lunes

Llamada de auxilio






Armando creyó percibir una voz familiar, pero no fue capaz de establecer a quién pertenecía debido al zumbido que llenaba su cabeza. Luego vio, fascinado, cómo la hoja de una espada salía de la boca del comandante, destrozándole los dientes centrales inferiores y dejándole una expresión del más completo estupor en el rostro. Unos momentos después, la hoja de la espada volvió a entrar a la boca. Armando se desmayó.
Cuando volvió en sí estaba acostado sobre algo blando y vio a Gloria, que le pasaba suavemente un paño húmedo sobre la herida que tenía en su pómulo derecho. Gloria le dedicó una sonrisa cansada, como para darle ánimo. Sin embargo, sus ojos irritados dejaban adivinar que había llorado. Quizá sonreía para darse ánimo a ella misma.
—¡Gloria!, ¿qué haces aquí? —preguntó Armando, sintiendo un dolor sordo en la mandíbula.
—¿A poco creíste que papá se iba a deshacer tan fácil de mí? —le respondió Gloria.
—Pero, el refugio…
—El refugio se cuida solo —lo interrumpió Gloria —, hay bastante gente competente en el refugio como para que mi presencia ahí resulte indispensable.
—¿Cómo llegaste hasta aquí? —preguntó Armando.
—Los seguí —respondió sencillamente Gloria, cambiando el paño húmedo a otra herida que Armando tenía en su ceja derecha. —Estuvieron a punto de perdérseme cuando tuvieron el encuentro con los zombis. Pobre Sanjuana, tuvo una muerte horrible.
—¿Viste quién nos disparó? —preguntó Armando.
El rostro de Gloria se ensombreció. —No —dijo—, no alcancé a ver a ninguno de los que les dispararon en las dos ocasiones. Humberto y Lucas tampoco merecían esa clase de muerte tan trágica. Los vi tirados en la banqueta cuando tú te internabas en la privada y  Sebastián, Felipe, Ramón y Enrique seguían de largo. ¿Fue tuya la idea? —preguntó Gloria más animada, como intentando quitarse de encima el mal recuerdo de la visión de sus dos compañeros caídos —. En realidad estuvo genial. Por poco y te perdía de vista.
—Fue idea de Sebastián —respondió Armando y añadió: —Vi cuando nos seguías.
—¿Ah, sí? —se asombró Gloria, arqueando las cejas.
—Sí, te vi. Pero no sabía que eras tú. Pensé que eras una espía.
—Eso de los espías es algo que me vas a tener que explicar con detalle —dijo Gloria, sonriendo. —Pero si quieres saber cómo es que estoy aquí…
—Adelante —dijo Armando, quien empezaba a olvidarse del dolor que sentía.
—Llegué a la privada pero no te vi. Así que tuve que hacer un esfuerzo para recordar el número de la casa, que mencionaste una vez en el refugio…
—Parece que estás muy atenta a todo lo que digo —la interrumpió Armando.
—Recordé el número y encontré la casa —continuó Gloria sin hacer caso de la interrupción —, entré y en ese momento creí oír un ruido en la calle, así que vi la puerta corrediza y me metí a esta sala. Según lo que pasó después, fue una suerte que lo hiciera. Desde este lugar pude ver todo sin que me vieran. Vi cómo metían al pobre tipo aquél, todo golpeado, y al que ejecutaron en forma tan cruel. También vi cuando te sentaron en la silla del ejecutado. Fue entonces cuando el cerdo ese del comandante mandó a sus achichincles a revisar la casa. El tipo grasoso ese, Evaristo, empezó por revisar precisamente esta sala. No tuve tiempo de esconderme, así que no me quedó más remedio que matarlo.
—¿Lo mataste? —se asombró Armando.
—Tenía miedo que descubrieran su ausencia. Así que me puse a elaborar un plan para saber qué hacer si acaso lo llamaban. Estaba pensando en el plan cuando bajó el otro cerdo, Genaro, con la puta esa.
—¡Gloria!, ¿por qué llamas puta a Isabela? —exclamó Armando, irguiéndose en el sillón. Enseguida se sintió mareado y se dejó caer de espaldas en el sillón.
Gloria le acercó a la nariz una bolita de algodón impregnada en alcohol mientras le echaba aire con la otra mano. Tenía el ceño fruncido y contestó secamente: —Le llamo puta porque eso es precisamente lo que es. No confío en ella.
—¿Dónde está? —preguntó Armando, intrigado por la actitud de Gloria.
—Está allá afuera, en una silla en el recibidor. Amarrada.
