lunes

Un juego de espías






La salida se programó para las once de la mañana de ese mismo día. En el refugio, el ir y venir de las personas se convirtió en el entretenimiento de los que estaban ahí refugiados.
Armando se sorprendió al ver lo organizados que estaban todos. Unas cuantas palabras, una simple seña, se convertían en un eficiente canal de comunicación. Por su parte, Armando se limitó a asegurarse que el contenido de su mochila estuviera completo y halló un limpiador de metales con el que se puso a limpiar su espada, esperando que éste no dañara la hoja.
Armando buscó la espada samurái de José para dársela a uno de los cazadores que lo acompañaría (al principio pensó en ofrecérsela al papá de Gloria, pero después lo pensó mejor) pero no la encontró por ningún lado. Después alguien le dijo que al parecer la espada se la habían llevado junto con la mochila del muchacho.
Cuando Armando preguntó quiénes lo acompañarían, lo remitieron a la pizarra en donde se habían escrito los nombres que conformaban los tres equipos, dos de defensa y uno de ataque.
El equipo de Armando (de ataque) lo conformaban Sebastián, el tipo calvo y musculoso (cazador); Enrique, un tipo que sobrepasaba los dos metros de estatura (explorador); Felipe, cuyo signo distintivo era un tupido bigote (cazador); Humberto, que lucía un sombrero tipo australiano (cazador); Lucas, musculoso también y con una larga trenza que le colgaba a la espalda (cazador); Sanjuana, pecho plano y cuerpo de atleta (exploradora) y Ramón, que sostenía perpetuamente un palillo en su boca (cazador).
Lo que a Armado le llamó la atención fue que el papá de Gloria no estuviera incluido en su equipo, sino en el equipo que patrullaría el perímetro al derredor del refugio a un kilómetro de distancia de éste. En dicho equipo también estaba incluida la mamá de Gloria. Armando sintió una suerte de envidia por la pareja que formaban los papás de Gloria, los cuales se mantenían unidos hasta en el peligro.
También le llamó la atención el que en su equipo hubiera una mujer. Lo primero que había pensado Armando cuando el papá de Gloria le dijo a ésta que no podía ir en la búsqueda del profesor, fue de que al señor no gustaba que las mujeres se enfrentaran al peligro. Pero ahora veía que no había sido así. Que incluyera a Sanjuana en el equipo de Armando y a su esposa en el suyo propio hablaba bien de él. Quería decir que realmente amaba a su hija y se preocupaba por ella.
Por último, Armando buscó a Gloria en la lista. La localizó en el equipo que rodearía el edificio del refugio. Sólo dos hombres (cazadores) formaban parte del equipo, el resto eran mujeres.
Armando se sorprendió de la capacidad de convencimiento que debería de tener la mamá de Gloria para haber logrado que ésta aceptara quedarse a vigilar el refugio.
—En diez minutos salimos —le dijo Humberto mientras se acomodaba el sombrero de forma que sólo se le veía la mitad de la cara.
—Muy bien, gracias —le respondió Armando, que fue a la habitación del catre a recoger su mochila y su espada.
Al salir de la habitación, Armando buscó con la mirada a Gloria. No la encontró, así que mejor decidió irse sin hablar con ella. Ya tendría ocasión de hacerlo cuando regresaran de casa del profesor Chilinsky.
 Cuando se dirigía a la salida, Armando volteó a ver hacia el pasillo que llevaba al patio interior y se detuvo de golpe. A través de la puerta corrediza vio a Gloria, sentada en el suelo como la otra noche, pero de perfil, limpiando su machete que mantenía sobre su regazo sobre sus piernas cruzadas.
Armando titubeó. Le pareció que sería una descortesía de su parte no decirle un hasta luego a Gloria. Pero lo detuvo la expresión de tristeza que se adivinaba en Gloria, no por su rostro, que estaba oculto por el pelo que le caía recto y corto a los lados, sino por la lentitud con que pasaba un trapo húmedo por la hoja de su machete.
Armando siguió su camino y se encontró en la calle con cinco de sus compañeros de equipo, todos con sus mochilas a la espalda y las armas en la mano. Al verlo, Sebastián se le acercó, muy serio, y le dijo: —Saldremos en unos minutos. Felipe y Sanjuana están por llegar. Fueron a hacer un reconocimiento. ¿Dónde dices que está ubicado el profesor Chilinsky?
A Armando le pareció muy graciosa la manera telegráfica de hablar de Sebastián. En la reunión en el refugio había mostrado un hablar más fluido. Lo más seguro es que el calvo musculoso sintiera tanto miedo como él.
—El profesor vive en la calle del sinsonte 1313 —respondió Armando.
