conocemos. A propósito, Rolando, ¿qué te pasó?
—Sufrí un asalto anoche, don Carlos —respondió Armando, que no sabía si sentirse aliviado porque alguien lo hubiera tomado por Rolando Mota. —Como ve, me dejaron casi irreconocible. Me dieron una buena paliza.
—¿Por qué ésta mujer dice entonces que ella es hija del Profesor? —preguntó la serpiente con otra voz, refiriéndose a Anastasia.
—Veamos qué nos dice ella, Santiago —le dijo una voz más, grave y modulada.
Antes de que Anastasia pudiera abrir la boca, la voz de la serpiente, con un marcado acento tabasqueño, exclamó: —¡Qué decir ni qué ocho cuartos, Cuauhtémoc! ¡Aquí alguien nos las quiere jugar!
—Nadie se las quiere jugar, caballeros —exclamó en voz alta Anastasia, que decidió que más valía decir la verdad. —Nosotros tenemos al profesor Chilinsky y a su hija. Somos de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos…
—¿Qué está diciendo ésta mujer? —intervino Armando en su papel de Rolando Mota. Continuaba improvisando. —¿Qué tiene que ver aquí la CIA? ¿Acaso nos ha dicho por qué está suplantando a Isabela?
En ese momento Gloria empezó a jadear sonoramente, como si le faltara el aire. Armando se volvió hacia ella, asustado.
—Aaaah, aaaah… —jadeaba Gloria, jalando el aire. —Mi… asma. El inhalador… aaaah… está en la… mochila.
—Isabela padece de asma —exclamó el inspector Estrada, que estaba tan impresionado como Armando, pero que tenía el suficiente temple para darse cuenta de que Gloria planeaba algún movimiento. —Voy a quitarle las esposas para que pueda buscar su inhalador.
El inspector Estrada le quitó las esposas a Gloria y se dispuso a abrir la mochila de ésta, pero Gloria se resistió.
—Yo… la abro —jadeó Gloria y quitándose la mochila se agachó al suelo tras Armando.
—Isabela —le dijo el inspector a Gloria en voz alta, siguiendo con la farsa. —¿Por qué lo buscas tú? Déjame ayudarte.
—¡Déjela que lo busque ella! —le gritó la serpiente con su acento tabasqueño, furiosa. Luego, dirigiéndose hacia Anastasia le dijo: —¡Sigue!
—Pertenezco a la CIA y tenemos a Chilinsky y a su hija —dijo Anastasia, que supo había captado su atención, dispuesta a jugarse el todo por el todo. —Tenemos la cura del virus zombi y venimos a ofrecérselas a ustedes a cambio de…
—¡Miente! —gritó Armando, interrumpiéndola. —Si esa mujer en verdad fuera la hija de Chilinsky sabría que la cura la tengo yo. La fórmula estaba grabada en una memoria USB oculta en un escapulario que pertenece a ésta Isabela, la verdadera hija del profesor Chilinsky —concluyó Armando, señalando a Gloria que estaba agachada tras él.
Si Armando hubiera visto la cara que puso Gloria al oír sus palabras, se habría desmayado.
Los ojos de Anastasia se agrandaron por la sorpresa al conocer el hecho de que la fórmula de la cura se la había dado a Gloria sin saberlo. Eso cambiaba radicalmente las cosas, por lo que ya no tenía caso seguir. Ahora su cometido era obtener la fórmula a como diera lugar.
—¡A mí todos! —gritó Anastasia. En el acto, los hombres armados y el tipo de la Luger se retiraron de la pared y levantaron sus armas. Habían escuchado las palabras claves para actuar.
Al mismo tiempo, un objeto metálico que había lanzado Gloria desde el piso cayó en el centro de la mesa y estalló con un ruido sordo. Una nube de humo brotó impetuosa en todas direcciones.
La sala se llenó de humo y del ruido de disparos, gritos, lamentos, ruido de sillas al volcar, maldiciones. Los aspersores del equipo contra incendios dejaron caer el agua, haciendo de aquello un verdadero caos.