—¿Por qué no la soltaste?
—Ella misma se soltó. Pero la volví a amarrar. Y esta vez lo hice mejor que el cerdo ese de Genaro.
—¡¿Qué?! ¿Por qué?
—Por su seguridad, como dijo el cerdo del comandante.
Armando cerró los ojos y se contuvo de responder. No alcanzaba a entender la actitud de Gloria ni el por qué actuaba de esa manera. En el poco tiempo que la había conocido, Gloria le había demostrado ser una chica decidida y de muchos recursos. Pero también era impulsiva. El que los hubiera seguido hasta la casa del profesor Chilinsky lo confirmaba.
De seguro tendría que existir una explicación lógica de su comportamiento, aunque Armando no lograba adivinar cuál. Así que decidió dejar para más tarde el asunto, cuando Gloria se mostrara más tranquila.
Gloria pareció notar el cambio en Armando, así que continuó: —Ya que nadie echaba en falta al cerdo grasoso, decidí seguir oculta en la sala. Escuché todo el interrogatorio al que te sometió el cerdo del comandante y lo que dijo de ti la puta esa. Cuando el cerdo del comandante los mandó amarrar a ti y a la puta pensé en salir de mi escondite, pero luego el otro cerdo grasoso empezó a buscar al cerdo grasoso y también entró aquí.
—Y lo tuviste que matar.
—Exacto. Entonces el cerdo del comandante te empezó a golpear. Tuve que hacer un gran esfuerzo por contenerme mientras te golpeaba. No me preguntes el por qué no lo detuve en ese momento, porque no te gustaría mi respuesta. Sólo quiero decirte que sufrí mucho verte golpear y no ayudarte.
—¡Vaya, pues qué amable! —dijo Armando, irónico.
Gloria bajó la vista hacia el piso. Parecía que el comentario de Armando le había afectado realmente. Continuó con su relato con un tono de voz neutro: —Cuando ya no me pude contener fue cuando el cerdo del comandante te apuntó con su arma. En verdad que pensé que te iba a matar. Entonces salí de la sala y le atravesé el cuello con la espada.
Gloria guardó silencio y se levantó del sillón, dándole la espalda, por lo que Armando no pudo ver la expresión de su rostro. Sin embargo, creyó adivinar el motivo por el cual Gloria se mostraba tan extraña con él: Gloria creía que él, Armando, se escandalizaba por el hecho de que una chica mostrara un comportamiento tan violento.
—Gloria —dijo Armando, irguiéndose despacio y sentándose —, sé que lo que te trajo hasta aquí fue el intentar demostrarnos a todos que eres una chica valiente. Pero, créeme cuando te lo digo, no es necesario hacerlo, ya que todos sabemos que lo eres.
Gloria soltó un sollozo y se precipitó fuera de la sala, dejando atónito a Armando,  que no alcanzó a comprender qué había de malo en lo que había dicho. La había llamado valiente y ella había huido. Armando pensó que tratar de comprender a las mujeres era como intentar agarrar el aire con la mano.
Armando se levantó del sillón y se dirigió al recibidor. En una esquina de la sala vio los cadáveres de Evaristo y Genaro. Atravesó rápidamente la puerta corrediza y la cerró.
No vio a Gloria, pero sí a Isabela, que no sólo estaba atada a la silla con una cantidad de cinta plateada que a Armando le pareció excesiva, sino que también tenía un pedazo de cinta tapándole la boca.
También estaba ahí el cadáver del comandante, sentado en la silla desde donde intentó imponer su torcida mente. Tenía la cabeza agachada y de su boca destrozada bajaba un reguero de sangre que ya había coagulado, por lo que parecía vestir un babero macabro.
Armando fue hasta donde estaba tirada su mochila en el suelo y sacó de ella una navaja. Luego fue hasta donde estaba Isabela y empezó a cortar la cinta, primero la de los tobillos y luego la que rodeaba toda la esbelta cintura y los brazos de Isabela. Por último, poniendo mucho cuidado en ello, despegó suavemente la cinta que cubría su boca.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Isabela, frotándose los brazos con las manos. —Esa chica está realmente loca.
Después, en un movimiento que sorprendió a Armando, Isabela se levantó de un salto de la silla y lo abrazó.
—Gracias, gracias, gracias —murmuró Isabela, mientras hundía su cara en el cuello de Armando, que respondió al abrazo. El cuerpo de Isabela era cálido y Armando pudo oler su perfume.