—Yo sé donde está, cerca de La barranca del Muerto —comentó Lucas.
—¡Eso está mal! —dijo Sebastián. —Barranca del muerto está muy lejos de aquí.
—Esa Barranca del muerto, sí —dijo Lucas, riéndose. —La barranca del muerto a la que me refiero es el nombre de una cantina que está cerca de la calle del sinsonte.
Todos en el grupo se echaron a reír por el comentario de Lucas, lo cual venía a confirmarle a Armando que todos estaban a punto de explotar por la tensión.
En ese momento se acercaron al trote Felipe y Sanjuana. Fueron directo con Sebastián, por lo que Armando supo que éste era el líder del equipo.
—Despejado en perímetro, pero hay movimiento en tránsito —le informó Felipe a Sebastián, jadeando por el esfuerzo que acababa de realizar.
—Hay pájaros en el alambre —intervino Sanjuana, con voz firme. —Parece ser la parvada de ayer, pero quizás incluya dos pichoncitas.
Sebastián frunció el ceño ante los informes de los dos exploradores y se rascó la calva, en tanto Armando trataba de comprender qué habían dicho. Evidentemente hablaban por medio de claves que ellos conocían, así que preguntó:
—¿A qué se refieren, Sebastián?
—A que en las cercanías hay pocas posibilidades de toparnos con zombis, pero más allá es posible que veamos acción. Esto no me preocupa, porque ya esperábamos algo así. Lo que sí me tiene inquieto es lo que nos informa Sanjuana.
—¿Qué es…? —Armando quería más información.
—Desde ayer por la mañana hay unos tipos rondando —intervino Sanjuana. —No sabemos quiénes son ni qué quieren. Pero lo que es seguro es que nos andan espiando.
—¿Espiando? —se asombró Armando. —¿Y cómo saben que son espías?
—No lo sabemos, lo intuimos —dijo Humberto desde su media cara bajo el sombrero. —Los notamos por primera vez ayer en la mañana, cuando acompañé a Pedro y a Dana a llevar a ese muchacho José con el doctor Ernesto. Eran cuatro tipos. Dos se quedaron cerca del refugio y dos nos siguieron en un auto gris hasta el consultorio del doctor. Apenas bajamos de la camioneta y vieron que era José al que llevamos con el doctor, se vinieron para acá en el auto gris, donde recogieron a dos tipos y dejaron uno de guardia.
—¿Pero cómo pueden estar seguros que no fue una confusión? —preguntó Armando, que no entendía nada.
—Armando, no hay confusión posible —dijo Felipe —, esos tipos no son Vigilantes ni exploradores ni cazadores. Conocemos a todos los que realizan esas funciones, no sólo en esta zona donde estamos, sino de prácticamente toda la ciudad. Además, no llevan armas y viajan en auto.
—¿Y eso último qué tiene que ver?
—Mira a tu alrededor, Armando. Ni un auto —continuó Felipe. —Los autos se han convertido en verdaderas trampas mortales en zonas en las que merodean los zombis. Hay demasiados obstáculos en las calles para que puedas circular sin que quedes varado.
—¿Qué clase de obstáculos?
—Basura, escombros, barricadas, algunos autos. ¿Por qué lo preguntas? —quiso saber Felipe, al que no le molestaban las constantes preguntas de Armando.
—Porque los zombis no son capaces por sí solos de poner obstáculos —respondió Armando, gustándole aquello cada vez menos. —No tienen capacidad intelectual para eso y ellos mismos podrían quedar atorados ante un obstáculo. Ya saben, los zombis intentan atravesar un auto en vez de sacarle la vuelta. Lo que quiere decir que alguien los está ayudando, colocando obstáculos en puntos estratégicos.
—Los espías —dijo Sanjuana.
—Pero, ¿cómo saben que son espías? —insistió Armando. —¿Qué espían? ¿Cuál es su objetivo?
—Tú eres el objetivo, Armando. Nos espían para ver en dónde te encuentras —dijo Sebastián.
—¿Qué? ¿Yo? ¿Por qué? —Armando estaba anonadado.
—Piénsalo bien, Armando —le dijo Sebastián y empezó a enumerar, señalando sus dedos: —Los vemos por primera vez el día de ayer por la mañana y tú llegaste al refugio la noche anterior; rondan el refugio por la parte delantera y la trasera; nos siguen en auto hasta el consultorio del doctor Ernesto y al ver que era José y no tú al que llevamos al consultorio, se regresan al refugio, donde recogen a dos tipos y dejan uno de guardia… Son demasiadas coincidencias.
—¿Estás seguro de que nadie te siguió cuando llegaste antier al refugio? —le preguntó Lucas a Armando.