Armando se tropezó con Gloria y cayó al suelo. Gloria lo levantó y lo jaló, gritándole al oído: —¡Ayúdame a sacar al inspector!
Empleando el tacto y la memoria a corto plazo lograron saber que el cuerpo al lado de ellos era el inspector, que estaba muerto o desmayado.
Armando lo tomó de una de las solapas del saco y lo arrastró hacia la puerta, que alguien había abierto. Las esposas le hacían daño en las muñecas. Gloria los siguió.
Pasada la puerta arrastraron al inspector a una esquina y lo examinaron. Aún respiraba, pero estaba sin sentido. Una bala le había rozado la frente, que sangraba cerca de una de sus entradas de pelo.
Gloria abrió su mochila y sacó un cuadrado de gasa, un spray desinfectante y cinta quirúrgica. —¡Véndalo como sea! —le ordenó a Armando. Yo voy a ver dónde está Anastasia —. Mientras decía eso, Gloria sacó de su mochila dos pistolas tipo escuadra. Al ver la cara de asombro de Armando le informó: —Son las pistolas de los cerdos —y salió corriendo hacia la sala, con los brazos extendidos y una pistola en cada mano.
Armando se volvió al inspector y lo curó como pudo, ya que era difícil manejar los objetos con las manos esposadas.
Los disparos seguían dentro de la sala. Armando se levantó y se dirigió hacia la sala, tras Gloria. En el momento en que se acercaba a la puerta, vio que Anastasia y el tipo de la Luger salían de la sala.
Sin embargo, avanzaban despacio, ya que Anastasia sostenía a su compañero, que al parecer estaba herido, ya que cojeaba.
Armando dudó si ir tras ellos o buscar a Gloria. Se decidió por ésta última. Estaba a punto de traspasar el umbral cuando Gloria apareció. Tenía una mirada salvaje en el rostro.
—¿Dónde están? —preguntó.
—¿Quiénes? —dijo Armando, pero pronto rectificó y añadió: —Anastasia y su compañero van hacia la puerta. Anastasia está herida.
—Bien —dijo Gloria, dirigiéndose hasta donde estaba el inspector sin sentido.
—¿Qué hacemos con él? —le preguntó Armando, acercándose.
Antes de que Gloria pudiera responder, el sonido de un arrastrar de pies por el pasillo les heló la sangre.
—¡Zombis! —gritó alguien que acababa de salir de la sala, y empezó a disparar enloquecido con su AK-47 hacia el pasillo.
Gloria le puso a Armando una pistola escuadra en sus manos esposadas y desenvainó su espada samurái. —¡Quédate a mi espalda! —le gritó a Armando. —Vamos a la salida. No podemos dejar que se nos escape esa puta.
Gloria corrió hacia la salida, seguida por Armando. Mantenía en alto su espada, esperando no utilizarla.
Sin embargo, pronto vio que era un deseo irrealizable: cinco zombis avanzaban por el pasillo hacia ellos.
Con un grito de furia, Gloria cortó la cabeza de un zombi y con un movimiento de revés cercenó la pierna de otro, que cayó de lado arrastrando con su caída a su compañero.
Armando levantó la pistola y disparó. Era consciente que con eso no podía matar a ningún zombi, pero sí los detenía, aunque fuera unos momentos. Las entrañas del hombre de la AK-47 eran devoradas por un zombi herido por múltiples balas. Armando empujó el pedestal de una de las estatuas del pasillo, que cayó pesadamente sobre la cabeza del zombi, aplastándosela.
Gloria y Armando dejaron atrás el pasillo con los zombis heridos o muertos. Llegaron a la gran puerta y salieron de la mansión. Los esperaba una visión de pesadilla: cientos de zombis se arrastraban por el amplio patio anterior, convergiendo hacia la mansión.
Sin saber qué hacer, Gloria y Armando se quedaron ante la puerta.
Entonces Gloria Gritó: —¡Ahí están! —y apuntó hacia el estacionamiento.