Permanecieron abrazados cerca de un minuto. Armando creyó notar que Isabel se había calmado y estaba a punto de deshacer el abrazo, cuando oyó tras de sí la voz de Gloria, gélida.
—Armando, tenemos que hablar.
Isabela se aferró con más fuerza a Armando al oír la voz de Gloria, por lo que a éste le resultó difícil separarse. Finalmente lo logró.
—En un momento regreso contigo, Isabela —le dijo. —Tengo que tratar un asunto de importancia con Gloria.
Isabela no respondió. Sólo le sonrió, agradecida, y se sentó de nuevo en la silla, donde se puso a frotar sus tobillos. Armando fue a donde estaba Gloria.
—¿Qué pasa, Gloria? —Le preguntó de la manera más amable posible.
Gloria lo tomó fuertemente de un brazo y lo arrastró hacia la cocina. Isabela ni siquiera levantó la vista cuando pasaron frente a ella.
—Eh, eh, eh, despacio, Gloria —protestó en un susurro Armando, dejándose sin embargo ser llevado por Gloria. No quería más problemas con ella.
Los dos entraron en la cocina. Sin embargo, Gloria no cerró la puerta, como Armando había pensado que lo haría.
—¿Por qué la soltaste, Armando? —le preguntó enojada Gloria, sin levantar mucho la voz.
—¿Y qué querías que hiciera, Gloria? ¿Dejarla ahí amarrada hasta que el cuerpo se le pusiera morado? Exageraste con ella, Gloria. Mira que taparle la boca…
—Isabela no es de confianza, Armando —se defendió Gloria. —¿No te acuerdas que ella “reconoció” en tu voz a Rolando Mota? Además (no sé si tú te diste cuenta, pero yo sí, porque lo vi todo desde la sala), Isabela no lloró ni protestó, ni siquiera abrió la boca mientras el cerdo del comandante te pegaba o cuando te apuntó a la cabeza.
—Quizá es porque estaba muy nerviosa —dijo Armando, a quien estaba empezando a molestarle la actitud de Gloria. —¿Hablaste con ella, le preguntaste la razón de su proceder? No. Simplemente la volviste a amarrar a la silla.
Gloria no dijo nada y bajó la vista, lo cual Armando consideró positivo, ya que al parecer se sentía avergonzada. Así que aprovechó el momento y le preguntó: —¿Estarías dispuesta a ofrecerle una disculpa a Isabela?
—¿Eso es lo único que quieres Armando, una disculpa?
—Eso es todo —respondió Armando. —Mira Gloria, si te lo pido es porque este maldito asunto no ha concluido. Tenemos tres cadáveres en ésta casa y han secuestrado al profesor Chilinsky. Es muy posible que Isabela sepa muchas cosas. Recuerda que fue testigo del secuestro de su padre.
—¿Y si está mintiendo?
—¡Vamos, Gloria!, ¿por qué habría de mentir Isabela? —Armando se estaba enojando. —Además, aún si llegara a mentir (que no lo creo) es posible obtener información de las mentiras.
—Voy a disculparme con ella —dijo Gloria y salió de la cocina. Armando corrió tras ella y la alcanzó. Se sentía feliz de haber hecho entrar en razón a Gloria.
Llegaron hasta donde estaba Isabela y Gloria se adelantó y dijo: —Isabela, quiero que me disculpes por lo que hice. Me porté muy mal contigo. Lo que pasa es que he tenido un día muy malo y he andado muy nerviosa.
Isabela le sonrió a Gloria y le dijo: —No hay necesidad de que te disculpes… ¿cómo te llamas?
—Gloria.
—No hay necesidad de que te disculpes, Gloria. Todos hemos pasado por momentos muy terribles. Gracias de todos modos por disculparte.
Gloria esbozó una sonrisa torcida. Luego, señalando el escapulario que Isabela llevaba colgado al cuello le dijo: —Está muy bien ese escapulario, ¿de quién es la imagen?
—¿La imagen? —preguntó Isabela, tomando el escapulario con los dedos y girándolo para ver la imagen. —Es la Virgen morena, la guadalupana, como le dicen en México.
Al ver la cara de duda de Gloria, Isabela añadió: —Mi padre y yo estuvimos viviendo varios años en los Estados Unidos. Por eso es que conservo algo de acento americano y en los años que llevo en México he tratado de recobrar sus costumbres.
Isabela se quitó el escapulario y se lo dio a Gloria, diciendo: —Te lo regalo. Fuiste muy valiente por acabar con esos hombres malos y por disculparte conmigo.
—Bueno… gracias —dijo Gloria, colgándose el escapulario en torno al cuello.