—No, nadie —respondió Armando. —No lo podría asegurar al cien por ciento, claro, pero estoy casi seguro de que nadie nos siguió. Yo no sabía ni siquiera que el refugio existía. Fue Gloria la que nos guió a José y a mí hasta el refugio y avanzamos por callejones estrechos y otros lugares en los que sería muy difícil seguir a alguien. Incluso llegamos por la parte trasera del refugio.
Todos se quedaron en silencio, sopesando las posibilidades. Ahora no sólo se enfrentaban al peligro de toparse con zombis, sino que también tenían que lidiar con tipos de los que desconocían sus intenciones, pero que aparentemente estaban tras la pista de Armando. Finalmente, Sebastián habló: —No nos vamos a arriesgar de más. La calle del sinsonte queda a unos dos kilómetros de aquí en línea recta, pero haremos un rodeo. De esta manera, nos aseguraremos de hacer perder el rastro a los espías. Así que, ¡adelante, vamos a reunirnos con el profesor!
Se pusieron en camino siguiendo la misma estrategia que Armando y sus compañeros Vigilantes habían utilizado la noche anterior. Avanzaban por aceras distintas en grupos de cuatro. Sebastián, Felipe y Humberto acompañaban a Armando. Sanjuana, Enrique, Lucas y Ramón formaban el otro contingente.
Las calles estaban desiertas, dando la apariencia de ser un decorado gigantesco de alguna película post apocalíptica. Aunque faltaban tan sólo doce días para Navidad, ésta se veía lejana en aquellas calles vacías en las que por todos lados había basura y papeles que volaban al viento. A Armando se le hacía increíble el hecho de que aquellas calles deberían de haber lucido llenas de vida tan sólo un año atrás, con adornos navideños colgando de las puertas de las casas y con gente caminando deprisa e ambas direcciones mientras iban o venían del mercado para comprar los artículos con los que celebrarían la Navidad.
Aunque avanzaron en línea recta durante tres cuadras, a una señal de Sebastián ambos grupos doblaron bruscamente a la izquierda y se internaron en una zona en la que abundaban los talleres mecánicos y las bodegas.
El silencio era impresionante, aunque se cuando en cuando se escuchaba algún ruido que los hacía detener o avanzar más deprisa.
Atravesaron corriendo unas canchas de futbol y se internaron en una zona en la que predominaban los edificios de apartamentos, de cuatro y cinco pisos.
Como caminaban en zigzag, pasaron por un amplio patio central en cuyos cuatro costados se erguían apartamentos. Estaban por salir del patio cuando escucharon unos sonidos que les pusieron los nervios de punta: el arrastrar de muchos pies.
A una nueva señal de Sebastián, los dos grupos se separaron y cada uno tomó las salidas paralelas en los costados del patio.
Armado y su grupo corrieron en fila india por una pequeña banqueta adyacente a uno de los bloques de departamentos. A punto de doblar la esquina, una serie de estruendos  los hicieron arrojarse al suelo.
La pared del edificio estalló en cinco puntos distintos a unos cuarenta centímetros sobre sus cabezas, arrojando pedazos de yeso y ladrillo. Alguien les estaba disparando.
Doblaron la esquina prácticamente a gatas y luego echaron a correr.
A lo lejos, en la otra esquina del edificio contiguo, vieron a los integrantes del otro grupo, que estaban espalda contra espalda y blandían sus machetes efectuando movimientos en semicírculo, lo cual sólo podía significar que estaban siendo atacados por zombis.
Cuando llegaron hasta donde estaban sus compañeros, rodeados por al menos cuarenta zombis, se pusieron a luchar. Armando se abrió paso cercenando la cabeza de un zombi y cortando la pierna de otro a la altura de la rodilla. El zombi cayó de lado, arrastrando consigo a otro zombi.
Sebastián lanzó un grito de terror cuando vio salir una mano del pecho de Sanjuana aferrando su corazón, que aún latía. El zombi levantó el cuerpo de la chica, que convulsionaba, en un intento por retirar el brazo y comerse el corazón. Pero tenía el brazo atorado. Sebastián reaccionó y con otro alarido, esta vez de furia, cercenó el brazo que atravesaba el cadáver de Sanjuana y luego la cabeza del zombi.
Nadie supo cuánto tiempo estuvieron luchando contra los zombis. Cuando fue cercenada la última cabeza, cuarenta y cinco zombis y el cuerpo mutilado de Sanjuana yacían en tierra.
Armando, como el resto de sus compañeros, estaba exhausto. Jadeaba sonoramente, intentando controlar su corazón desbocado. Colocó la punta de la hoja de su espada manchada de sangre en el suelo, ya que no podía sostenerla en el aire.
—…Tenemos… que… salir de aquí ahora… ¡Rápido! —Exclamó Sebastián entre jadeos.