Anastasia y su compañero estaban por llegar hasta un auto gris. Se mantenían a distancia de un grupo de zombis que pasaban a unos diez metros delante de ellos, sin verlos, dirigiéndose a la mansión.
Entonces Armando gritó: —¡Gloria, tu papá!
Cuatro camionetas entraron por el portón a toda velocidad, atropellando a zombis a su paso. Luego se detuvieron con un chirrido de llantas cerca de la puerta.
De las camionetas descendieron cerca de veinte hombres, armados con machetes y hachas, quienes de inmediato fueron tras los zombis.
Gloria reconoció a su padre y corrió hacia él, seguida por Armando.
—¡Papá! —gritó Gloria al tiempo en que abrazaba a su padre.
—¡Gloria! ¿Estás bien? —preguntó su padre, al ver la hoja de su espada manchada de sangre.
—Estoy bien, papá. Nos topamos con algunos zombis allá dentro.
—¡Vamos tras ellos! —dijo el padre de Gloria.
—Nosotros no podemos, papá —le dijo Gloria, con rapidez — por lo que te expliqué por teléfono. Armando y yo tenemos que darnos prisa. Tenemos que encontrar al profesor Chilinsky. Allá adentro está el inspector Estrada, desmayado, cerca de la puerta de una gran sala. Es un señor con traje azul y una espada samurái al cinto. Ahí te lo encargo… Te puedes quedar con la espada.
Gloria vio que Anastasia y su compañero subían a su auto. Se volteó hacia su padre y le dijo: —Papá, préstame las llaves de la camioneta.
—¡Qué! Pero…
—Las necesitamos. ¡Rápido!
El padre de Gloria metió la mano en su bolsillo y le dio sus llaves, a regañadientes.
Gloria le dio un rápido beso en la mejilla y salió corriendo junto a Armando.
—Yo manejo —le dijo Gloria a Armando mientras subían a la camioneta. Se quitaron las mochilas y las espadas y las metieron en un compartimiento de la cabina.
Gloria encendió la camioneta y arrancó. La camioneta dio un salto hacia delante y se detuvo bruscamente. El motor se apagó.
—Perdón —dijo Gloria y volvió a encender la camioneta. Esta vez el vehículo arrancó con un chirrido de llantas y pronto pasaron el portón, siguiendo al auto gris.
Antes de pasar el portón, Armando alcanzó a ver el auto patrulla de los policías que formaban su escolta. Los zombis habían llegado hasta ellos y se los habían comido. Ni siquiera se habían bajado de la patrulla. Armando no le comentó nada a Gloria.
La camioneta avanzaba rápidamente siguiendo al auto gris. Gloria mantenía una distancia de unos cincuenta metros entre ambos vehículos para que Anastasia y su compañero no se percataran que los iban siguiendo.
—¿Por qué tú papá se sorprendió tanto cuando le pediste la camioneta? —le preguntó Armando a Gloria, buscando aligerar la tensión que sentía haciendo plática.
—Es que no sé manejar —contestó Gloria.
—¡Qué! —Armando sintió que la sangre abandonaba su cabeza.
—No sé manejar —repitió Gloria. —Me muevo en taxi, en metro, con amigos…
—¡¿Cómo que no sabes manejar?! —le gritó Armando. —¿Entonces por qué me dijiste “yo manejo” con tanta seguridad?
—Pues porque tú, aunque sepas manejar, no creo que lo hagas muy bien con las manos esposadas —respondió Gloria. —Así que, cállate, que me desconcentro.
Armando cerró la boca. No tenía caso discutir con Gloria.
Conforme se acercaban a la zona centro de la ciudad las cosas se complicaron, ya que las calles presentaban obstáculos diversos que impedían el paso. El auto gris dobló bruscamente en una esquina y Gloria estuvo a punto de pasarse de largo. Giró bruscamente y la camioneta dio la vuelta en dos llantas.
—¡Gloria, cuidado! —gritó Armando, aterrado.
Ambos saltaron y se pegaron en la cabeza contra el techo de la camioneta cuando las dos llantas tocaron el suelo.