Armando quedó admirado al ver la manera tan amable en que las mujeres resolvían sus conflictos.
Gloria le dijo a Armando que debían salir para intentar establecer contacto con el refugio, a fin de tenerlos al tanto de los acontecimientos.
—Aquí cerca hay unas cabinas telefónicas que creo aún funcionan —dijo Gloria, al tiempo en que se colgaba la mochila a la espalda y tomaba su espada. —Es la espada de José —explicó, aunque Armando no se lo había pedido —. En caso de que no funcionen los teléfonos, ya veremos la manera de establecer contacto.
—Ve tú, Gloria —dijo Armando —, yo me quedo aquí cuidando a Isabela. Cuando regreses podemos preparar algo de comer. Me muero de hambre.
Gloria le quería gritar a Armando que debían de salir de la casa de inmediato porque Isabela era una mentirosa y podía ser muy peligrosa, pero odió tanto a Armando en ese momento, que esbozó una sonrisa y dijo alegremente:
—Como quieras, Armando. Nos vemos más tarde —y salió de la casa.
Armando se volvió a Isabela y le dijo: —Creo que ya es momento de poner orden en tu casa. Voy a mover a este imbécil de aquí —Armando señaló al cadáver del comandante —, pensar qué vamos a hacer con los otros dos cadáveres de la sala y limpiar. No sé tú, pero yo con muertos rondando por aquí no puedo hacer nada.
—Sí, es horrible —dijo Isabela, estremeciéndose. —Yo voy a aprovechar el tiempo dándome un baño. Me siento sucia por todo lo que ha pasado y apenas si me puedo sostener, de tan nerviosa que estoy.
—Adelante —le dijo Armando—, ve a darte un baño. ¿Dónde puedo encontrar algunos trapos viejos y cosas de limpieza?
Isabela pareció titubear, luego dijo: —En la cocina creo que hay una puerta que da al patio trasero. Ahí puede haber algo que te sirva—. Isabela subió rápidamente la escalera.
Armando suspiró y se dirigió a la cocina, en donde encontró la puerta y salió al patio trasero, el cual era pequeño, pero en donde estaba aprovechado al máximo el espacio. Había una especie de cobertizo donde se encontraban la lavadora y la secadora y a un lado de estas había un cuartito en donde se guardaban artículos de limpieza.
El patio estaba lleno de las pequeñas macetas con flores que Armando había visto al frente de la casa, lo cual hacía el efecto de agrandar el espacio con las notas de color que le daban las flores. Armando estuvo seguro de que ese detalle de las macetas debía ser de Isabela. Ya le comentaría algo después.
Armando tomó una cubeta que llenó con agua, un trapeador, unos limpiadores de pisos y unas toallas y trapos que colgaban de un gancho. Regresó al interior de la casa y se dio a la ingrata tarea de mover los cadáveres.
Empezó con el del comandante, que aún mostraba el rigor mortis, por lo que era difícil manejarlo. Armando utilizó todas sus fuerzas para levantar el cuerpo de la silla, pero sólo lo levantó unos centímetros y lo empujó. El comandante cayó al suelo con un ruido sordo. Conservaba la posición de sentado. Armando se agachó y empezó a arrastrarlo.
Había decidido que el mejor lugar para esconder los cadáveres era el sótano. Así que avanzó penosamente por el piso de toda la planta baja arrastrando al comandante, deteniéndose de vez en vez a recuperar el aliento. La cara de dolía bastante y no tenía intención de verse en el espejo. De seguro presentaría un aspecto horrible, aún y cuando ni Gloria ni Isabela parecían reaccionar de mala manera ante su aspecto. Quizá los golpes recibidos dolieran más de lo que desfiguraban. Después de todo, el comandante y sus esbirros habían tenido una amplia práctica con la tortura. Y algunas veces no convenía dejar huellas de tortura en un rostro.
Armando abrió la puerta del sótano, encendió la luz y arrojó al cadáver por las escaleras. El comandante no llegó al piso de sótano, quedando atorado en el tercer escalón, pero a Armando no le importó. Todavía quedaban dos cadáveres más.
Durante los siguientes veinte minutos, Armando estuvo yendo y viniendo por la planta baja de la casa, ora arrastrando un cadáver, ora pasando el trapeador o las toallas y trapos por el piso para desaparecer las manchas de sangre. La que más trabajo le dio (y asco) fue la mancha de sangre de la escalera, que tenía adheridos pedacitos de hueso y cerebro del hombre golpeado. Por otro lado, Armando estaba impresionado de ver tan poca sangre en el piso. Gloria había realizado un trabajo impecable.