—¡Pero si no me puedo mover! —protestó Lucas, que se había acostado en el suelo.
—Es necesario… —dijo Sebastián. —Allá atrás alguien nos disparó.
Lucas lanzó un gruñido enfadado, pero se levantó. Sabía lo importante que era salir de ahí lo más rápido posible. Quizá los que habían efectuado los disparos querían que los dos grupos se enfrentaran a los zombis y así liquidarlos a todos.
—Seguiremos juntos —indicó Sebastián y se pusieron de nuevo en marcha.
Ahora las cosas eran peores. No sólo tenían que estar atentos a lo que les esperaba más adelante sino que tenían que cuidar su retaguardia. Los zombis no disparaban armas.
Las calles se sucedían, monótonas, sin vida y peligrosas. Estaban tan sólo a unas cinco cuadras de llegar a su destino, cuando avistaron a un grupo de zombis en la lejanía.
Esta vez también cambiaron el rumbo para no entrar en contacto con los zombis, pero tuvieron la precaución de vigilar su retaguardia. Armando y Felipe fueron los encargados de servir como espejos retrovisores al grupo. Cada tantos pasos oteaban el horizonte tras de sí. Hasta ese momento no habían vuelto a aparecer los tiradores, pero la precaución no estaba de más.
Cuando estuvieron a sólo cien metros de la calle del sinsonte hicieron un alto. Sebastián y Humberto se adelantaron al grupo para ver si había peligro adelante, mientras Felipe y Armando vigilaban el camino ya recorrido.
Los dos exploradores regresaron y señalaron que al parecer el camino estaba libre, así que reemprendieron la marcha. Armando volteó atrás por última vez y su corazón se saltó un latido: había visto una figura que cruzaba la calle a unos sesenta metros atrás.
La figura se movía muy rápido, lo cual le decía a Armando que debía tratarse de uno de los espías/tiradores que los perseguían. Lo extraño es que corría a la manera femenina.
—¡Alto, deténganse un momento! —exclamó Armando en voz alta, pero sin gritar.
El grupo se detuvo en el acto, preparados para cualquiera cosa. Armando se acercó a Sebastián y le dijo: —Sanjuana dijo hace rato que la parvada de pájaros incluía a dos pichoncitas, ¿verdad?
Sebastián asintió.
—¿Eso quiere decir que el grupo de espías incluía a mujeres?
Sebastián volvió a asentir, por lo que Armando dijo: —Entonces debemos apurarnos, porque creo haber visto a una espía atrás de nosotros.
Apenas se había extinguido la voz de Armando, cuando una nueva andanada de disparos cayó sobre ellos. Lucas y Humberto cayeron al suelo, heridos mortalmente. Lucas había recibido un disparo en la frente y Humberto tres disparos en el pecho.
Los demás se cubrieron tras la fila de autos estacionados, sorprendidos de que los disparos hubieran llegado de adelante y no de atrás, como suponían.
—La calle del sinsonte es una privada que está a sólo cien metros adelante —dijo Sebastián—, así que si nos dispararon desde esa dirección es porque ignoran a dónde vamos, ¿no creen? Lo que vamos a hacer es avanzar hasta la intersección, manteniendo a Armando cubierto a nuestro flanco derecho. Cruzamos la calle y viramos a la izquierda. Enrique, Felipe, Ramón y yo continuamos corriendo, mientras Armando se desprende de nosotros y se interna en la privada, ¿qué les parece?
—¿No es muy arriesgado? —preguntó Armando.
—¿Acaso tenemos opción? —respondió secamente Sebastián, que empezó a avanzar. Los cinco formaron un grupo compacto, con Armando a la izquierda. Cruzaron corriendo la intersección y antes de llegar a la entrada de la calle del sinsonte viraron bruscamente a la izquierda. Armando se internó en la privada y sus compañeros siguieron su camino.
Armando se dirigió rápidamente al final de la calle, guiado por la numeración de las casas. Por fin localizó la casa con el número 1313, donde se encontraba el profesor Chilinsky. Era la penúltima casa del lado izquierdo de la calle.
Era una casa angosta, pero alta, a la que se accedía por medio de cinco escalones bordeados por pequeñas macetas con hermosas flores y un barandal de hierro forjado. Una puerta de madera de color gris perla daba al conjunto un toque elegante, pero discreto al mismo tiempo.
Armando volteó a ambos lados de la privada antes de subir los escalones y tocar a la puerta. Apenas rozó la puerta con los nudillos de su mano, cuando ésta se abrió con un ligero quejido metálico de los goznes.
“Algo no está bien”, pensó Armando, empujando suavemente la puerta con la mano y las yemas de sus dedos extendidos. La puerta se abrió un poco más y Armando pudo ver que el marco interior de la puerta estaba vencido. ¿Alguien había abierto violentamente aquella puerta y luego se había tomado la molestia de cerrarla de tal manera que pareciera cerrada o se trataba de un accidente doméstico? ¿Habría alguien atacado al profesor Chilinsky?
Armando tuvo ganas de volverse sobre sus pasos en ese momento. Sin embargo, muchos hombres y mujeres a los que apenas conocía habían arriesgado sus vidas o habían muerto para que él estableciera contacto con el profesor Chilinsky y no se sentía capaz de cargar con la culpa de que esos valientes hubieran muerto en vano.
Así que Armando llevó su mano a la empuñadura de su espada y, tras un corto titubeo, penetró en la casa, volviendo a cerrar la puerta tras de sí.
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa? —Preguntó Armando en voz alta, sintiéndose más nervioso a cada momento —. ¿Profesor Chilinsky?
Nadie respondió a su llamado, por lo que Armando se quedó quieto un momento en el recibidor, aguzando el oído y dando un vistazo al interior de la casa.
Según había adivinado por la fachada de la casa, ésta se extendía hacia la parte de atrás. A la izquierda había una escalera en forma de “L” invertida y más atrás se veía un comedor de seis sillas. Al fondo de la casa se veía una parte de la cocina. De ahí emanaba el ruido blanco del refrigerador.
Frente a la escalera se veía una puerta corrediza de madera. Armando se acercó lentamente a la puerta y la abrió sólo unos treinta centímetros, con cierta dificultad, ya que sólo utilizó su mano izquierda. No estaba dispuesto a dejar de empuñar la espada.
Tras la puerta corrediza había una amplia sala, con dos grandes sillones y un televisor de plasma de 42 pulgadas.
Armando dejó la sala y se dirigió a la parte de atrás de la casa, pasando por un pasillo que tenía empotrado un librero con cientos de volúmenes en una de sus paredes.
A un lado de la cocina había una puerta blanca y decidió investigar hacia dónde conducía. Armando abrió la puerta y vio una escalera que descendía. Se trataba de un sótano. Buscó el interruptor con la mano y encendió la luz. Se sorprendió de la brillantez. De seguro ahí no había problemas con el voltaje.
Armando empezó a bajar la escalera, sosteniendo la espada en alto con las dos manos. Cuando estaba por bajar el último escalón le pareció oír que la puerta de la calle se abría. Así que se dio la vuelta y subió los escalones de dos en dos.
Corrió por el lado del comedor y llegó hasta el recibidor. La puerta estaba cerrada, tal y como él la había dejado.
Armando regresó a la puerta del sótano y bajó la escalera. Si había tenido alguna duda de que en esa casa había ocurrido algo malo, el sótano acabó por disiparla: todo ahí estaba en desorden.
Había papeles por todos lados y fragmentos metálicos y vidrio en toda la extensión del piso. Unas jaulas metálicas vacías estaban tiradas sin orden ni concierto.
Armando se acercó a lo que parecía una enorme plancha de mármol sobre la que se veían unos extraños bultos de tamaño minúsculo, que llamaban la atención porque estaban alineados en dos filas.
Al acercarse supo qué eran esos extraños bultitos por el olor nauseabundo que emanaban. Eran cadáveres de pájaros. Armando llegó hasta la plancha y se dio cuenta de que se había equivocado de especie. Aquellos minúsculos cadáveres eran de ratones, que habían sido abiertos en canal y que carecían de la parte superior de sus cráneos, de los cuales se les habían extraído sus cerebros.
Armando dejó a los ratones muertos y se fijó en un manojo de cables que colgaba de una de las paredes que tenía empotrada un escritorio. Alguien había arrancado los cables a la computadora del profesor Chilinsky y se la había llevado.
Con un suspiro de impotencia, Armando abandonó el sótano. Apagó la luz de la escalera y volvió a cerrar la puerta. Decidió que ya era tiempo de ver si había algo en el piso de arriba.
Armando atravesó el comedor y estaba a punto de subir la escalera cuando la puerta de enfrente se abrió violentamente y dos hombres entraron corriendo, apuntándole con sus armas.
—¡Quieto! ¡Suelte esa espada inmediatamente! —le ordenó uno de los hombres.
Armando envainó la espada samurái en su funda.
—¡Quítese la espada y póngala en el suelo! —volvió a ordenar el mismo sujeto. Armando obedeció. Se quitó el cinturón con la espada y la depositó suavemente en el suelo.
—Ahora patéela suavemente hacia mí.
Armando hizo lo que se le pedía. El hombre pareció relajarse. Su compañero se agachó y recogió la espada. Luego dio media vuelta y salió de la casa.
—No se mueva, amigo. Que esto apenas empieza —le dijo el sujeto a Armando sin dejar de apuntarlo con su arma.
Afuera hubo un ruido de pasos y arrastre, lo cual le puso a Armando los pelos de punta. Pero lo que atravesó la puerta no fue ningún zombi, sino el compañero del hombre que lo encañonaba, que sostenía de un brazo a un cadáver. El otro brazo del cadáver lo sostenía un tipo vestido con un uniforme de la Agencia federal de Investigaciones que traía un puro en la boca.
Al verlos aparecer, el tipo que le apuntaba bajó su arma y se dirigió al comedor, donde tomó dos sillas que llevó al recibidor. El sujeto acomodó las dos sillas frente a frente y sentaron al cadáver en una de las sillas, cuyo respaldo daba hacia la escalera.
Armando ahogó un grito al ver que el cadáver gemía. Observó más detenidamente aquel rostro desfigurado, en el cual los ojos eran dos simples rendijas hinchadas, y se dio cuenta de que aquél no era un cadáver, sino un tipo que estaba vivo y que había sufrido una paliza tremenda.
El tipo del uniforme de la AFI y el puro se sentó en la otra silla. Observó alternativamente al tipo golpeado que tenía ante sí y a Armando. Luego le hizo una seña a uno de los hombres y le dijo: —Tráemelo para acá, para que éste lo reconozca.
Uno de los dos hombres armados se acercó a Armando y lo jaló de la camisa, arrastrándolo hasta donde estaban las sillas. Luego lo tomó del cuello y le acercó la cara para que lo viera el tipo golpeado.
—A ver, dime —le dijo el tipo de uniforme al hombre golpeado. —¿Es este Rolando Mota? El hombre golpeado pareció no entender. El tipo de uniforme le volvió a hacer la misma pregunta y el tipo que sostenía a Armando del cuello lo acercó aún más. Armando pudo oler la sangre coagulada y el sudor que despedía el hombre golpeado.
—Nnn…, sé —farfulló el hombre golpeado.
—¿Qué dices? ¡No te oigo, habla más fuerte! —le gritó el hombre de uniforme.
—Nno sé… —volvió a decir el hombre golpeado, en un susurro.
—¡¿Qué no sabes?! —estalló el hombre de uniforme. —¡Míralo bien, carajo!
El hombre golpeado pareció hacer un esfuerzo por ver a Armando, pero estaba tan golpeado, sus ojos tan hinchados, que casi estaba ciego.
—Sssí, es él —dijo el tipo golpeado. —Es Rolndo Mota.
—¡Sabía que o reconocerías, compadre! —exclamó jubiloso el hombre de uniforme, dando una chupada a su puro y arrojándole el humo a la cara. —De habérnoslo dicho antes, cuando te enseñamos la foto, te hubieras ahorrado las muestras de cariño de mis muchachos. Pero no te guardo rencor. Te admiro por haber traicionado a tu amigo. Yo nunca lo hubiera hecho, eso de traicionar a un amigo. ¿Sabes por qué? Porque odio a los traidores.
El hombre de uniforme desenfundó su pistola y disparó. La nuca del tipo golpeado estalló en un surtidor de sangre, y pedazos de hueso y masa encefálica se adhirieron en la pared de la escalera.
La sangre salpicó el rostro de Armando, que había quedado momentáneamente sordo de su oído izquierdo.
—Saquen a este traidor de aquí —ordenó el hombre de uniforme. —El tipo que sujetaba a Armando lo soltó y ayudó a su compañero a sacar el cadáver.
—¡Siéntate Rolando!, tenemos que hablar —le dijo a Armando.
—No soy Rolando, soy Armando —afirmó éste.
—¡Tú eres Rolando Mota y te ordeno que te sientes! —exclamó el tipo de uniforme, apuntando a Armando con su pistola.
A Armando no le quedó otra que hacer caso. Se sentó en la silla.
En ese momento regresaron los dos hombres y se quedaron parados junto a su jefe, esperando sus órdenes.
—Tú, Evaristo, ve y checa la parte baja de la casa —le dijo el hombre de uniforme, dejando caer la ceniza de su puro en el piso. —Y tú, Genaro, ve a ver qué encuentras arriba.
Los dos hombres se retiraron. El hombre de uniforme suspiró y se restregó los ojos con la mano. Luego fijó su atención en Armando y le dijo:
—Mira, Rolando. Estoy muy cansado y me están presionando mucho de arriba. Así que quiero que te dejes de hacer el pendejo y me digas toda la verdad. Ya viste lo que soy capaz de hacerles a los que traicionan. Pues bien, otra cosa que no soporto es a los mentirosos. Así que ya no me mientas, por favor, y dime toda la verdad.