—Perdón —dijo Gloria, mientras zigzagueaba tratando de recuperar el control de la camioneta.
No los habían perdido. El auto gris estaba como a setenta metros de ellos. Gloria aceleró.
Avanzaron a gran velocidad por calles cada vez más transitadas. Eran más los peatones que los autos, pero aún así era difícil avanzar. Gloria siguió acelerando y pronto estuvo a veinte metros del auto gris.
Entonces vieron que alguien se asomaba por la ventanilla del copiloto y les apuntaba con un arma.
—¡Cuidado! —gritó Armando al tiempo en que dos balas penetraron por el parabrisas de la camioneta. El parabrisas estalló y se volvió opaco, impidiendo toda visibilidad.
—¡Patea el parabrisas Armando, no veo nada! —gritó Gloria, sacando la cabeza por la ventanilla para intentar ver el camino.
Armando se arrellanó en el asiento e impulsó sus dos piernas contra el parabrisas, que se desprendió al segundo golpe y se perdió en la noche. Nuevos disparos salieron del auto gris, obligando a Gloria a avanzar en zigzag por la avenida.
—¡Dispárales! —gritó Gloria.
Armando levantó el arma y disparó en seis ocasiones. El estruendo de los disparos y el viento huracanado que entraba por el hueco del parabrisas no le permitió darse cuenta si había acertado con algún disparo.
El auto gris volvió a virar bruscamente en una bocacalle y ésta vez Gloria fue incapaz de seguirlo. Intentó dar la vuelta, pero se encontró con un montón de escombros en la esquina de la bocacalle y chocó con éste. La camioneta voló por el aire y aterrizó violentamente a veinte metros, volcándose.
Gloria y Armando brincaron como muñecos de trapo dentro del vehículo. Si salieron vivos fue gracias a los cinturones de seguridad y a una barra de protección que tenía la camioneta.
Durante unos minutos, ninguno de los dos dijo nada. Sólo respiraban con fuerza, intentando detener el ritmo acelerado de sus corazones. Estaban de cabeza, colgando de sus cinturones. Gloria sacó su espada samurái del compartimiento, la desenvainó y con ella cortó el cinturón de Armando, que cayó pesadamente sobre el techo del vehículo.
—¡Ouch! —exclamó Armando, intentando recuperar el aire.
—Lo siento —dijo Gloria, envainando su espada y accionando con la mano el mecanismo de apertura de su cinturón, por lo cual su caída sobre el techo del vehículo fue casi suave comparada con la de Armando.
Ambos salieron arrastrándose por las ventanillas, cargando sus mochilas y espadas que se habían quitado al subir a la camioneta. Se juntaron en la parte de atrás, donde se pusieron las mochilas y se ciñeron las espadas y después se sentaron en el suelo para recuperar el aliento.
—¿Estás bien? —le preguntó Armando a Gloria, que había sacado un cigarrillo de quién sabe dónde y fumaba.
—Sí, estoy bien, ¿y tú?
—También. Al rato vamos a sentir todos los golpes, pero de momento, bien. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—En eso estoy pensando.
“Así que cállate”, pensó Armando, y empezó a quitarse el vendaje de la cabeza. Los lentes sin graduación se le habían caído hacía mucho. Ya no venía al caso seguir representando a Rolando Mota.
Llevaban cerca de tres minutos en silencio, cuando Gloria se levantó y se acercó al depósito de gasolina de la camioneta. Vio que la gasolina manaba por una grieta del tanque y dijo: —Armando, aléjate de la camioneta.
Armando se levantó y le preguntó: —¿Qué vas a hacer?
—Esto —contestó Gloria, quien tomó un papel del suelo, lo arrugó y lo prendió con su encendedor. Luego tiró el papel encendido a la camioneta.
Una gran llama brotó del depósito perforado, obligándolos a alejarse del vehículo.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó Armando.
—No te preocupes, está asegurada —respondió Gloria y lo jaló de la camisa, llevándolo a la parte de enfrente de la calle, donde se escondieron tras un auto estacionado.
Armando ya no le quiso preguntar a Gloria la razón de su proceder. Ella tenía una forma irritante de responder a sus cuestionamientos. Así que esperó junto a Gloria a que algo sucediera.
No pasaron ni cinco minutos cuando vieron aparecer a tres sujetos de la bocacalle. Viendo para todos lados, avanzaron hacia la camioneta volcada envuelta en llamas y se le quedaron viendo durante un largo minuto. Luego conversaron algo entre ellos y se volvieron por donde habían venido. En ningún momento voltearon hacia donde estaban escondidos Gloria y Armando.
—Sigámosles —dijo Gloria en un susurro, abandonando su escondite.
Armando fue tras ella y durante siete cuadras siguieron a los tres hombres, que llegaron hasta una bodega. Al lado de un portón color negro se veía una puerta de aluminio cuyas orillas presentaban manchas marrones. Los hombres entraron en la bodega sin haber volteado ni una sola vez hacia atrás.
Gloria y Armando se agazaparon tras un auto estacionado en la acera de enfrente de la bodega.
—Hay tres posibilidades —dijo Gloria —: Una, que esos hombres formen parte del equipo de Anastasia y hayan salido para verificar que nos matamos con el choque, y al ver la camioneta volteada y en llamas hayan pensado que así fue; dos, lo mismo que lo anterior pero que sepan que de alguna forma sobrevivimos y que los seguimos hasta la bodega; y tres, que sean unos vecinos que escucharon un estruendo a siete cuadras de aquí y fueron a ver de curiosos.
—Me quedo con la una y la dos —dijo Armando. —El problema es: ¿cómo vamos a saber si nos creen vivos o no? Debes de recordar que esos tipos son de la CIA, así que son unos profesionales… Sin embargo, eso puede ser su debilidad.
—¿A qué te refieres? —comentó Gloria.
—Cuando tomas clases de defensa personal —explicó Armando —, mientras estás en la clase te enseñan cómo defenderte. Practicas con otros compañeros o incluso con el instructor, que se hacen pasar por algún atacante. Pero ellos te atacan de acuerdo al manual, quiero decir, te atacan de una manera estudiada. Al contrario, el asaltante callejero te ataca a su manera, a lo loco. Es por eso que no siempre te sirve lo aprendido.
—¿O sea…?
—O sea que esos tipos de la CIA no se están enfrentando a profesionales, como les enseñaron a hacerlo en sus entrenamientos, sino que se enfrentan con un par de amateurs.
—¿Y qué ventajas tenemos al ser simples amateurs?
—Que actuamos a lo loco —contestó Armando, levantándose y echando a correr hacia la bodega. Gloria ahogó una maldición y echó a correr tras él, que de seguir así acabaría matándola.
Llegaron hasta la puerta de aluminio y Gloria se agachó, se quitó la mochila y buscó algo dentro. Sacó una pistola .357 Magnum y una pistola escuadra nueve milímetros. Luego sacó los cargadores y cargó las armas. Le pasó la Magnum a Armando y ella se quedó con la pistola escuadra que traía éste y también la cargó.
—Es el arma del cerdo comandante imbécil —dijo, colgándose la mochila en la espalda. —Las municiones son regalo de la comisaría. Aquí no vamos a enfrentarnos con zombis, así que no creo que necesitemos las espadas  —. Empuñó las dos pistolas, una en cada mano.
Con sus manos esposadas y la culata de la pistola, Armando bajó el picaporte de la puerta, que se abrió sin ruido.
—¿Ves?, estos tipos son tan profesionales que creen que nadie va a ser tan estúpido como para entrar por la puerta del frente —comentó Armando en voz baja, entrando en la bodega. Gloria lo siguió.
El interior de la bodega estaba en penumbras. Consistía en una amplia nave llena de cientos de cajas de diversos tamaños apiladas sin orden ni concierto. A la izquierda de la entrada, tras el portón, se veía el auto gris estacionado.
Armando sonrió con satisfacción al ver que el auto presentaba varios impactos de bala. Una de las luces traseras estaba destrozada y el vidrio presentaba dos perforaciones.
Casi al final de la nave se veía a la derecha una escalera que ascendía a un segundo nivel, en donde alcanzaba a vislumbrarse una luz que se filtraba por el marco de una de las dos puertas que presentaba la fachada posterior.
Con una señal, Gloria le indicó a Armando que subieran la escalera.
Armando se apresuró para llegar antes que Gloria a la escalera. Esa mujer se arriesgaba mucho y Armando no deseaba que sufriera daño.
Así que avanzaron en silencio por entre las cajas y empezaron a subir la escalera, despacio, intentando no hacer ningún ruido.
Cuando iban a mitad de la escalera, todas las luces de la bodega se encendieron a un tiempo, encegueciéndoles. Ráfagas de AK-47 surcaron el aire, haciendo saltar nubes de yeso y astillas de madera de la escalera, obligándolos a separarse. Armando ascendió la escalera mientras Gloria descendió, a fin de refugiarse tras alguna pila de cajas.
Llegado arriba, Armando se arrojó al piso, esperando que no se abriera ninguna de las dos puertas. Luego, viendo que los disparos parecían haberse concentrado en el piso de abajo, Armando se acercó a la orilla, arrastrándose, y empezó a disparar.
Gloria, por su parte, trataba de establecer cuántos tiradores había. Debían de ser sicarios, ya que los tipos a los que siguieron no parecían ser de los que usan AK-47. Las ráfagas de disparos parecían venir de tres puntos diferentes, así que consideró que tres era el número mágico.
Haciendo contorsiones para quitarse la mochila sin soltar sus armas, Gloria hurgó dentro de la mochila y encontró lo que buscaba. Haciendo un disparo al aire para develar su posición, Gloria estableció un punto aproximado de donde tenía que estar uno de los tres tiradores y quitándole la espoleta a una granada, la lanzó en esa dirección.
La granada estalló con un ruido seco y Gloria abandonó su escondite y avanzó disparando hacia otra de las fuentes de las ráfagas. Un sicario que estaba subido en una pila de cajas cayó, con el rostro destrozado por los tiros de Gloria.
Armando, viendo el movimiento de Gloria, localizó a un tercer sicario al momento en que éste también le quitaba una espoleta a una granada y disparó. La bala le atravesó el cráneo saliendo por la mandíbula y la granada cayó recta, haciéndolo estallar.
Al notar que ya no había ningún movimiento, Gloria subió por la escalera para reunirse con Armando. Éste se había levantado y se había acercado a la puerta del lado derecho. Gloria levantó sus armas, apuntando a la puerta mientras Armando bajaba el picaporte.
La puerta estaba cerrada.
Así que se dirigieron a la puerta de la izquierda, de cuyo marco escapaba la luz. Repitieron el procedimiento.
La puerta se abrió y pudieron ver a una chica sentada en una silla, rodeada por los tres tipos que habían seguido, que le apuntaban a la cabeza con sus pistolas Luger.
Gloria se adelantó despacio, traspasando el umbral de la puerta manteniendo las pistolas apuntadas al frente con los brazos extendidos. Armando entró tras Gloria, manteniendo también apuntando su Magnum al frente. Eran tres armas contra tres.
—Bajen sus armas y dejen de apuntar a Isabela —dijo Gloria, que adivinó aquella era la hija del profesor Chilinsky.
—¡Déjate de estupideces y bajen ustedes sus armas! —exclamó la voz de Anastasia, que se acercó despacio desde la izquierda de la habitación, empuñando una pistola Luger que apuntaba a la frente de Gloria.
Armando soltó su arma, mientras Gloria pareció titubear. Finalmente bajó sus brazos, pero no soltó las pistolas.
—¡Suelta las malditas armas! —le gritó Anastasia a Gloria, adelantando su pistola.
Gloria abrió sus manos a un tiempo y las pistolas cayeron al suelo.
—Buena chica —dijo Anastasia, con el tono de voz que se utiliza con los perros para felicitarlos por haber hecho alguna gracia.




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