lunes

Insomnio






Armando Guerra se revolvía sobre su catre, incapaz de conciliar el sueño a pesar de desearlo con ansia. La pierna izquierda le seguía doliendo y apenas si era capaz de levantar los brazos, que parecían habérsele llenado de arena. Cada centímetro de su cuerpo reclamaba para sí la primacía del dolor, impidiéndole cerrar los ojos.
Pero lo peor de todo no era el dolor, sino la sensación de estar dentro de una pesadilla sin estar dormido. A su alrededor se escuchaban los ruidos propios de un refugio, que ni es hogar ni posada ni lugar de descanso, sino tan sólo un sitio en donde se comparte el miedo. Ronquidos, gemidos y susurros inconexos llenaban el ambiente, cargado de olores humanos: sudor, mugre, desesperanza.
¿A qué huele la desesperanza? Armando no lo sabía, pero estaba seguro de que aquel refugio debía de oler precisamente a eso. Mientras todos en el refugio se preparaban para dormir, disputándose las contadas camas y los sitios en donde se podía dormir con las piernas extendidas, a Armando no le hizo falta ver los rostros o los gestos de los refugiados para captar su desesperanza: simplemente la olió.
A Armando le parecía increíble estar echado en un catre en un sitio desconocido compartiendo su miedo con otros desconocidos, siendo que apenas ocho meses atrás era un individuo completamente normal, que llevaba una existencia por completo anodina. ¡Y helo hoy aquí, intentando dormir después de haber cortado brazos y cabezas de zombis con una espada samurái! Ni en sus fantasías más locas Armando había considerado nunca la posibilidad de llegar a pelear con zombis.
A su padre le gustaba decir a menudo: ¡sólo en México!, como si el hecho de que el país poseyera algunas características surrealistas fuera excusa suficiente para permitir hacer realidad cualquier cosa, inclusive a los zombis.
Y estaba el miedo, como una visita indeseable que se negara a abandonar al país.
Aunque Armando sólo conocía el miedo real desde hace sólo unos pocos meses, no era ajeno a éste. Como vendedor de artículos eléctricos, Armando había recorrido la mayor parte del país. Cuando le tocó recorrer la frontera norte de México dos años atrás fue cuando se enfrentó cara a cara con el miedo.
Pero no con un miedo personal, como el que sentía actualmente, sino con el miedo de los demás. En ciudades de Chihuahua, Nuevo León y Tamaulipas la gente vivía en un estado permanente de alerta.
Aprovechando las rivalidades entre grupos de narcotraficantes, los bandoleros comunes se subieron al tren, armados hasta los dientes y escudados por la impunidad que otorga el miedo.
Porque no hay mejor propagandista que el miedo. Basta con una amenaza para que la víctima capitule ante su agresor. Alguien podía ser despojado de su camioneta empuñando un pedazo de madera pintado de negro.
Porque el miedo mata el raciocinio. Los periódicos y otros medios de comunicación hablaban de una cifra de 28,000 muertos por causa del crimen organizado. De esas miles de muertes se calculaba que más del 90% correspondían a personas involucradas en el crimen organizado, cerca del 10% correspondían a elementos de policía y del ejército que combatían al crimen y sólo 600 de esos 28,000 muertos correspondían a civiles inocentes, lo cual arroja un 0.02%.
En otras palabras, era más probable que una persona fuera atropellada o que incluso se contagiara de un simple resfriado, que de ser herida o muerta por el crimen organizado.
Pero el miedo estaba ahí, paralizando a la gente, haciendo que ésta se refugiara en sus casas y evitara salidas innecesarias, como vivir sus vidas.
Y cuando el miedo impera, la libertad perece.
Ahora ya no era el crimen organizado el que imponía sus reglas, sino seres humanos infectados que deambulaban en busca de carne humana para satisfacer su apetito insaciable.
¿Habría alguna forma de detenerlos, de regresarlos a su calidad de criaturas de fantasía? Armando había escuchado a Rolando Mota hablarle del profesor Chilinsky con una especie de reverencia pero, ¿qué si Rolando se equivocaba? ¿Acaso no podía éste ser una víctima más del miedo, el cual reducía su capacidad de raciocinio y le hacía aceptar cualquier esperanza, por leve que fuera?
Quizá el profesor Chilinsky no fuera el genio que Rolando Mota decía; quizá ese genio científico también era una víctima del miedo. ¿Acaso no se ocultaba? ¿De qué, de quién? Rolando Mota no lo había dicho, sólo había hecho énfasis en que era imprescindible encontrarlo.
Pero Rolando Mota estaba muerto. Los zombis le comieron las entrañas. Y ahora sólo quedaba él, Armando, para guiar a un grupo de desesperados en la búsqueda del mítico científico.
Con un quejido, Armando se levantó del catre. Estar inmóvil en la oscuridad rumiando pensamientos oscuros e incoherentes sólo lo llevaría a la locura. Necesitaba ocuparse en algo, pronto.
Armando avanzó a tientas intentando recordar dónde estaba la puerta de la habitación. Tropezó con las piernas de José, que dormía en el suelo utilizando su mochila como almohada, y estuvo a punto de caer.
Sin embargo, Armando recuperó el equilibrio y dejó atrás a José, que ni siquiera se había despertado.
Al traspasar el umbral se encontró en la gran sala común en donde estaban reunidas más de sesenta personas. Ahí la claridad era mejor, ya que un pequeño foco que estaba sobre la puerta del baño arrojaba una mortecina luz. De seguro el voltaje estaba bajo.
Con mucho cuidado Armando avanzó por entre la fila de camas, las cuales estaban ocupadas por dos, tres y hasta cinco personas cada una.
Cuando Armando estaba a punto de llegar al baño divisó a su izquierda un angosto corredor al final del cual se veía un suave resplandor. Armando decidió seguir el corredor, ya que la perspectiva de llegar hasta el baño y sentarse en la tasa a pensar en las mismas reflexiones oscuras que tenía en el catre no le atraía para nada.
El angosto corredor terminaba en una puerta vidriera corrediza detrás de la cual se veía un minúsculo patio interior alumbrado por la luz de la luna. En medio del patio había una figura sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo. El humo de éste se elevaba recto hacia el cielo abierto.
Armando titubeó un instante ante la puerta corrediza, pero entonces reconoció a la figura sentada. Abrió la puerta y salió al patio. Se acercó hasta Gloria, quién no volteó al oír deslizarse la puerta y se sentó a su lado, en el suelo.
Durante un buen rato ninguno de los dos habló. Permanecieron sentados a la fría luz de la luna. Gloria terminó su cigarrillo y lo aplastó contra el suelo.
—¿Y tú por qué no puedes dormir? —le preguntó Gloria a Armando, manteniendo su vista en el suelo. Su voz era algo ronca y denotaba cansancio.
—Porque me duele todo el cuerpo. Hasta el pelo —respondió Armando, estirando las piernas ante sí. —Además, me estaba llenando la cabeza de malos pensamientos.
—¿Malos pensamientos? —inquirió Gloria, volteando a ver a Armando.
—Sí —Armando suspiró. —Pensaba en la desesperanza, en el miedo y en la imposibilidad de los zombis. Todo eso me daba vueltas en la cabeza y no lograba quitármelo de encima. Si a eso le agregas el dolor corporal comprenderás el por qué me levanté.
—¿Tienes miedo? —preguntó Gloria, volviendo a fijar la vista en el suelo.
—¿Miedo? Sí. No…, no lo sé —Armando se llevó las manos a la cabeza, intentando acomodar sus pensamientos. —Sí tengo miedo a los zombis, no hay duda, pero es un miedo racional, diría yo. ¿Cómo explicarlo? El miedo que me dan los zombis es el mismo que me daría algún perro rabioso o una bestia salvaje escapada del zoológico a los cuales me topara de repente en la calle. Eso es un miedo racional porque hay un peligro concreto frente a ti que puede herirte o incluso matarte… Pero el miedo que realmente siento es el miedo de los demás. El miedo de las demás personas es el que me paraliza y confunde… No sé si me explico.
—El miedo de los demás te confunde porque es un miedo irracional.
—Exacto. Es un miedo irracional porque no es necesario que tengas delante de ti a un zombi o a un león o a un perro rabioso: basta que creas que allá fuera hay zombis, leones o perros rabiosos para que te paralices y te escondas, negándote a seguir tu vida normal y abandonando toda iniciativa para acabar con esas supuestas amenazas.
—Tiene sentido —comentó lacónicamente Gloria. Armando le agradaba, pensó para sí. No se le hacía un tipo particularmente guapo, pero era atractivo. Además, tenía un no sé qué que lo hacía muy interesante. Quizá tenía que ver con el hecho de que no era un hombre que ocultara sus pensamientos o tal vez porque su percepción del mundo no se limitaba a sí mismo, sino que tomaba en cuenta a los demás. Si tan sólo Armando fuera unos diez años más joven, habría muchas posibilidades que ambos siguieran juntos después de haberse conocido. Lástima.
—Yo había pensado en algo similar antes —dijo Gloria en voz baja. —Cuando mis papás pensaron en abrir este refugio para que la gente se pudiera resguardar de los zombis, me indigné. No me cabía en la cabeza de que hubiera personas que no sabían defenderse por sí mismas y que buscaban a otros para que los sacaran del apuro. Nosotros (papá, mamá, yo y mi hermanito) habíamos enfrentado la misma amenaza que los demás y, aunque en un principio sólo nos limitamos a escondernos, pronto habíamos decidido que lo mejor era presentar pelea. Así que mandamos a mi hermanito con unos amigos que tenemos en Yucatán (porque sabíamos que ahí estaría seguro) y mis papás y yo nos dispusimos a enfrentar la amenaza. Mamá y yo nos unimos a los primeros grupos de vigilancia y papá reunió algunos amigos y se convirtieron en los primeros cazadores de zombis. No estaban dispuestos a esperar cruzados de brazos a que esas bestias nos comieran.
—Pero esas “bestias” son seres humanos enfermos —dijo Armando, impresionado por lo acalorado del discurso de Gloria a pesar de su tono de voz bajo —, y están protegidos por la ley. Además de que al parecer pueden ser curados.
—Los sicópatas asesinos también son seres humanos enfermos —contestó Gloria levantando la voz — y son perseguidos por la ley. Aunque pueden ser curados, todos prefieren encerrarlos o matarlos en la silla eléctrica.
—Touché —dijo Armando, sonriendo por primera vez en toda la noche.
—Si me dejas continuar… —dijo Gloria, también con una sonrisa.
—Adelante —invitó Armando con un gesto de la mano.
—Total, mis papás y yo habíamos decidido dar pelea. Durante las primeras dos semanas o algo así todo fue bien. Mamá y yo localizamos a varias hordas de zombis, dimos la alarma y mi papá y sus amigos se encargaron de eliminarlos. Sin embargo, un día mamá localizó a un grupo de zombis que se dirigían a un supermercado y se dispuso a dar la alarma, pero su pie cayó en un pozo y se hizo un esguince. El dolor fue tan fuerte que se desmayó. Cuando volvió en sí, cerca de veinte minutos después, los zombis habían atacado el supermercado. Hubo noventa muertos, la mayoría mujeres y niños. Mamá quedó muy afectada. Le parecía que esas personas pudieron haberse salvado si hubieran contado con un refugio en donde pudieran ser defendidos.
—Y tú te indignaste por eso —dijo Armando.
—Yo me indigné por eso porque en ese momento no comprendía cuál era la diferencia entre esas familias que estaban en el supermercado y la mía —contestó Gloria, bajando de nuevo el tono de voz. —¿Por qué ellos no llevaban armas para defenderse? ¿Por qué no dejaron a sus niños en casa o en un lugar seguro como lo hicimos nosotros?
—No todo el mundo es capaz de defenderse, Gloria. Necesitan de alguien que lo haga por ellos.
—Algo así me explicó mi papá cuando me dijo lo de la necesidad de un refugio para las personas indefensas, como las mujeres y los niños.
—¿Y no atacaste a tu papá por un punto de vista tan machista? —bromeó Armando, intentando suavizar el tono amargo de Gloria.
—Estuve a punto de hacerlo —confesó Gloria con una sonrisa —, pero el muy canalla me ofreció entonces el puesto de exploradora. Ahora, más que actuar como Vigilante, serviría de guía al grupo de cazadores. Así fue como te encontré. Andaba explorando la zona y me uní a un grupo de Vigilantes que habían encontrado armas en una tienda de antigüedades. Claro, como soy una chica, no me dieron una espada samurái, por lo que me tuve que conformar con mi machete.
—¿De pequeña jugaste con muñecas o te gustaban los autos? —le preguntó Armando, a quien la valentía de Gloria lo dejaba perplejo.
—Nunca me gustó jugar con muñecas ni al té —exclamó Gloria, riendo. —A mí lo que me gustaban eran los juegos de video. Pero no vayas a creer que me gustan las chicas o algo así —añadió, sintiendo que se sonrojaba. No sabía por qué le contaba esas cosas a Armando. —Me gusta el trabajo doméstico y quiero tener al menos dos hijos cuando me case.
Gloria cerró de golpe la boca y se aferró las rodillas con los brazos. Armando sintió su turbación y no presionó su silencio. Aquella chica le gustaba. Puede que fuera un tanto joven para él (¿unos quince años de diferencia entre ellos?) pero él sabía que había muchos casos de parejas así. A algunas mujeres jóvenes les gustaban los hombres maduros. Armando decidió dejar de pensar en eso antes de sentirse turbado también.
Los dos permanecieron callados cerca de quince minutos. Su mutua compañía parecía reconfortarlos. Poco a poco la luz de la luna se fue apagando y un tenue resplandor les avisó que el amanecer estaba cerca.
—¿No te parece que deberíamos intentar dormir un poco? —le preguntó Armando a Gloria, que lo volteó a ver con mirada somnolienta. —Debemos estar preparados para cuando vayamos en busca del profesor Chilinsky.
—Tienes razón, Armando. Hasta yo, una chica, me estoy cayendo de sueño. ¿No me ayudas a levantarme?
Armando se paró y tomó de la mano a Gloria, ayudándola. Ambos entraron al refugio por el estrecho corredor. Gloria se recostó en una bolsa de dormir y Armando regresó hasta su catre, donde se acostó y se quedó dormido de inmediato.


Cuando abrió los ojos, Armando se dio cuenta de que estaba solo en la habitación, la cual estaba iluminada por la luz matinal. Alguien había abierto la ventana que daba a un pequeño callejón y la luz y el aire frío penetraban por ésta.
Armando se levantó del catre entumecido, pero ya no se sentía tan mal. Su pierna ya casi no le dolía y el resto de su cuerpo parecía haberse recuperado. Salió de la habitación y vio que en la sala común había menos gente.
Armando se dirigió al baño y luego de orinar y echarse agua en la cara se sintió mucho mejor. Fue en busca de Gloria. En el camino escuchó una voz que el llamaba. Era la mamá de Gloria, que le indicó con una seña que se acercara.
Armando llegó a una zona del refugio que no conocía. Eran dos habitaciones amplias que estaban comunicadas por una puerta interior. Había ahí una gran mesa, en la que estaban reunidos los papás de Gloria, algunos cazadores de zombis y unas cinco personas que debían ser refugiados. No se veía a Gloria ni a José.
—¡Pasa, Armando, pasa! —exclamó el papá de Gloria con un amplio ademán y le señaló una silla vacía.
Armando se sentó y de inmediato le fue servido un plato de cereal y un vaso con jugo de uva por Dana, la mamá de Gloria.
—¿Qué tal dormiste, Armando? ¿Pudiste descansar bien? —le preguntó ésta, amable como siempre.
—Sí, muchas gracias, señora —respondió Armando.
—Llámame Dana. “Señora” me hace sentir anciana.
—Muy bien, Dana —respondió Armando, sonriendo. Luego preguntó: —¿Dónde están Gloria, y José?
El rostro de Dana perdió la sonrisa. —Me temo que hay malas noticias, Armando.
Armando se puso pálido. No podía ser que algo malo le hubiera ocurrido a Gloria, la cual estaba perfectamente cuando la llevó a acostar.
—José ya no está con nosotros —prosiguió Dana —, ayer lo tuvimos que llevar con Ernesto, un doctor amigo nuestro que atiende a la gente del refugio.
—¿Por qué? ¿Le pasó algo a José? —preguntó Armando, que se sintió aliviado al saber que al menos Gloria estaba bien.
—Cuando José se levantó ayer por la mañana muy temprano —explicó Dana —fue al baño. Y al quitarse la camisa porque la quería lavar un poco, descubrió que tenía unas marcas rojas, como de uñas, pero no le dio mayor importancia. Cuando se sentó a desayunar con nosotros comentó que se sentía sumamente cansado y que quizá estuviera agripado, ya que sentía la cabeza muy congestionada. Mi esposo y yo nos volteamos a ver y le preguntamos si eso era lo único raro que sentía. Fue entonces cuando nos comentó lo de los rasguños y se levantó la camisa para que los viéramos. Inmediatamente supimos de que se trataba: a José lo había herido un zombi durante la pelea que tuvieron anoche.
—¿Están seguros de eso? —preguntó Armando, alarmado.
—Definitivamente —contestó Pedro, el papá de Gloria. —Si acaso no has visto una herida de zombi, te diré que es bastante peculiar. Rodeando la herida (en este caso unos simples rasguños) hay una especie de mancha blanca. Conforme pasan los días, la mancha blanca se va tornando verde y luego gris. Aún y cuando mi esposa y yo estamos seguros de que José había recibido los rasguños de un zombi, lo mandamos con Ernesto para que lo tenga en observación. ¡Pero come, Armando, que tu amigo José pronto será curado por el profesor Chilinsky! Además, mi hija Gloria está perfectamente. La muy canalla duerme como un angelito en estos momentos.
Armando se puso rojo como un tomate. No estaba seguro de que el papá de Gloria no le hubiera guiñado el ojo cuando mencionó lo de su hija. ¿Habían notado algo los papás de Gloria? ¿Los habían visto a los dos platicar en el patio hacia tan sólo unas horas? ¿Tan transparente era? Armando comió su cereal sin despegar sus ojos del plato.
Armando era el único de la mesa que desayunaba. Al parecer todos se habían levantado muy temprano o él se había levantado muy tarde. Cuando peguntó la hora le informaron que eran las siete y media de la mañana.
—¿Las siete y media de la mañana y ya todos se desayunaron? —preguntó Armando. —Vaya, para ser domingo ustedes se levantan muy temprano.
Toda la mesa estalló en carcajadas.
—¿De qué se ríen, qué dije? —preguntó Armando, confundido.
—De que hoy es lunes —le informó aún riendo el papá de Gloria. —No sé qué tomaron ustedes dos, pero se la pasaron dormidos todo el día de ayer. Mi querida Gloria aún duerme, como cenicienta.
Armando se quedó de una pieza. Jamás en su vida había dormido tanto. Ahora se explicaba el por qué se había sentido tan recuperado cuando se levantó.
En ese momento Gloria entró a la habitación. Armando hizo un esfuerzo tremendo para tomar su jugo de uva aparentando no haberla visto. Sin embargo, no podía fingir más de la cuenta o parecería un idiota, así que dejó el vaso sobre la mesa y volteó a ver a la recién llegada.
Gloria saludó a sus padres de beso y efectuó un saludo genérico a los que estaban sentados la mesa. Se la veía radiante. Los tenues círculos azules que rodeaban sus ojos no hacían más que resaltar su belleza, pensó Armando, que aún no se decidía a mirarla directamente.
Pero Gloria no pareció darse cuenta siquiera de la presencia de Armando. Se sentó a la mesa y se puso a comer con gusto un plato de cereal, platicando a intervalos con su vecina, una refugiada regordeta que llevaba a una criatura en sus brazos. Sólo después de terminar con su vaso de jugo de uva, Gloria saludó a Armando con un ¡hola! mudo acompañado de un ligerísimo alzamiento de cejas. En otras palabras, un saludo por completo anodino.
—Ya que estamos todos reunidos —dijo en ese momento el papá de Gloria, acaparando la atención de los presentes —, es preciso que nos pongamos de acuerdo en lo que vamos a hacer. Nuestra prioridad en estos momentos es encontrar al profesor Chilinsky. Sin embargo, —añadió socarronamente— dado que algunos de nosotros se la pasaron durmiendo a fin de recuperar sus fuerzas, es necesario ponerlos al tanto de la frenética actividad que hemos tenido en las últimas veinticuatro horas.
Al oír a su padre, a Gloria se le pusieron los ojos como platos. De seguro, pensó Armando, ella tampoco sabía que había estado durmiendo todo el día anterior.
—Lo primero que quiero hacer notar —comenzó el padre de Gloria —, es que hemos tenido un gran incremento de zombis por la zona, principalmente al norte de…
—¡Pero si esa es la zona en donde está oculto el profesor Chilinsky! —le interrumpió Armando.
—¿No te parece extraño? —le preguntó a Armando el padre de Gloria. Sin esperar la respuesta de Armando, prosiguió: —El día de ayer estuvimos muy ocupados los cazadores. Fueron cinco enfrentamientos, con un saldo de cincuenta y dos zombis decapitados y por desgracia tres de nuestros compañeros que fueron devorados. Así que cualquier cosa que planeemos el día de hoy debe de tomar en cuenta de que necesitamos una fuerza de defensa que se quede para defender el refugio.
Todos en la mesa se pusieron a hablar al mismo tiempo. Discutían sobre la cantidad de elementos que debían quedarse y cuántos harían falta para ir a buscar al profesor Chilinsky. También algunos querían saber si no resultaría adecuado evacuar el refugio.
—¡Señores, señoras, calma! —el papá de Gloria exigió silencio. —De nada sirve discutir de algo si no tenemos claros los detalles. Así que le voy a pedir a Armando de que nos hable más específicamente de ese tal Chilinsky. Creo que muchos de los aquí presentes no estuvieron presentes el otro día, cuando supimos del profesor.
Armando sintió sobre sí todas las miradas y se dispuso a tratar de explicarse de la mejora manera posible. —Cuando estaba en un grupo de la Resistencia zombi conocí a Rolando Mota, que era un operador político que tenía multitud de contactos. Rolando renunció a seguir prestando sus servicios de operador a los principales partidos políticos del país cuando se enteró de un plan secreto para aprovechar a los Ciudadanos con diversos grados de zombificación con fines políticos. Al parecer, lo que algunas personas planeaban hacer era aprovechar que los Ciudadanos eran muy sugestionables, para convencerlos mediante propaganda que votaran por su candidato. Su primera tentativa tuvo lugar en el proceso de campaña para la gubernatura del Estado de México que tuvo lugar en julio pasado con el resultado que todos conocemos.
Armando hizo una pausa para tomar jugo de uva y prosiguió: —Pero lo del Estado de México era sólo una prueba preliminar, ya que lo que busca ese grupo secreto es el de colocar a su candidato en la presidencia de la República en julio del próximo año. Ahora bien, si tan sólo fuera eso, no representaría mayor problema, ya que México ya ha tenido algunos presidentes que bien podrían ser calificados de zombis.
La ocurrencia de Armando fue bien recibida. Las risas ayudaron a disminuir la tensión que se sentía en el ambiente. ¿Gloria se habría reído? Armando la apartó de su mente y continuó: —Como decía, el problema no era ese, sino que alguien al parecer está utilizando a los zombis con un propósito desconocido. El día de ayer… antier, me reuní con Rolando Mota en la posada en Palacio Nacional. Se suponía que recibiría instrucciones específicas, pero el recinto fue asaltado por zombis y tuvimos que huir. Como tanto Rolando como yo íbamos disfrazados de zombis, nos topamos en nuestra huída con un grupo de vigilantes entre los que se encontraba Gloria y también José, que estaba con nosotros hasta el día de ayer. Los vigilantes nos confundieron con zombis y nos atacaron. Rolando Mota resultó herido en un brazo y yo me llevé unos buenos golpes también. Mientras nos recuperábamos del encuentro con los vigilantes dentro de un Oxxo abandonado, Rolando Mota me contó la mayor parte de sus teorías y me dijo que era muy importante reunirnos con el profesor Chilinsky, un científico que al parecer ha encontrado la cura para el virus zombi.
Nueva pausa de Armando para que todos los presentes pudieran procesar lo que contaba. —Cuando nos dirigíamos hacia la casa del profesor Chilinsky, recién armados y protegidos por los Vigilantes fuimos atacados por los zombis. Sólo Gloria, José y yo sobrevivimos al ataque. Rolando Mota fue devorado junto a los otros. Gloria fue la que nos trajo a José y a mí hasta este lugar. En estos momentos, lo único que poseo es la dirección en donde se localiza el profesor Chilinsky, una espada samurái que espera su próximo cuello zombi y la inapreciable ayuda de todos ustedes, en especial de Gloria y de sus padres.
Armando dejó de hablar. Se sentía exhausto y con la boca seca. Por varios minutos nadie pronunció palabra. Sólo se escuchaban los ruiditos que hacía el bebé que cargaba la regordeta refugiada.
—Bien, yo propongo que se formen tres equipos —dijo un sujeto calvo y musculoso que Armando supuso pertenecía al equipo de cazadores del papá de Gloria. —Contamos con veinticuatro hombres y mujeres, entre exploradores y cazadores. Creo que tres grupos de ocho servirían para defender el perímetro en caso de ataque e ir en busca del profesor ese.
—Estoy de acuerdo en lo que propones, Sebastián —dijo el papá de Gloria. —Lo que nos falta es ponernos de acuerdo en cómo se van a conformar los equipos. Para ir en busca del profesor Chilinsky bastarían dos exploradores y cinco cazadores.
—Pero los equipos serían de ocho personas, según entendí —dijo Gloria.
—Es que en ese equipo los siete estaríamos protegiendo a Armando —le replicó su padre. —Recuerda, Gloria, que Armando es el contacto con el profesor Chilinsky. Si él cayera no sabríamos cómo localizarlo. Y aún cuando Armando nos lo dijera, no sabríamos qué hacer.
Armando se cuidó mucho de decir que él tampoco sabía que haría cuando se encontrara con el profesor Chilinsky. Pero todas aquellas personas se estaban portando tan bien con él, que decirlo hubiera sido una bajeza. Además, quizá Rolando Mota ya hubiera establecido antes de su muerte contacto con el profesor Chilinsky y éste supiera quién era él.
Durante los siguientes veinte minutos estuvieron confeccionando los equipos en el consejo de los cazadores. Cuando terminaron, escribieron los nombres de los ocho integrantes de los tres equipos y todos estuvieron de acuerdo. Todos, menos Gloria.
—¡Ah, no! —exclamó, furiosa —A mí no me van a dejar aquí, en el equipo de vigilantes del refugio.
—¡Usted se queda aquí, señorita! —replicó su padre, echando chispas. —Es demasiado peligroso que nos acompañes al encuentro con el profesor Chilinsky.
—¡¿Peligroso?! —gritó Gloria, levantando su machete. —¿A cuántos zombis crees que maté la otra noche, papá? ¡Ocho zombis, tu hija mató ocho zombis ella sola!
—¡Gloria, baja inmediatamente ese machete! —gritó su padre. —No me importa si mataste a ocho, diez o a mil zombis. Es muy peligroso y yo quiero que te quedes.
—Tu papá tiene razón, Gloria —intervino Armando. —Sería mejor que te quedaras aquí, defendiendo a los que no pueden hacerlo, ¿recuerdas?
Si la mirada de Gloria fuera combustible, Armando habría quedado reducido a cenizas en ese momento.
Durante unos instantes, que a Armando le parecieron siglos, Gloria lo miró como si no alcanzara a comprender sus palabras. Como si no supiera si habían sido pronunciadas por un amigo que buscaba su bien o por un machista que consideraba, como su padre, que las mujeres no estaban capacitadas para cazar zombis.
Gloria se levantó de su asiento y abandonó la habitación. Armando estuvo a punto de levantarse, pero la mamá de Gloria le indicó con un gesto que se quedara sentado y dijo, sin dirigirse a nadie en particular: —Voy con Gloria. Hablaré con ella y la convenceré. Ustedes sigan con los planes —. La mamá de Gloria abandonó la habitación.
Armando se sintió fatal. Apenas si escuchó cómo todos se repartían los roles y decidían la mejor manera de llegar hasta el profesor Chilinsky. Pero una cosa estaba clara: si Gloria se quedaba en el refugio, él se sentiría aliviado.
La prefería enojada, que devorada por un zombi.



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