—¿Quiere la verdad? —Le preguntó Armando, que estaba asqueado del tipo aquél.
—La verdad, sólo eso te pido. Si me la dices, te prometo una muerte rápida e indolora. Si me mientes, desearás no haber nacido nunca.
—La verdad —repitió Armando —: Me llamo Armando Guerra y vine hasta aquí para buscar al profesor Chilins…
El tipo de uniforme le soltó un golpe a la cara con el revés de la mano con la que sostenía el puro. La cabeza de Armando se sacudió con violencia.
—¡Te dije que no me mintieras, desgraciado! Ahora vas a…
—¡Comandante, mire lo que encontré allá arriba, escondida! —lo interrumpió la voz de Genaro, que bajaba la escalera arrastrando a la fuerza a una joven, que forcejeaba débilmente.
—¡Vaya, vaya!.., ¿qué tenemos aquí? —exclamó el comandante, comiéndose a la joven con la mirada.
La chica era hermosa. Tenía el pelo rubio y un cuerpo estupendo, realzado si cabe porque sólo vestía un ceñido pantalón de mezclilla y un sostén rosado. Al cuello llevaba un escapulario sostenido por un cordón grueso, lo cual imponía al conjunto un toque extra de exotismo.
Genaro dejó a la chica junto con Armando y el comandante y fue al comedor a buscar una silla. Regresó con ella y sentó a la chica violentamente.
—¿Y tú quién eres, güerita? —le preguntó el comandante.
—Soy Isabela, la hija del profesor Chilinsky —respondió con voz firme, desafiante, con un ligero acento gringo. —¡Ustedes fueron los que se llevaron a mi padre!
—¡La hija de Chilinsky! Eso es interesante —dijo el comandante. —¿Y por qué no te llevaron a ti con ellos? —inquirió, sin despegar la mirada de los senos de Isabela.
—Yo estaba en mi cuarto, arriba, cuando oí que alguien tumbó a la puerta —explicó Isabela, a quien al parecer no le molestaba la mirada lasciva del comandante. —Como me estaba cambiando, fui a investigar. Me quedé en el rellano de la escalera y pude oír que en el recibidor estaban varios hombres. Le decían a mi padre que tenía que acompañarlos, pero mi padre se negaba y les preguntaba que quiénes eran ellos.
—¿Y se lo dijeron? —preguntó el comandante, burlón. Se había percatado que la chica parecía haberse impresionado por su uniforme policial y creía que se la estaba viendo con un guardián del orden que le iba a ayudar a recuperar a su padre. “Pobre, si supiera que sólo nos va a servir como diversión”, pensó el comandante, que ya no podía esperar más para poseerla.
—No. Sólo uno de ellos que dijo que él era Rolando Mota, alguien muy…
—¡¿Rolando Mota?! —le interrumpió el comandante, que no podía creer su buena suerte.
—Sí, Rolando Mota. Dijo que él era alguien muy importante —respondió Isabela y añadió: —Pero mi padre no pareció impresionarse por eso. Entonces se lo llevaron a la fuerza.
—Pues déjeme decirle, señorita, que a ese sujeto Rolando Mota lo tiene frente a usted —dijo el comandante, señalando con un gesto a Armando.
Isabela volteó a ver a Armando con una mirada de incredulidad.
Armando había asistido al intercambio de palabras entre el comandante y la hija de Chilinsky como un mero espectador. También a él le había impresionado la belleza de Isabela y sintió lástima por ella al enterarse de que el profesor Chilinsky había sido secuestrado, lo cual era una noticia terrible. Pero quedó estupefacto cuando Isabela mencionó a Rolando Mota. Aquello era imposible.
—Yo no soy Rolando Mota —dijo Armando. —Me llamo Arm…
—¡Es su voz, es su voz! —gritó Isabela, señalando a Armando.
El rostro del comandante se contrajo de furia y le pegó un puñetazo a Armando en el estómago. Armando se dobló y cayó de la silla. Genaro se acercó a recogerlo, pero el comandante lo detuvo con un gesto de la mano y le dijo: —¡Déjalo!, consígueme cinta para amarrarlo a la silla.
Genaro se retiró y salió de la casa. La cinta adhesiva plateada y otros implementos que utilizaban para obtener “confesiones” las tenían en la cajuela del auto.
El comandante se agachó y le arrancó la mochila de la espalda a Armando, que boqueaba intentando aspirar aire. El comandante abrió la mochila y sacó la carpeta que Rolando Mota le había dado a Armando en la biblioteca, la primera vez que hablaron.
Genaro regresó con la cinta. Levantó a Armando del suelo y lo ató a la silla envolviendo sus brazos y pecho con varias vueltas de cinta plateada.
—También a ella, de una vez —ordenó el comandante, señalando a Isabela.
—¡Pero…! —protestó Isabela.
—Es por tu seguridad, Isabela —le dijo el comandante.
Genaro ató a Isabela a la silla, pero fue más gentil que con Armando. Se limitó a atar con cinta los tobillos y las manos en la espalda.
—¡Listo! —dijo, preparado para recibir nuevas órdenes.
—Ve a buscar a Evaristo. Déjame terminar con esto y ahorita los llamo —le dijo el comandante a Genaro, que se dirigió a la sala tras la puerta corrediza que estaba frente a ellos.
El comandante tiró su puro al suelo y se concentró nuevamente en Armando. Su rostro adquirió una actitud siniestra. Su tono de voz era igualmente siniestro y fue subiendo de volumen conforme hablaba.
—Sigues negando que eres Rolando Mota, a pesar de que ya fuiste reconocido por dos personas. Me estás mintiendo y sabes que eso no me gusta. ¡Te crees muy listo!, pero déjame decirte que no es así. ¿Sabes qué es esto que saqué de tu mochila? —el comandante levantó una delgada carpeta metálica y la puso frente al rostro de Armando.
—Es una carpeta que me dio Rolando Mota en… —respondió Armando.
—¡Es un transmisor, Rolando! —Lo interrumpió el comandante, gritando —Un trasmisor de última generación que nos permitió seguirte hasta aquí. Así que ya no me vengas con cuentos.
—¡Así que ustedes eran los espías que nos dispararon! —dijo Armando, furioso.
El rostro del comandante mostró una expresión de perplejidad.
—¿Qué espías? ¿Quién disparó? —preguntó, confundido. —Si ésta es otra de tus sucias mentiras, te juro que…
—Alguien me siguió al refugio y nos disparó a mí y a mis amigos cuando veníamos para acá  —dijo Armando en un tono glacial. —Si ustedes fueron los que pusieron un trasmisor en la carpeta que me dio Rolando Mota, eso significa que ustedes son los espías.
—¡Eso es absurdo! —exclamó el comandante. —Si nosotros les hubiéramos disparado, los habríamos matado a todos ustedes, y entonces no podríamos haber dado con el escondite del profesor Chilinsky. ¿Acaso eres tan imbécil para no saber para qué sirve un transmisor?
—Pues no soy tan imbécil como usted, comandante, que no se ha dado cuenta de que alguien se las ha jugado muy feo —dijo Armando en tono de burla.
—¡Explícate, cabrón! —gritó el comandante, dándole otro revés a la cara.
Armando enderezó la cabeza y miró al comandante con furia. Un hilo de sangre empezó a manar de la comisura de su boca cuando comenzó a hablar: —Usted afirma de que yo soy Rolando Mota, y que utilizaron un transmisor para seguir mi rastro y encontrar así el escondite del profesor Chilinsky, ¿no es así?
Armando hizo una pausa. Quería que ese tipo con cerebro de Neanderthal tuviera tiempo para procesar toda la información. —Si yo fuera Rolando Mota —continuó Armando—, ¿cómo hubiera podido secuestrar al profesor Chilinsky sin que ustedes se enteraran? ¿Acaso su trasmisor de última tecnología no les habría informado no sólo que Rolando Mota había llegado al escondite del profesor, sino que en estos momentos sabrían dónde estaba secuestrado el profesor Chilinsky?
El comandante parpadeaba, confuso.
—Además —concluyó Armando—, ¿qué sentido tendría que yo, si fuera Rolando Mota, hubiera regresado al escondite del profesor Chilinsky si ya lo había secuestrado? Es usted un imbécil, comandante.
El comandante saltó de su silla y empezó a golpear a Armando mientras llamaba a sus esbirros: —¡Genaro, Evaristo, vénganme a ayudar a darle una calentada a este cabrón!
El comandante siguió golpeando a Armando hasta que empezó a cansarse. Genaro y Evaristo no aparecían. Así que se dejó caer en su silla y sacó su pistola, la cual colocó a veinte centímetros de la frente de Armando.
—No me importan tus mentiras —le dijo. —Lo que me encabrona es que me hayas llamado imbécil y hasta ahora nadie que me ha llamado así sigue vivo. Yo no soy ningún imbécil y trabajo para la gente más poderosa del país. Así que prepárate para morir.
—Suelta esa pistola o deja de apuntarle a Armando, si no, te mato —dijo una voz de mujer detrás del comandante, que sintió una punzada de dolor en la nuca.
El comandante dejó caer la pistola y preguntó, perplejo: —¿Quién eres?
—Soy la muerte —respondió Gloria, hundiendo la hoja de su espada samurái en el cuello del comandante, que quedó muerto al instante sobre la silla.



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