Ese pensamiento le trajo de nuevo a Gloria a la mente. Aquella chica representaba todo un enigma para él. Gloria tenía un lado luminoso y un lado oscuro, como todas las personas, sí, pero en el caso de Gloria esos dos lados puestos estaban yuxtapuestos. Gloria era tierna e implacable, empática y violenta, cooperativa y egoísta, todo a un tiempo.
Y el problema con ello era que Armando se había enamorado de Gloria. No sólo era hermosa, con una piel blanca y suave, unos ojos negros almendrados sobre los altos pómulos, el cabello de un negro azabache que llevaba corto hasta los hombros. También era ese carácter fuerte, franco, abierto con que enfrentaba la vida.
Sin embargo, Armando sabía que estar enamorado de Gloria era un error. Ella estaba apegada a sí misma y seguía sus propias reglas. Además, de seguro lo consideraba un viejo, por los quince años que los separaban. Gloria se había portado con él tiernamente, pero también había demostrado su desdén.
Armando terminó con la limpieza y fue a dejar las cosas al cobertizo de patio. Cuando regresó a la casa, se encontró con Isabela en la cocina.
Se le fue el aliento al ver a Isabela, que vestía una falda cortísima que enmarcaba unas piernas torneadas. Calzaba unas sencillas sandalias y una ajustada blusa de color negro que realzaba sus atributos superiores.
Isabela notó la cara de embobado de Armando y sonrió. —Qué, ¿me veo bien o quizá me vestí de manera muy veraniega?
—No, estás perfecta —respondió Armando, sin notar el énfasis que había dado a la última palabra.
—Vamos Armando, tenemos que hablar —le dijo Isabela, tomándolo de la mano y llevándolo hasta la sala. Armando se dejó conducir dócilmente. Parecía zombificado.
Llegaron a la sala en donde Isabela comentó admirada el trabajo de limpieza que había hecho Armando. Se sentaron en uno de los sillones, muy juntos, Isabela con las piernas recogidas de manera tan provocativa que Armando difícilmente podía separar su vista de ellas.
—Háblame de ti Armando —le dijo Isabela. —Cuéntame todo de ti. Qué haces, como llegaste hasta aquí, que te dijo Rolando Mota de mi padre.
—¡No le digas ni una sola palabra a esa puta! —Gritó Gloria, entrando precipitadamente a la sala. Traía la espada desenvainada y con la hoja apuntaba hacia Isabela. Gloria se veía muy alterada. Su pecho subía y bajaba con rapidez, como si hubiera corrido.
—¡Gloria! ¿Qué pasa? —exclamó Armando, levantándose de un salto del sillón.
—Esa puta es una espía —dijo Gloria. —Nos ha tendido una trampa.
—¿Qué? ¡Explícate, Gloria!
—No hay tiempo para ello. Tenemos que salir de aquí de inmediato. La policía viene para acá.
—¿La policía? —Armando estaba confuso.
—Sí, la policía. Esta puta los llamó.
—¿Qué? —exclamó Armando, volviéndose a Isabela le preguntó: —¿Es cierto eso?
—Claro que es cierto —respondió Isabela, calmada. —Yo los llamé.
—¿Y por qué hiciste eso? —le preguntó Armando, incrédulo.
—¿¡Cómo que por qué?! —exclamó Isabela, exaltada por primera vez. Se irguió en el sillón y señaló a Gloria. —Esa loca mató a tres hombres aquí, en mi casa, con esa espada horrible.
—¡Pero si esos hombres eran unos canallas! —dijo Armando. —Torturaron y ejecutaron a un tipo y querían matarme.
—Esos hombres eran policías y querían información para ayudar a encontrar a mi padre.
—¡Pero Isabela!, ¿qué estás diciendo? —exclamó Armando, atónito.
—Vámonos de aquí, Armando, rápido.
—Demasiado tarde —dijo Isabela, con una sonrisa cruel.
En efecto. En esos momentos se escuchó el ruido de varios autos que frenaban frente al 1313 de la calle del sinsonte, a lo cual siguieron los sonidos de puertas que se abren y de pies que corren. Luego se abrió la puerta de la calle y una voz gritó: ¡Policía!
Gloria enfundó su espada y se dirigió al sillón, donde tomó asiento.
Un grupo de hombres entró en la sala, empuñando sus armas.
—¡Ustedes dos, quedan detenidos! —gritó uno de los hombres, sacando un par de esposas con las que otros hombres sujetaron a Gloria y Armando y se los llevaron.



No hay comentarios: